domingo, 9 de agosto de 2015

INFIERNO BLANCO



INFIERNO BLANCO

Por, Clenardo Zepeda C.

A medida que penetrábamos cordillera adentro, el paisaje se iba haciendo más sombrío e inquietante, cada vez las nubes húmedas y grises nos envolvían y las ráfagas emborrascadas nos volteaban de los caballos. La estrechez de los pasos cordilleranos destemplaba el ánimo y hasta las bestias paraban las orejas, atemorizadas de algo que no se veía, pero que estaba allí tan vivo como la roca desnuda que empezaba a blanquearse con la ventisca. Sin duda el Infierno Blanco estaba acercándose.

Nuestro camino bordeaba el abismo, y ante la visión escabrosa del acantilado, allá abajo en lo profundo, se vislumbraba un hilo de río verdoso que clamaba con su fragor un alma desbarrancada. Hombre y bestia quedábamos suspendido por unos instantes, tratando de agarrarnos contra la pared de piedra que nos empujaba con su grávida fuerza hacia el precipicio.  Entonces no éramos nada en aquel limbo; por instinto nos aferrábamos a la tuza y riendas, hendiendo las espuelas bajo las caronas de la montura, y, el caballo por sí sólo jadeando quejidos, salía tranqueando con impávida firmeza sobre las resbaladizas rocas escarchadas.

Las borrascas de la embebida y oscura tarde nos despedía del territorio chileno, mientras la cerrazón de agua nieve empujaba con fuerza nuestros ponchos hacia un recodo argentino. Ahora, comprendíamos, la desapacible inquietud que nos embargaba la montaña a medida que nos internábamos en ese desolado paisaje.  Entonces voltee la mirada contra el viento, mi última mirada a los montes chilenos y, sólo vi veloces nubes negras que aplastaban la noche amenazante… Hay paisajes como instantes de la vida, que no se borran jamás de la mente; vuelven siempre a traspasarnos desde adentro, y cada vez con mayor intensidad cuando le evocamos. Esta primera vez que pasé la cordillera, fue como mi última mirada imborrable. Allí volvimos la cabeza para no perder la postrera visión de esa tierra amada y entrar de lleno en aquellos parajes desconocidos.

El último contacto con aldeanos fue en la cantina de Las Barrancas. Previamente habíamos dejado atrás los pueblos de Cogotí  y la calle del Chineo, para llegar sedientos a esa posada y saciarnos con los últimos tragos de la temporada.  Luego de dos horas de escanciar cervezas, emprendimos el viaje con paso seguro, en silencio, interrumpidos por las quejumbres de la tropa. Y, cuando los últimos caseríos del Durazno se ocultaban en la lejanía, quedamos frente a la soledad de La Crucita y la orfandad de nuestro largo viaje.

Nos esperaban cuatro meses de veranada en la cordillera argentina de Donoso. Era mi primer viaje, me contrataron como marucho de tropa, íbamos de avanzada con las mulas de carga para preparar el refugio de la majada, el ganado llegaría una semana después.  Fue nuestro último trago en esa cantina, el bullicio de ese corrillo de comensales me quedó ululando varios días, sería mi despido de lo mundano.

En la soledad de la cordillera de los Andes, nos esperaban las almas y los espíritus en una desolada travesía. Debíamos vencer las altas cumbres embriagadas por las borrascas del clima. Debíamos vencer la falta de oxígeno y el viento reventando nuestros pulmones. Sin más compañía que la majestuosidad del cóndor, adueñado de las alturas, oteando al acecho la vida entre valles y farellones de piedras... Sin duda era un mundo agreste y bello, sólo las piedras como excrecencia del suelo rompen la mente del hombre en la soledad desierta. Rucos de piedras, corrales de piedras, asnos color de piedra, cabras en medio de la piedra. Piedras callando piedras y desgarrando su tiempo sobre el hielo, sobre la nada, sobre el silencio.

Había entrado en su quincena el mes de noviembre del año 1981, cuando salimos del fundo La Tapina de Pama Bajo. El patrón nos dio las indicaciones a los troperos; de cómo vencer el frío, la soledad y los espíritus que acechaban las manadas de animales en las venteadas noches. El ganado; era el conjunto de mil trescientas cabras, doscientas ovejas y unas trescientas bestias entre caballares, mulares y vacunos. Los arrieros éramos ocho y cada uno cumplía varias funciones; en mi caso, además de ayudante tropero, lidiaba con los aparejos y las cargas. Me ofrecía con mucha voluntad para hacer el fuego mañanero, hervía los choqueros, calentaba el charquí y cebaba el mate. Esa actividad me permitía desentumirme del frío arrimándome al inocuo fuego desprendido de las yaretas. El trabajo a diario era duro y terminábamos muy rendidos al término de la faena. Cuando el frío nos calaba los huesos al atardecer, nos acostábamos temprano buscando abrigo entre cueros y mantas, mientras el susurrar del viento parecía ensañarse sobre la toldería del refugio.

Antes de salir de La Tapina, ya me habían apodado el Tropelito, por mi asignación a la tropa a mis escasos quince años. Me encomendaron  de ayudante del Huaso, un experimentado jinete y laceador.  El reunía muchos atributos en su persona;  era rudo pero tenía alma de niño, era ameno y cariñoso, radiaba confianza y respeto. Me trataba como su amigo y me guiaba en mi nueva aventura. Con su persona hasta el más duro trabajo se hacía agradable, ello nos llevó a cabalgar quince días de viaje sin reparar en molestias; aguantando estoicos las inclemencias de las alturas de los Andes.  Al transmontar La Crucita, subimos serpenteamos las nacientes  el río Cogotí hasta el límite, cruzamos  el paso cordillerano El Azufre a 3.600 metros de altura, desafiando acantilados y borrascas de viento y nieve, sin más testigos que las bestias de la tropa y las encomendaciones de nuestras almas a la Virgencita de la Piedra.

Durante la travesía por las cumbres el clima fue implacable; la nieve cubría kilómetros de montañas, parecía interminable y eterna, fue un noviembre de invierno rezagado. Las cerrazones y las ventiscas retrasaban los deshielos y la primavera no llegaba a la esquiva  montaña. Una vez que dejamos las montañas nacionales, en una postura acostumbrada de argentina instalamos un campamento y esperamos el ganado. Sin embargo, cuando llegaron unos días después,  el patrón determinó seguir avanzando hacia las llanuras. El refugio en ese lugar no era seguro por las condiciones climáticas declaradas. Según su experiencia, debíamos capear las alturas e instalarnos en una majada más resguardada y con mejores praderas para el ganado. Y, avanzamos y avanzamos muy al interior de la Provincia de San Juan escapando de las nieves.

Mientras entraba el verano, los días transcurrían muy lentamente, los deshielos argentinos poco a poco se retraían a las cumbres y los caudales de los ríos crecieron y se hicieron infranqueables. Las faldas de las montañas iban mostrándose de colores blancos a verdosos sepia. Los pastos en las hondonadas flanqueadas del viento, eran las posturas propicias para el ganado y las preferidas del patrón, en aquellos días de enero.

Fue un día cualquiera, cuando el patrón Armando, resolvió retroceder y acercarse a Chile ocupando las majadas más altas de la montaña, El Sepulcro de la Ollada, para cuando llegara marzo cruzar sin contratiempo el límite de regreso.

Así fueron pasando los días de la veranada, entre el arduo trabajo de los arrieros con el ganado y la grandeza de la naturaleza. No sin librarnos de las permanentes y amenazantes tormentas del invierno altiplánico, el cual nos traía un mal presentimiento. Varios animales fueron alcanzados por los rayos  de las tormentas eléctricas y, asustados y dispersos buscaron refugio entre los peñascos rocosos de los montes titánicos. Los estruendosos truenos parecían partir la montaña y los rayos  por la noche iluminaban hermosamente el Infierno Blanco, y, enseguida volvían las frías cerrazones agua nieve calando los huesos enhiestos del más intrépido arriero.

Recuerdo nítidamente el inicio del Infierno Blanco. Durante toda la noche sentimos caer la nieve sobre la carpa del ruco. Arreciaba un viento suave, el sonido de la nieve en el silencio crispaba en un eterno chasquido envolvente, embriagador y mortecino. Era mediado de marzo de 1982. Durante los últimos tres días  nos habíamos preparado para el regreso, teníamos todo listo; las vituallas en los aparejos, los quesos encajonados y el arreo junto. En dos días más nos regresábamos a Chile.  La mañana nos sorprendió con medio metro de nieve, el ganado rumiaba de pie avizorando  la magnitud del temporal. Ninguno de los más experimentados arrieros vislumbraba su dimensión. Ese día, la nieve no menguó y seguía sumando en altura, nos lo pasamos tratando de mantener reunido el ganado, el cual no dejaba de bramar en una creciente desesperación. Tomamos turnos de relevos; mientras unos afrontaban el temporal a duras penas rodeando los animales, los otros se cobijaban en el refugio, secaban sus mojadas ropas y preparaban algo de comer.

El refugio no era más que un ruco de piedra pircada, de tres por cuatro metros de superficie y de poca altura. Por techo tenía, unos lazos amarrados de lado a lado y, sobre éstos unas carpas de lona, hendidas con el peso de la nieve. Su objetivo era guardar los víveres y los quesos, y uno que otro arriero friolento dormía en él. Los más avezados dormían a la intemperie, arrimados a unos corrales de piedras protegiéndose del viento. Solo cuando llovía o nevaba nos refugiábamos todos bajo la lona del ruco.

La segunda noche se hizo interminable, el viento reventaba y arreciaba con terror. El ganado con desesperación empezó a esparcirse a tientas, en medio de nevazón y obscuridad. Buscaban guarecerse en algún barranco lejano, muchos quedaron sepultados por la nieve a pocos metros. Nosotros permanecíamos al abrigo de un pequeño fuego, asustados bajo el temerario e insistente silbido del viento. Sus azotes en la montaña no dejaban escucharnos a más de un metro, debíamos gritar para comunicarnos. La maldita noche era interminable, dormitábamos nerviosos, preparados para cualquier desgracia.  La nieve sobre la lona del ruco amenazaba con desplomarse y sepultarnos vivos.  Los perros mojados y asustados buscaban nuestro abrigo bajo los ponchos, su jadeó lo sentíamos en nuestras narices con un hedor desagradable. Entendí, por su actitud y lloriqueos, que la cosa era para grande… Traté de dormir tapándome completamente con las mantas, pero un ruido de maderas resquebrajándose me despertó. Era El Huaso que despedazaba un cajón quesero para mantener vivo el fuego a duras penas. Esas débiles llamas mantenían la claridad y las esperanzas de vida en medio del Infierno Blanco.

El Huaso y su primo, hicieron vigía toda la noche. Cada cierto tiempo salían a tientas a botar la nieve del techo, que parecía desplomar el refugio con su peso. Al abrir la improvisada puerta de cajones, entraba un chiflón de viento que parecía levantarnos y hacernos desaparecer por sobre los montes andinos. Sin duda, afuera, nadie podría soportar esa magnitud de tormenta. Estos dos centinelas no aflojaban, entibiaban sus húmedos ponchos en las llamas y entre sorbos de aguardiente mantenían su aplomo desafiando al temporal, solo su experiencia aclimatada a esas batallas les daba el temple y el coraje para desafiar la montaña… La noche fue de desvelos en desvelos,  el agua había penetrado inundando la mitad del refugio. Fue un amanecer lento el tercer día, el alma se nos venía al cuerpo al ver clarear la mañana… era todo blanco y las plumillas caían tupidas sobre el manto infernal del horizonte.

Muchos de los animales buscaron sus antiguos alojos bajando hacia Las Cortaderas, empujados por el viento y la pendiente. Los otros, fueron parte de un espectáculo tétrico, quedaron de pié congelados a medio enterrar de nieve. El patrón al ver esa mortandad, con lágrimas congeladas en sus ojos, dio la orden de abandonar y emprender montaña abajo, bordeando el Río  Blanco, hacia el refugio El Molle de los gendarmes argentinos, distantes a unos cincuenta kilómetros.

La peara había soportado amarrada. Apretujadas a unos barrancos protectores de un corral de piedra, eran doce mulares silleros, lo mejor que tenían los arrieros para su monta. A duras penas logramos ensillar las necesarias y cargar las otras con lo mínimo de supervivencia. Los aperos se resbalaban sobre los lomos escarchados, las cinchas no apretaban sus vientres tiesos de frío, fue un martirio lograrlo. Cuando iniciamos el descenso la nieve caía en calma, eran las ocho de la mañana, volteé la vista hacia el ruco, la carpa había cedido y se mostraba sepultado de nieve, pensé en el adiós a mis pertenencias y a los cajones con quesos. Los mulares estaban tullidos, no querían caminar, y, apunta de rebencazos y gritos se fueron soltando de a poco. Dos de ellas cayeron para no levantarse más, allí quedaron aparejadas como ofrenda a la naturaleza.

Gracias a Dios, que los mulares eran baqueanos y cuando entraron en calor comprendieron que enfilaban hacia la salvación. Debíamos descender unos mil doscientos metros en altura para llegar a Pirca Las Juntas, en donde pensábamos que había otros arrieros protegidos en un cañadón de piedra. El problema era vencer la travesía, soportar el viento y la nevazón sobre nuestros cuerpos. Las manos y las piernas no las sentíamos y nos vencía un apacible sueño helado sobre las cabalgaduras. De súbito, un rebencazo o un trago de aguardiente nos despertaba y cada cierto tiempo debíamos bajarnos a caminar con el mular de tiro, no avanzamos mucho. Entregábamos todas nuestras fuerzas para vencer el Infierno Blanco.

A eso, de las cuatro de la tarde, y después de ocho horas habíamos avanzado unos diez y ocho kilómetros y descendido unos mil metros, el viento era menos bravo, la nieve era más delgada y la lluvia se manifestaba con propiedad. Nos faltaban cuatro kilómetros para llegar a Pirca Las Juntas. Se decidió que tres baqueanos se adelantaran.  Fue idea del Huaso preparar el lugar en donde pasaríamos la noche, mi mular estaba más entero, por mi peso. Yo le acompañaría y otro arriero. Apuramos los animales al máximo y en dos horas estábamos en el cañadón… No había nadie en la majada, ya habían bajado al refugio El Molle. Encontramos algo  de leña seca y una enramada cubierta de montes y coirones. Lo bueno del cañadón eran los farellones rocosos que daban bastante protección de la lluvia y el viento. Encontramos salvación en los coirones secos, para las bestias y para encender  fuego. Fue lo primero que hicimos, quemar los troncos de la enramada en una gran fogata, chisporreteaba endiabladamente al caerles las gotas de lluvias, aquello era un pequeño respiro para nuestras ateridas almas.

Largo rato después llegaron los demás compañeros casi congelados y sin ningún perro, los perdieron en el trayecto, debimos ayudarles a desmontarse, les servimos sorbos de café hirviendo.   Los mulares les paseamos alrededor de la fogata para abrigarlos y les forrajeamos con manojos de coirones… Permanecimos apiñados alrededor del fuego vencidos por el cansancio, escuchando el masticar de las bestias.

Al día siguiente, nos marchamos tan pronto aclaró. La tormenta de nieve nos seguía los talones, teníamos que llegar al refugio de los gendarmes. Los próximos kilómetros faltantes debíamos hacerlo en el día para salvarnos. Esta última etapa no sería fácil, el terreno era escabroso, estábamos muy cansados, con sueño y mal comidos… En la travesía, el viento y el agua nieve nos tenía entumidos, la cara y las manos partidas, los dedos de los pies nos ardían, el hielo los quemaba, perdíamos sensibilidad y no podíamos mantenernos de pié… No quiero recordar este último tramo infame, solo recuerdo que escuchaba una voz leve muy lejana –…el Tropelito, se nos va, no responde… ¡ayúdenle!... mi  cuerpo no lo sentía, mi mente aterida tenía como imagen el regazo de mi madre y a mis hermanos jugando en las verdes chacras de la casa…

Por misericordia de Dios y de la Virgen llegamos al refugio de los gendarmes al oscurecerse, estos no estaban, se habían retirado de la montaña. Allí encontramos una veintena de arrieros de otras majadas, que al igual que nosotros, habían buscado protección en ese lugar, pero con tres días de antelación. El encuentro fue un intercambio de llantos y felicidad, nos contaron de sus desgracias padecidas; que los pocos animales en pié se juntaron con otros ganados sobrevivientes y buscaban hacia los campos de Barreales de la Provincia de San Juan.

El refugio El Molle, era una construcción de piedras de unos cuatro por ocho metros, con techo de zinc que parecía romperse con las granizadas.  Se le adosaba una rancha  de cocina de cuatro por tres y unas caballerizas corrales para un par de mulas, conforme a las necesidades de las patrullas de gendarmes.  Cada uno de los arrieros se acurrucaba a su manera en sus pellones, los enfermos y heridos tenían prioridades en el piso, los otros solo  trataban de descansar como fuere. Se compartía el poco alimento existente, de los animales congelados se extraían lonjas de carne y se colgaban ahumándose en la cocina, había café, azúcar y unas galletas de pan duro. Los mulares los soltamos a su deriva, como lo habían hecho los demás arrieros.

Lo más preocupante de todo, era la salud y lamentaciones de varios arrieros, tenían sus pies heridos y su vista cegada, no soportaban ver un cruel horizonte blanco, la nieve les quemaba como brasas en carne viva… Ellos, permanecían acurrucados y desolados sin avistar la claridad del día. Por la noche, se entregaban sin freno a su tormento, se escuchaban gritos y llantos despiadados, quejidos y murmurios de rezos sin respuestas, era un velorio tétrico y desesperante, mientras las granizadas contagiadas por el llanto rompían el techo de calaminas.

El invierno del 1982, fue uno de los más lluviosos y largos que se recuerde para la cuarta y tercera región. En Combarbalá, sólo en tres días cayeron más de doscientos mm. El pueblo permaneció aislado más de tres semanas. Los caminos se cortaron y las lluvias caían cada fin de semana. Hubo de hacer puentes aéreos con helicópteros para abastecer la población. El camino hacia Santiago desapareció entre Canela y Los Pozos, hacia Punitaqui la Quebrada Grande y la cuesta  de Los Mantos no dejaban pasar, y por Monte Patria la quebrada de Cárcamo había arrasado con la ruta. Las autoridades de esas regiones, decretaron alerta roja de emergencia.

Las pobres familias de los arrieros, desesperadas, al ver que no volvían de las veranadas y ante el prematuro y fuerte temporal acaecido en el altiplano, pusieron en alerta a las autoridades. Los últimos cabreros que alcanzaron regresar dieron cuenta del estado de la cordillera. Por ellos, se estaba al tanto de los arreos rezagados en Argentina.

Cuando empezó el temporal hubo intentos con helicópteros pumas de rescatar a los arrieros de la Provincia del Elquí,  los del Limarí y Choapa no tuvieron la misma suerte. El tiempo no les permitió seguir con el rescate, las nevazones llegaron muy temprano y no se pudo continuar con los sobrevuelos por el lado chileno. Sin embargo, hubo comunicación con las autoridades de San Juan, se les dio cuenta de los arrieros que había quedado atrapado en las cordilleras argentinas. Fue entonces, que el gobierno trasandino hizo todo un operativo por tierra y por aire dando resultados solo treinta días después de iniciado el temporal.

Las radios locales de la región, todos los días transmitían los infructuosos intentos por ubicar a estos arrieros. Sus familiares estaban muy angustiados, día a día les rezaban a las vírgenes de La Piedra y Andacollo para que protegiera a estos arrieros y se les encontrara con vida, entre ellos, mi madre.

Al cuarto día, en el refugio, empezó a escasear la leña y los cereales, sólo teníamos carne de los animales congelados que ya nos resultaba difícil digerir. Durante la sexta noche ocurrió una desgracia, un aluvión que bajó de la montaña inundó con medio metro de agua y barro el refugio. Por suerte, alguien desde la cocina logró percatarse, ante el ruido ensordecedor del rodado, y, dio gritos de aviso para que se levantaran. Nos pasamos toda la noche construyendo un altillo con mantas y cuerdas, para dormir colgados del techo como murciélagos, ni te cuento como se sentía el zinc a medio metro de tus oídos. Valía la pena prevenirse, el aluvión podía volver y con más fuerza a pesar de que el refugio estaba construido en un lugar estratégicamente seguro. Yo dormí, sentado en mi montura, la amarré a las vigas del techo como un columpio. Desde esa noche y las siguientes, dormiríamos con la luz encendida, las noches parecían velorios, nos amanecíamos dormitando entre murmurios cortadores de la noche, escuchando tos y ronquidos...

No era fácil la convivencia entre todos los refugiados, los primeros días eran soportables pero después de veinte días de nevazones y lluvias, los ánimos y desazón se hicieron notar, y las heridas por las quemaduras de la nieve se alimentaban y crecían como lepra. Los menos, los más avezados prometían que en cuanto escampara arrancarían rio abajo hasta Barreales, no obstante al día siguiente y sucesivamente los vientos soplaban más fuerte y nadie se atrevía sacar la nariz  fuera del refugio… Una simple radio onda corta nos sacaba de la introspección,  nos abstraía del infierno, entre chirridos tomaba un rato al anochecer. Escuchábamos unas milongas y muy poco se hablaba del temporal, la noticia más gratificante de ese medio argentino, fue que Chile estaba clasificado para el Mundial de España.

Mi patrón, poco se movía del fuego de la cocina, permanecían mateando con El Huaso día y noche y dormían cortos espacios de tiempo sentados sin abandonar su lugar, al parecer, estaba más preocupado del destino de sus animales que el de su propia suerte, se le veía cabizbajo.

Lo positivo, la actitud de los cocineros, estos no faltaban y los fondos con caldos sin verdura sobraban… Añorábamos un buen cocho guisado y un trozo de queso. –Bueno, tendremos que pasar todo el invierno aquí-, se reían los más pelusones.

Después de veinte y tres días de temporal, logro escampar un día y ninguno de nosotros insinuó ni siquiera intentar salir. Al mirar hacia el horizonte, se entreveían  enormes montañas blancas convertidas en témpanos, eran infinitas y sin límites, comunicadas entre sí en complicidad con el susurrar del viento, nadie querría dejar sus huesos en esa inmensidad mortal. Al segundo día sin tormenta, a eso del medio día, se sintió como un milagro el ronroneo de un motor a la distancia, jamás de por vida se borrará de mis oídos, se trataba de un helicóptero que irrumpió quebrando la montaña en ruidos ametralladores, sin duda avistó el humo de nuestro refugio, sobrevoló dos o tres veces sobre nosotros y se marchó… el tiempo de espera fue eterno, entre alegrías y llantos, no puedo explicar la sensación de salvación, -¿…si no volvían?...

Alrededor de las tres de la tarde volvió un helicóptero del ejército más grande y dejó caer tres bultos paracaídas cerca del refugio, corrimos hacia ellos, eran pertrechos de guerra; alimentos, medicinas y ropas térmicas. Lo que más nos alegró fue la ropa seca y abrigada, la comida y medicina traían sus instrucciones en las raciones, por lo que cada cual, y poco letrados, se atendió a su manera. Había una nota que me toco leer, decía: “Los rescataremos por tierra pronto, por las inclemencias y topografía no podemos aterrizar…” Y así fue, por que las borrascas de vientos continuaron amenazante tan pronto el helicóptero providencial se marchó... Pasaron seis días más, sin lluvia, y llegaron por tierra abriendo el camino hacia el refugio, dos bulldozer barrenieve y tres tanquetas blindadas del ejército Argentino. Sin perder un segundo nos bajaron hasta el pueblo de Barreales y  desde allí nos trasladaron en camillas al hospital de San Juan, en donde permanecimos cuarenta y cinco días más…

Los ocho arrieros que iniciaron esta historia y soportaron el Infierno Blanco, una vez que  se les dio el alta en el hospital de San Juan no pudieron regresar de inmediato a Chile por tierra, los pasos fronterizos permanecieron cerrado casi todo ese invierno. Y, a pesar de disponerles traslado en avión,  decidieron  quedarse escondidos  en las cercanías de Barreales, a excepción de Tropelito que tomó el primer avión de regreso, tuvo la oportunidad de conocer  fugazmente Mendoza y Santiago. Fue recibido como héroe a su llegada, sobre todo por sus compañeros del Liceo.

Los arrieros mantuvieron comunicación con sus familias y Tropelito fue el nexo de los contactos vía cartas enviadas directamente al correo de Barreales.

Al paso del tiempo, se les vio deambulando a los arrieros chilenos por los llanos de Barreales, por las Tamberías, Calingasta y Las Juntas, buscaban el ganado sobreviviente. Su amor a los animales, a la montaña y a la libertad les llevó a tomar esa opción. En un principio caminaron errantes, más tarde se les avistó bien montado en caballos alzados. Bajaban de cuando en vez a vender quesos y comprar víveres al pueblo de Barreales.

En la medida que el invierno se retraía lo mismo que las nieves, los ríos con los deshielos aumentaban su caudal cortando los pasos, sin embargo, los arrieros ascendían hacia la montaña arreando ganado. Nadie se explica cómo sortearon los ríos Los Patos, Colorado y Blanco, se presume que cruzaban el ganado a puro lazo tirando al piño arrastrado por la corriente del agua. Y fue así, arreaban hasta una orilla aguas arriba de un vado, empujaban los animales al agua y en la orilla opuesta esperaban la correntada y los laceaban, con un gran porcentaje de acierto.

Al inicio de la primavera se les vio en el El Sepulcro de la Ollada, cerca de la cumbre del cerro Mercenario bajando animales alzados y multiplicando su ganado en las cimas de la montaña. Y ya de regreso, continuaron su travesía por  El Pachón y Los Erizos, cruzaron el límite chileno – argentino por Pelambres, bajaron el cerro Las Totoras para descolgarse por el río Illapel hacia las cordilleras chilenas.

A fines de diciembre del año 1982 se les vio cruzar el río Huentelauquén hacia el norte por Canela dirigiéndose a los llanos de la costa hasta el fundo de Peñablanca. Dejaron el grueso del ganado bobino y caballares en ese lugar de la costa y volvieron con una parte de los animales pequeños a Pama, después de catorce meses de su partida. Llegaron al fundo Las Piedras en donde arrendaron un par de años sin volver nunca más a la montaña de Los Andes. Tropelito les visitaba de cuando en vez  y comentaban largas horas mateando la travesía del Infierno Blanco. Y, entre animadas charlas en la apacibilidad del campo de Las Piedras, don Armando a su avanzada edad soñaba con volver a la cordillera y contemplar las juntas de los enormes ríos argentinos. El Huaso continuó cabalgando en solitario por las altas montañas sin detener jamás su espíritu de libertad, mientras que a Tropelito le desvelaba su futuro, le esperaba su primer año de universidad.