miércoles, 8 de agosto de 2012

EL PIANO DE LA ESCUELA AMÉRICA



                          EL PIANO DE LA ESCUELA AMÉRICA                    
                                             

 Por, Clenardo Zepeda C.

Al escuchar ese viejo Piano, en la fúnebre misa de réquiem en despedida a un recordado Amigo, en la Parroquia de San Francisco de Borja, las notas mortuorias, negras y secas reventaban la caja del Piano y retumbaban sobre las paredes anchas y amarillentas del templo. En conjunción los presentes, por la misantropía del funeral no dejaban de envolverse en los acordes de las cuerdas golpeadas con desprecio a la vida y reavivando el triunfo de la muerte.

Cuando las notas arrancaron fuertes, arrastrando el alma al más allá, llevándola con los sones del arrebato a esa dimensión oscura y misteriosa, como el viejo Piano lo anunciaba, no pude evadir ese recuerdo persecutorio de sones que por años he llevado a cuestas y que rallan en el abismo de la incredulidad, misterio y desazón. No pude evitar el recordar el “Piano de la Escuela América”.

Salimos de la misa, compungidos y acongojados de aquél réquiem tan verdadero para su sentido y caminamos con la pesadumbres de cargar a un hombre hasta el Cementerio Parroquial. La tarde era de un otoño empalidecido, inercial y amarillento. Las hojas de los árboles los abandonaban como si éstos se desnudaran de ellas. El silencio era tristeza, la despedida lo era aún más.

Aquel domingo de mayo de vuelta de las exequias, desde que el crepúsculo insinuó las primeras estrellas nocturnas, me retiré al silencio de mi lecho con un insoportable dolor de cabeza, aquejado por el funeral vivido que a mis años pudo ser el mío. Pero sobre todo, me quedo bamboleando la música del Piano, no me daba tregua, al extremo del fastidio, cada nota se repetía en mi mente, sin tiempo y sin salto. Traté de dormir, pero me sumió el recuerdo y volaron por el aire los primeros pentagramas que esbocé al escuchar el Piano por primera vez y luego vino una sucesión de recuerdos hasta el aturdimiento, vencido por el cansancio de mi viejo cuerpo.

He aquí viene mi recuerdo: en mi adolescencia, un día de marzo, cuando llegué a internarme por primera vez a la Escuela América, había dejado las sábanas de mi hogar y durante esa noche me fue imposible dormir. Una suave música interrumpía mi sueño, me invitaba a mantener la atención en cada nota enarbolada por el silencio de un lugar desconocido. Sin duda, eran los sones de un lejano Piano y provenían de alguna sala del colegio. Alguien ensayaba esas venditas partituras y lo hacía prodigiosamente.

Con el pasar de las noches, las melodías se repetían inusitadamente y en horas de amanecidas, lo que me provocaba cansancio y hechizo, misterio e incertidumbre. Mis compañeros dormían plácidamente, sin reparar en lo que a mí me desvelaba. Un día pregunté a quien llevaba más tiempo en el hogar si había escuchado la música. - ‹‹deben ser los presos, ellos meten bulla y escuchan radio toda la noche›› -, me respondió. Mis dudas aumentaron, no me parecía; que mis compañeros no escucharan nada; ni que los reos pudieran tocar prodigiosamente a esas horas de la noche… pensé que podría ser algún  profesor afuerino de la jornada nocturna que se encerraba a practicar la música a escondidas.

El internado se ubicaba adjunto a la Escuela, por el lado poniente en la misma cuadra, tenía comunicación interna con ella a través del patio de la cancha. Su entrada principal, al igual que la del colegio, daban a la calle Pedro de Valdivia y, por la vereda opuesta, frente al recinto nuestro, estaba la Cárcel del pueblo. Por las tardes, pasábamos el tiempo en nuestras habitaciones sentados sobre los alfeizar de las ventanas del segundo piso, contemplábamos a los transeúntes moverse en las aceras sin prisa, rompiendo la monotonía de aquellos lánguidos atardeceres combarbalinos. Era costumbre diaria que los reos mandados por los gendarmes de guardia, salieran a comprar cigarrillos ó comestibles a la Calle del Comercio, en donde se une toda la gente del pueblo, otras veces salían mañana y tarde a barrer la calle, la mantenían hermoseada, regaban y le hacían tasas a los árboles e incluso limpiaban nuestra  vereda. Con ellos ya nos conocíamos en nuestra cotidianidad, intercambiábamos palabras, nos decían: - ‹‹¡buena cabros, están más encerrados que nosotros!››-, les respondíamos al tiempo varias frases incautas al límite de lo que la tolerancia nos permitía.

Los días transcurrían en el internado, entre vivencias de jóvenes estudiantes, no éramos más de treinta; jugábamos en la cancha, en los patios de la Escuela, corríamos por los amplios pasillos, nos escondíamos en las salas del segundo piso y de maldad tocábamos la campana a deshora adelantando la salida de la vespertina. Estudiábamos lo necesario en una pequeña sala de lectura, nos alimentábamos con una dieta humilde en los comedores del recinto y esperábamos ansiosos que llegase el día viernes para viajar a las diferentes localidades rurales en donde residían nuestras familias. El internado era solamente para  niños pobres, de los campos aledaños al pueblo.

Durante la semana, por las tardes, después que la campana anunciara el término de la jornada de clases, me gustaba recorrer las aulas vacías, en silencio del bullicio de los cursos primarios. Me llamaba la atención que en las puertas de cada una de ellas, tenían el nombre de un país de las Américas y estaban adornadas representativamente a cada nación, de allí derivaba el nombre de “Escuela América”. Mi sala preferida, se situaba al final del pasillo del segundo piso, en la esquina norponiente del edificio, desde allí, me sumía en mi espacio de contemplación y a través de los ventanales observaba la panorámica del pueblo. Eran tardes de un pueblo apacible, de un conjunto de casas con techos de zinc y fonolas, de calles simétricas con árboles medianos y luminarias de mercurio, de casas con arboledas y fogones humeantes, de ruidos de motores, de bullas de niños y ladridos de perros, era un pueblo normal, sumido en su vorágine de la vida.

Mis contemplaciones desde ese lugar no duraron mucho tiempo, mis bellos se crisparon cuando descubrí que en mi sala vacía, en un rincón, tapado con un roído cortinón, guardaron un viejo Piano negro, era el Piano del colegio. Mi curiosidad me llevó hasta él, mis pasos caminaron lentamente sobre el piso de madera acompasados por el rechinar del entablado. Observé pávidamente sus detalles y formas simples; su lacado negro trajinado por el tiempo implacable;  su teclado desgastado, golpeado por tantas manos fastidiosas y eufóricas. Fui otro curioso más y, deposité dos dedos sobre sus teclas de marfil, un silencio de segundos fue arremetido por un sonido fuerte, estruendoso y socarrón, aumentado en cientos decibeles resonantes por los ecos imparables del extenso corredor de hormigón sórdido y vacío del edificio, acusaron al intruso que osó arrancar una nota equivocada, a esa hora del atardecer.

Transcurrieron varios días desde ese encuentro, y el instrumento de teclas permanecía en silencio, prisionero en su caja de resonancia negra, amortajado con la pesada tela de lino que lo cubría,  en aquella sala vacía que dejé de visitar.

Me resultó interminable ese tiempo, cada día que pasaba me era imposible contener mis ansias de volver a escucharlo. Fue entonces que una fuerza impulsó mi alma redentora y sin dudarlo me llevó a liberarlo de la mortaja que lo ahogaba y, a pesar de la tembladera incontenible de mi cuerpo logré arrancarle el pesado cortinón, y en clamor al acto libertario, desplacé mis dedos sobre el teclado a toda su amplitud, respondió con los sones de una tenebrosa escala musical envolvente y sostenida en arpegios cadenciosos que me siguieron en mi apurado regreso al internado.

Aquella noche la música se desató con la claridad y fuerza de tenerla cercana, y desde ese día, cada noche tan pronto nos apagaban las luces del cuarto y en el lapso de entregarme al sueño nocturno, empezaban las primeras notas tenues de un adagio hipnotizador, me sumía en un miedo misterioso y las notas desafiantes del preludio de un vals aumentaban en suave vigor hasta concluir con la fuerza de una tarantela... En la música nocturna había puntualidad, se asimilaba a un concierto con rigurosas piezas musicales sin tregua hasta las doce en punto de la noche. Tan pronto callaba la última de las campanadas del reloj de la sala del hogar, la última nota del piano se desvanecía en un eco extendido, más allá de mis oídos, desaparecía en la mansedumbre de la noche, escondiéndose en los pliegues de los cerros del valle... Solía levantarme para despertarme de tal quimera, me mojaba la cara y trataba de conciliar el sueño, imposible, el martilleó de los sones continuaban en mi inconsciente, retenía los tonos, los repetía y volvían aflorar hasta que el sueño de la madrugada me vencía.

En cada noche que se iniciaban estos conciertos, me fui habituando ansiosamente a escucharlos hechizadamente, no me importaron los miedos y misterios que su proveniencia generaba. ¡Sí!, existía peligro y yo corría el riesgo precipitado de una demencia juvenil. Entonces no sabía, si temer o no temer a lo que me estaba pasando, a su vez me excitaba y sentía un deseo incontenible de escuchar los sones de ese Piano.     

Transcurrieron tres años de internado, mi personalidad de estudiante estaba adaptada y me desarrollaba en la medida de mi adolescencia.  Los conciertos se fueron distanciando, aprendí a identificarlos como tal, uno a la semana o dos en el mes, la música cada vez me era más hermosa y familiar pero no tuve el coraje de acercarme a ese lugar, tampoco le comenté a mis compañeros, era un hecho, ellos nunca habían escuchado nada. Así transcurría el tiempo… hasta que un día, la Escuela abrió el portón de la Avenida Oriente y entró un camión municipal para llevarse el Piano. Una cuadrilla de operarios lo cargó sin delicadeza y ante un atracón recibido desató un quejido musical de dolor. Lo había vuelto a ver, no me atreví a preguntar su destino ó si me lo dijeron no recuerdo, una congoja apretó mi garganta. Al marcharse el camión, el auxiliar del colegio apoyado en su escoba, con rabia murmuró –‹‹otra vez prestaron el piano, pasa prestao no mas, una vez lo tuvo un hacendado todo un verano y hasta en las trillas lo anduvieron desvencijando. Total, la escuela estaba cerrada para devolverlo, de esa manera se excusó››- este señor sabía lo que decía, estaba encargado de tocar la campana puntualmente en la Escuela y también la sirena de bomberos a medio día, me pareció que le sentía cariño al piano... Ese día de inicios de septiembre pensé que no volvería ver al viejo Piano.

En ese mes de septiembre, se esperaban con júbilo las celebraciones de las fiestas patrias, no pude restarme a ellas y acompañé a mis primas provenientes de Santiago a las fondas en la alameda del pueblo. Había alegría y algazara por todos lados y entre tanto bullicio emitidos de lugares discordes, escuché a la distancia proveniente de algún tugurio familiar algunas notas maltrechas pero inconfundibles, sin duda para mí, provenían de la resonancia del Piano. Volví a sentir la sensación de su profanación  por manos burdas carentes de consideración y, mientras paseábamos husmeando la algarabía de tanto concurrente, nos fuimos acercando a la fonda oficial de los Rotary Club del pueblo. Ya no me fue sorpresa, sobre un improvisado escenario compuesto por mesas escolares, en un costado de la tarima, al son de una conocida cueca, un músico enmantado de huaso y embriagado  por el fervor de la fiesta dejaba caer sus toscos dedos sobre las teclas arrancando ecos sonoros, deformes y sin ritmo, confundidos entre los tañidos de palmas, hüifas y zapateos de los bailantes. Allí, maltrataban, herían  las melodiosas notas escuchadas en el silencio de las aulas. Me detuve por un lapso observando el inconfundible  barniz negro y triste de mi cómplice de melodía y quise acompañarlo en sus sones agónicos…una voz de muchacha dulce me despabilaba de mi aturdimiento;  –¿te gusta la música?-, me gusta el piano, respondí... Al cabo de un mes, recibí de mis parientes santiaguinos una colección de discos de los grandes maestros de la música. Desde entonces, un viejo tocadiscos no dejaba de sonar mientras estudiaba mis cuadernos.

Le pregunté al auxiliar del colegio, después de semanas transcurridas si devolvieron el Piano, me respondió que sí, está en la sala de música, pero la profesora de canto dice que está desafinado y tiene que venir alguien  entendido del Conservatorio de la Serena. ¿Qué harán?, -por ahora llevarlo a la sala de los altos, donde los niños no se suban a él. Debe estar listo para las comparsas de los juegos florales del aniversario del pueblo-.

Divagué un par de días, pensando que jamás volvería a escuchar la música de las aulas y entrañaba esa envenenadora sensación musical irresistible. Durante todo un día anduve con un presentimiento, necesitaba reencontrarme con mi paz interior, requería de la música. Algo extraño se presagiaba… apenas se adormilaron mis ojos esa noche, cuando, como gotas de lluvias de octubre, de una en una y, lentamente se fue armando el pentagrama musical, mientras las suaves ráfagas de esa incipiente lluvia mortecina, cundían el alzamiento alborotado del teclado. Mi corazón se agitó fuertemente y me invadió una alegría indefinible, la música estaba de vuelta y me invitaba a la redención, esa noche no podía evadirme, la sentencia era mutua… Mis compañeros dormían, me levanté lentamente y me acerqué al pequeño patio que conducía al colegio, la lluvia de octubre inmaculada, con su velo de agua suave me apresaba… la música era triste y desolada, sin duda un concierto para piano y provenía de las aulas que daban a la calle Valdivia.

Identifiqué algunas melodías tristes de Chopin; se inició con la Marcha Fúnebre, luego Nocturno y Tristeza.  Yo paralizado, a punto de subir las escaleras de granitos que conducían a los altos de la Escuela, el amplio pasillo del segundo piso vibraba con esas notas agudas llenas de cadencia, de transparencia funérea… recordé a los míos aquellos que ya no están, y a mi edad sin admitirlo no entendía el por qué de ello, por qué nos dejan. Y, yo estancado, ensimismado bajo esa inesperada lluvia fría, en su mortaja de notas de agua… cuando arremetió Beethoven con la 5° Sinfonía, la música me llamaba, apuraron mis latidos, mis sentidos y pensamientos se endilgaron al compas de la llamada, mis pasos por aquellos pasillos desolados se indujeron aquel concierto, entonces al ritmo de la sinfonía vencí cada uno de los catorce peldaños que me llevaban a la verdad. El viento nocturno me empujaba al abismo penetrante del concierto, mi caminar fue al ritmo de la música que golpeaba sobre los cristales de los ventanales semi abiertos. El miedo me inundaba pero fue más el hechizo, fue más…, me llamaba urgente la 5° Sinfonía y corrí hacia ella hasta detenerme frente a las puertas del aula del Piano y permanecí paralizado escuchando por largo rato… Mozart con su sinfonía N° 20 me invitaba abrir las puertas y entrar. La música era perfecta, no solo piano, una sinfónica completa de sonidos graves y agudos aturullaban el aire, violines y vientos limpiaban el aura de la noche al son del inequívoco Piano.

La música acompasada y arremetida por el viento achiflonado bailaba por los pasillos y aulas de la Escuela América. Entonces mi alma, con aquella sinfonía no podía renunciar a su magia. Me sentí parte de ella, cómo no ser uno más de aquellos que son parte de la sensibilidad, del sueño de la fantasía real, era la sinfonía N° 20. Mozart, estaba detrás de los maderos de una puerta, arrancándole las notas al viejo Piano de la Escuela, en el cual ensayaban a diario muchos alumnos con tanta inocencia  del que se maravilla con la impresión de un sonido. Su melodía era envolvente, como la lluvia de octubre despertando los ondulados pizarreños de la techumbre, o como la simpleza de un campesino internado que viene a sentir un concierto magistral dado por los espíritus de la Escuela. Estoy aquí escuchando lo que me entregas, lo que quieres enseñarme… Escuela que me cobijas, sanadora con tu enseñanza y protectora del miedo dame la fuerza y templanza para abrir esa puerta y entrar a la verdad… y de pronto un silencio tétrico y perdurador en segundos eternos para mi existir… Nada interrumpía la soledad, solo la suavidad musical del inicio del Réquiem de Mozart, para irrumpir intempestivamente con la fuerza atormentada de la despedida, y se acopla en el acto un coro fuerte y alucinado proveniente de ese mundo detrás de la vida. La muerte le ganaba a la vida después de tantas luchas internas que solemos tener, de sueños y esperanzas del día a día, de deseos incumplidos, de llantos no calmados, de injusticias injustas. La puerta me invitaba abrirla, mis manos no querían interrumpir la envolvencia de mis sentidos de mi posición inmóvil… las vibraciones de la fuerte música abrieron suavemente la puerta y, mi impresión se ahogó en terror al ver el Piano suspenderse en la amplitud de la sala, se desplazaba elevadamente sobre el piso de madera, las fuerzas del pentagrama le hacían danzar envuelto en cada sonata, sonada por él mismo.

Las teclas no paraban de martillar las cuerdas, el Piano estaba poseído por los espíritus de la música. Desde mi posición, absorto, un frío clavaba mis espaldas mientras esa caja negra musical danzaba agrandándose y achicándose como un fuelle al compás del sonido. Las partituras sobre el atril volteaban de una en una ayudadas por una ráfaga siniestra de aire que jugaba con todas las ventanas y puertas del colegio, las abría y las cerraba como fuelles alimentando con los vientos de los pasillos al gigantesco clavicordio llamado Escuela… luego vislumbré sentado sobre el taburete acariciando el teclado, danzando en el aire una figura hechizada vestida de alumno difusa, de no más de doce años, con la inconfundible insignia del colegio en su pecho, representándonos a todos, golpeaba las teclas con tanta magia que el mismo volaba por el aire en un adagio sin frontera… en él se representaba todos las fuerzas hipnotizadoras de espíritus sólos amantes de la música, era verse a sí mismo o todo el talento del alumnado reflejado sobre este genio infantil…

Entonces, las fuerzas me invitaban a sumergirme en un ahogo demencial, mi miedo fue más miedo, y al querer correr, de un estrellón cerré fuertemente la puerta, el piano calló estrepitosamente sobre el entablado y la figura del alumno difusa, me miró extrañamente sorprendido por mi presencia, me observo con curiosidad espectral y me invitó con una señal de guiño maléfico a tocar a su lado, no supe aceptar, presentí una invitación sin regreso, entonces golpeó la última tecla con fuerza endemoniada y echó a volar sufriendo la metamorfosis de un ángel a un demonio, y convertido en un tornado oscuro escapó rompiendo en estallidos un ventanal. Los vientos se suscitaron en trombas frenéticas y la música calló en un silencio eterno… entonces corrí y lloré ahogadamente. Me sentí culpable.
…Y en este día de réquiem, en despedida de mi amigo compañero de escuela, y después de tantos años no pude evitar el recordar el “Piano de la Escuela América”…  En la plaza de mi pueblo, al costado poniente, como testimonio de fe se construyo un banco de cemento con la forma del Piano. Allí permanece con su música petrificada, sumido en su hechizo bajo las sombras amortajadas de unos aromos centenarios.