martes, 21 de septiembre de 2010

LA NOCHE QUE DESPERTARON AL CONDE

1810  LA NOCHE QUE DESPERTARON AL CONDE


Por, Clenardo Zepeda Cortes

 
Recuerdo:

Santiago, septiembre de 1810, los días previos a esa noche, se venían sucediendo acontecimientos entramados, envueltos en complicidades impacientes que terminarían por escribir nuestra historia, historia que cumple doscientos años.

Noches de misterios, de calles aún humedecidas por las lluvias de agosto, de un  invierno largo y frío, de un invierno prolongado, aferrado en los tapiales sombríos convergentes en las esquinas de una cuadra cualquiera. Noches de brumas envolventes, espesas, ocultas en los contrafuertes blanquecinos de murallas altas y tejas colgantes. Brumas cuajadas en lloviznas abstractas, reflejadas en brillos sobre los adoquines de piedras frías arrancadas de las canteras del Huelén. Adoquines aristosos y sonoros, resbaladizos de trajín, convertidos en mosaicos,  en máscaras de calles desiertas de una ciudad de 269 años.

Calles despertadas, por ruedas de coches, por hombres ocultos en umbrales sombríos, por “Serenos” nerviosos e impacientes de un turno que no termina. Calles despertadas por las tenues luces de los faroles públicos, muy ajenos a la falta de luz en rincones y cornisas oscuras, muy distantes de los portales trancados de las grandes casas solariegas…  De cuando y a lo lejos, los anuncios del Sereno coreados por aullidos de perros angustiosos ponían las notas de vida a esas calles santiaguinas.

Recuerdo, la noche del día 12 de ese mes… no muy distinta a las anteriores, en cuanto a la bruma y el frío penetrador y amenazante, transportado desde la cordillera por esas ventiscas tardías del viento puelche. Sin necesidad de adivinarlo, un presentimiento calaba a los habitantes de ese Santiago colonial y, su Alcalde don Agustín de Eyzaguirre, custodio de la ciudad no estaba ajeno a los rumores y presagios recogidos al atardecer. Tan pronto, los tenues faroles se encendían para espantar ya las espesas sombras crepusculares y cuando los últimos rojizos y pasmados rayos de sol se perdían en las cumbres nevadas del cerro El Tofo, como última ofrenda diaria a los sacrificios humanos, los Serenos nerviosos, cuchicheros y orejudos al rumor incierto, con menos voluntad que lo habitual, encendían faroles y replicaban de cuadra en cuadra la hora y sin novedad…

A medida que entraba la noche, los fríos ganaban espacios envolviendo las penumbras, las calles abstractas y sórdidas amasaban brisas de peligros y cambios… coches apresurados desaparecían hacia los tajamares del Mapocho dejando atrás las raquíticas luces convergentes de ventanas y portales. Los cascos de los caballos, en  principio, ruidosos y fuertes sobre los adoquines, se deprimían como la llovizna sobre esas piedras. Los caserones amurallados, por algún espacio del tejado desprendían humos abanicados, perdidos, envueltos y sentenciados por la niebla de de la colonia. Sus fachadas alineadas con sus puertas trancadas y ventanas enjutas ocultantes de miradas anónimas de personas, expectantes al miedo, a la muerte… a la libertad.

La Guardia del Cabildo rondaba las calles, dividida en pensamiento y fidelidad. Algunos, inconcientes sucumbían a su patriotismo, doblaban sus rondas en la cuadra de la  Merced, entre la Plaza de Armas y San Antonio. En las esquinas de la Plaza, grupos minúsculos de bandos contrarios, ocultados a la usanza de rotos, observaban atentamente los movimientos de entrada y salida de la Mansión de los Toros, actual Casa Colorada, centrando toda la atención y esperanza sobre los pronunciamientos del interino gobernador. Los Serenos y Guardias coludidos con aquellos bandos, bajo sus ponchos disimulaban sus armas, no las miradas cambiantes de odios y complicidad.

Recuerdo, al Conde, su salud maltrecha, cansado por el andar de los años, sus ojos clavados en algún espacio de su propia alma, su mente perdida en el regazo de la redención… ajeno ya a la contingencia política, apartado de lo que no buscó… ajeno al bullicio, a la exaltación juvenil, no entendía los espacios ni los tiempos, solo su sabiduría lo haría actuar. A sus 83 años y con su apostolado de “Conde de La Conquista” a cuestas, le corresponde a Don Mateo de Toro y Zambrano, decidir sobre los destinos de esta Capitanía General de Chile. Soporta, mañana, tarde y noche las presiones de españoles y criollos… desfilan a su casa un sin número de personajes diciéndose representantes de las más importantes instituciones; del Clero, Real Audiencia, Cabildo entre otras, si hasta sus propios hijos se abanderaron en bandos contrarios apelando a una decisión a favor de sus intereses políticos y hereditarios.

Don Mateo, ausente, agotado del frío reinante, entregado a los cuidados de su esposa doña María Nicolasa de Valdés y de la Carrera, fiel  a su rol de compañera y matriarca en las decisiones hogareñas.   Que distinto era aquel hombre, cuando en Pardo el año 1770, a 6 días del mes de marzo, por real cédula el Rey Carlos III de España lo nombraba “Conde de la Conquista” y es más, le daría la condición merecida de “Pariente” por ser un criollo noble que alcanzó los más altos reconocimientos.

Fue así, que días tras día y noche tras noche, la mansión de los Toros era un ir devenir de personajes para tratar de convencerlo.... los espías en la calle Merced aumentan, el Cabildo dobla las guardias, los Sacerdotes dejan sus templos, las Monjas dejan sus claustros y acuden invocando a Dios para evitar la formación de una “Junta” y mientras más tranquean las personas el anciano entra en claridad a su juicio y mientras el no decide, el pueblo criollo entra en tensión y los españoles en exaltación… los bandos se preparan para la eminente guerra civil… las armas bajo el poncho ya son parte del atuendo.  

Recuerdo, septiembre 12, la noche estaba urdida de presagios, la calma era incierta, los Serenos callaban sus voces, las guardias apostados a los contrafuertes de los tapiales, los coches escasos y cadenciosos, los faroles amarillentos y quejumbrosos del frío envolvente, aullidos escasos y ocultos en una noche que se hacía larga e incierta…  El alcalde Eyzaguirre, preocupado y sin mas oráculo que su instinto, decide por  si mismo hacer una ronda nocturna oliendo las pólvoras de la guerra. Al poco rondar por las calles, descubre a varios españoles parapetados en el cuartel de artillería, al tiempo que se escucha una vos lejana “¡…las dos y andaba sereno…!”, sin importar la hora, sobresaltado, agitado e invadido por el miedo al horror, decide acudir a la casa del Conde, y a pesar de la oposición de su familia a negarle su entrada, por el estado de salud de este, logra entrar y ser recibido por don Mateo en sus aposentos.       

El Conde despertó, puede pasar…  una vela amarillenta y raquítica fue testigo de esa inesperada reunión y ante la exaltación del Alcalde y un sorprendido Conde, despertado de su sueño, con una salud convaleciente y prevaleciendo su sabiduría ante el estado reinante de la ciudad, accede a convocar a una “asamblea” en donde estén representada todas las organizaciones.

Recuerdo, septiembre 13, se reúnen en la casa del Conde, miembros del Cabildo, Iglesia, Real Audiencia y vecinos influyentes y después de acaloradas exposiciones se aprueba convocar a un “Cabildo Abierto para el 18 de Septiembre”, de inmediato se redacta una esquela de invitación para algunos vecinos, y se encarga  su impreso, en una vieja prensa de la Real Universidad de San Felipe.  Lo demás está en los libros de nuestra historia…

La noche que despertaron al Conde, despertaron las conciencias y nació una patria libre, no exenta de sacrificios, pero somos libres y hemos cumplido doscientos años…  ¡Viva Chile!.