domingo, 26 de junio de 2011

NOCHE DE SAN JUAN



NOCHE DE SAN JUAN

Por,  Clenardo Zepeda C


Noche de San Juan, de estrellas escondidas entre nubes negras, de lluvia copiosa, de viento intermitente y atmosfera húmeda, de ganado rumiante y  perros asustados… Los vecinos inquietos, inciertos, silentes acurrucados por la noche encienden sus calderos para ocultarse del frío… fluyen historias de San Juan, historias de gitanos, historias de bandidos, todas a medias, en voz baja, a veces en una prolongada sordina, expectantes como si fuera un velorio…

Pama Abajo 24 de Junio de 1750, día de San Juan Bautista... atardecer envuelto por un viento arremolinado, juguetón y siniestro, manifiesta su existencia en la atmósfera reinante pintando de acuarela el crepúsculo tardío y, empujando nubes aborregadas y brisas húmedas desde el norte hacia un cerco imaginario, circundado por cordones de montañas en donde reposan, se condensan y lloran sobre el valle de Pama

Atardecer escondido en su aparente mansedumbre, caído sobre los campos, las lomas y arrabales. Tarde de costumbre, de contrastes, de recogimiento y de silencio para los humanos, no así para insectos, aves y animales.  Los vuelos suspendidos e indecisos de las golondrinas de invierno, los cantos de los queltehues quebrantados y acusadores y, el relinchar de los potrillos anuncian el inevitable aguacero…  unos perros ladran metáforas indescifrables a cualquier elemento del paisaje, a seres extraños, al viento o algún aldeano en su arreo… otros bullicios de niños, aves y balidos se suman en concierto como para despedir los ajetreos de la tarde.

El valle de Pama, ubicado al poniente de Combarbalá, emplazado entre lomajes, senderos, quebradas y serranías dominantes de; un horizonte abierto, de brumas aplastadas en las estaciones frías y sol abrumador en los días largos.  Allí, de tiempos ancestrales las aldeas y caseríos reflejan los siglos, vislumbran la vida de sus gentes y su existencia en esta tierra. Su hábitat se confunde con ellos, su caminar en caminos y senderos estrechos, moradas construidas con piedras y barros entre paredones ruinosos y álamos añosos tronchados en aguadas secas a medio cerro, y álamos vigorosos esbélticos, vecinos de los sauces bebientes en las vegas del río.

La pequeña aldea de Pama, por esos años, bordeaba casi un centenar de personas, compuesta de pocas familias pero numerosas en integrantes, poseedoras de mucha tierra de secano y poca de riego,  aprovechaban pequeños potrerillos para siembras y pastizales, criaban ganado en la medida que le permitían los años y cada cierto tiempo la naturaleza desmembraba lo sumado.
Habitaban en chozas sórdidas; en piezas estrechas y oscuras, hechas con horcones de algarrobos y rellenadas con chilca estucadas con barro. Los techos de cañas de trigo o totora, renegridos por el humo rebelde que no respeta las troneras estrechas y deformes… sus puertas y ventanas quejumbrosas, ubicadas en posición este ó oeste, para eludir los vientos principales y aprovechar los rayos del sol, y se vislumbran a través de estas; los pisos de tierras disparejos y entre los rincones oscuros abultados lechos sobre camastros desaplomados e insuficientes para sus habitantes.

Aparte de la aldea, existen casas de majadas  ubicadas estratégicamente en aguadas pobres, al lado de potrerillos pedregosos llenos de malezas, de amapolas y espinos, cercanos al río o en acequias intermitentes, estacionarias y dependientes de aquellas nubes de aguas que hoy predominan en el arrebol tardío.

En esa tarde, desde la entrada norte del valle, por el Camino del Inca, se escucharon ruidos de cascos de caballos en un tranquear apresurado, herraduras chispeantes en fuegos fugaces fenecidos en el polvo del tropel. Un aldeano comentó:  –« ¡se sienten bajando los barrancos colorados, enfilando hacia el río por la Piedra de la Virgen!», las voces de los jinetes se distorsionaban en el aire; agudas, amplificadas, chirientas y quejumbrosas. Los ladridos aullientos de los perros auguraban miedo y misterio… los segundos se hacen eternos… el silencio es completo, estático y frío… –« ¡cada vez se sienten más cerca!», mientras tanto, el viento viene arreando nubes negras y cargadas para verterlas en una noche que se presiente maldita.

Aquel puñado de jinetes no era habitual para los aldeanos de la campiña, absortos en su pensamiento en aquella helada calma ficticia, les invadía un miedo indescifrable que sus mentes y cuerpos no podían soportar,  –¡¡bandidos!!, en sus razonamientos no podían ser otros,  por años y por siempre las historias de estos, habían asolado el valle, –¡¿y cómo no?! – si el valle era parte del Camino del Inca y, paso obligado para el tránsito entre Santiago y el norte hasta el Perú. Entonces para ellos les era frecuente avistar; el paso de caravanas de mercaderes, comitivas diversas, ejércitos y un sinnúmero de bandoleros y bandidos… Y, a pesar de la presunta cercanía de las voces, la oscuridad compleja en complicidad con las sombras de terrenos ondulados y el soplar arremolinado del viento, por mucho intento no podían vislumbrar a los visitantes…

Las sombras de los algarrobos abultados e inquietos se confundían con el espesor de las nubes amenazantes e inducían a siluetas prejuiciosas y tétricas que sumaban a la ansiedad reinante, y aquellos pobres aldeanos entre el desconcierto mental y latidos acelerados, buscaban en los claros de las fugaces nubes rojizas algún signo vidente o alguna explicación de aquellos extraños visitantes…

Sin respuestas definidas en aquel crepúsculo en retirada, el tiempo les parecía interminable y, mas aún,  el miedo tremolar se les conjugaba con una disimitud de ruidos; los  balidos de las cabras apiñadas a media falda del Quiscal, con los graznidos de pájaros nocturnos en las vegas del río y los rebuznos de los burros inquietos que anunciando una acelerante lluvia buscaban refugios en los potreros de Calderón, al oriente de las Piedras Blancas… los perros con sus aullidos lastimeros pasaron a un segundo plano y, solo las ráfagas de un frío viento de invierno les recordaba a ellos que el peligro persiste…

– « ¡Vienen por la revuelta de la Madrina!» – (a cuarto legua de la aldea) – sus voces son más claras y sus conversaciones son más amigables…  – « ¿serán bandidos? »… – « ¡traen mulas cargadas y no es tiempo de arreo! », – respondió otro.  Pero en la lontananza del ocaso no se distinguen muy bien las siluetas, y sin parar en plena marcha, los bultos súbitamente enfilan hacia el río bajando a los Barrancos Plomos y, allí en ese trance al bajar por la cima de la ladera y enfrentados al espejo crepuscular del cielo se pueden distinguir las figuras de unos diez jinetes y cuatro mulas de tiro.

Se detienen y desmontan en las vegas del río, dan de beber a las bestias y descansan fatigosamente. Murmuran diálogos diluidos en ecos sonoros que rebotan en las faldas del Usillar… Los ecos parecen suspenderse agónicamente en las quebradas, no el frío de la tarde. De pronto, dos jinetes montan y emprenden camino hacia la aldea. Los ladridos se reanudan y la inquietud trémula vuelve instantánea en los habitantes…, – « ¡se acercan, no hay caso debemos enfrentarlos! » – exclamó un aldeano.

Era inevitable, los cascos de los caballos resonaban en aumento por la quebrada cercana, azuzados por la complicidad del viento noroeste que enarbolaba ráfagas tenebrosas.  Algunos de ellos, ingenuamente cogieron unas trancas de madera y otros más avezados se ubicaron estratégicamente al lado de unas horquetas y rozones. Todos expectantes a cualquier enfrentamiento, todos unidos en un mismo pensamiento… aquellos intrusos no se detenían y venían de frente al tumulto aborregado y, ellos al ver esas figuras al alcance de la vista, como salidas de un manto de niebla pudieron apreciar la uniformidad de ellas, en efecto; vestían uniforme de soldados realistas y sin duda eran parte de un batallón… los suspiros y las ¡gracias a Dios! escaparon a un tiempo de los villanos. Los respiros a media pausa y los murmurios soterrados eran elocuentes. –« ¡Yo les dije que eran soldados, desde que aparecieron por la regüelta!»  – exclamo uno, enrostrando al resto. A lo cual con tonos unísono varios respondieron refunfuñando sin entendimientos, como en un acto de liberación de tensiones y de los vahos acumulados en sus cuerpos.    

– ¡Muy buenas tardes señores! – habló el capitán:  – «…venimos desde la Serena, por encargo y mandato del excelentísimo Gobernador del Reino de Chile Don Domingo Ortiz de Rozas y vamos en marcha hacia las tierras del Marqués de La Pica», – y continuando el capitán – «nos hemos detenido en este valle de Pama a pernoctar y, como de costumbre nos hacen saber los emisarios, nos hospedaremos en la posada de su merced Sra. Salomé Isidora de Zalamea, distinguida dama de la Provincia de la Serena del Reino de España, a quién buscamos hoy…».
  
Ante el asombro y silencio de los lugareños por la existencia de tal distinguida dama, los uniformados complementan la pregunta:  – «la posada en mención se emplaza en el solar que se ubica al oriente del río, deslindando con este, entre las aguas que corren entre las pozas de Don Pedro y Don Ramón»,  – y el soldado continúa describiendo el lugar buscado. – « el solar tiene arboledas, mucho forraje y caballerizas que pueden abastecer un ejército de dragones de nuestro rey Fernando VI…  doña Salomé  nos ha preparado un recibimiento y nos espera antes del anochecer ».  Más atribulados y confundidos aún el puñado de vecinos, por la búsqueda de esa señora resaltada por el misterio puesto en las palabras de estos visitantes y, viendo la oportunidad de deshacerse de ellos un aldeano llamado don Abelardo de Zepeda marrulleramente respondió nervioso. – « ¡sí su merced, yo sé donde es¡ » – y ante el asombro de los demás, y creyéndose más panudo que el resto y, ante la adversidad y el miedo le salieron las palabras oportunas o inapropiadas. – « ¡Su merced, en donde están vosotros apostados avancen dos cuadras río arriba y encontrarán las pozas profundas como para bañar yeguas!...». Después de otros diálogos, en donde comentaron que la misión encomendada era llegar a las tierras del Marqués para fundar una villa (actual Illapel), y sin mencionarse mas el nombre de Salomé, dieron las gracias en nombre del Gobernador y ante el atisbo de las primeras gotas de aguas que empezaban a caer, voltearon sus caballos y se perdieron en las oscuridad de la pronta noche embebida...

Una vieja vetusta, flaca y chica con aire matriarcal que ya no podía contener su lengua zampoñosa  exclamó: – ¡por la santísima Virgen de Andacollo van a la casa de la pobre Jacobita! – ¡cierto!, comentó otro – ¡es la única majada de aquí pa’rriba cerca de la laguna! Y ante la suma de lamentos y comentarios, dos o tres hombres, incluyéndose “Abelardo”,  avanzaron  al sur a media cuadra de la aldea,  con sus oídos muy azuzados para escuchar los pasos del piquete… – ¡sin duda!, – enfilaron río arriba, parecían contentos; silbidos, risas y relinchos que al pasar de los segundos se desvanecían más y más ante las ráfagas aborrascadas y el tupido gotear persistente de la lluvia ya desencadenada.    

Doña Jacoba del Rosario, una señora de indescifrable edad, no menor a unos sesenta y tantos años, bastante para la época, de una estatura respetable que aunque corcovada por los años era superior al de los hombres de la vecindad; de rasgos agitanados, de  facciones tristes, un rostro envuelto en una piel de arrugas y, notase bajo un pelo ceniciento su nariz perfilada y sus ojos idos por el hambre o por un estado mental que perpetua la mirada en un infinito inexistente.

Sus manos grandes y cadavéricas mostraban sus dedos suspendidos en tendones descarnados como los de su cuello largo, uñas gruesas y resquebrajadas amarillentas y renegridas por su ajetreo cotidiano. Su caminar cansino sin prisa sin rumbo, sin tiempo, conjugaban una silueta plomiza apoyada en un bastón desaplomado cortado de una rama de chañar. Sus ropas descoloridas, sucias y roídas denotaban unas blusas y faldas largas que, sumadas unas sobre otras envolvían su cuerpo esquelético. Una faja harapienta sobre su cintura, no podía ser obviada, ante la costumbre repetida de acomodarla con un disimulado movimiento. Completaban su atuendo, unos zapatos entaquillados deformes y rotos por el uso, un viejo chal sevillano de percala blanca que era su mayor tesoro de su reminiscencia y, un pañuelo en la cabeza de colores chillones que ocultaba parte de sus trenzas de varios días mal hechas y trasnochadas.

A pesar, de su mente perdida en lagunas de abismos, en sus cimas de corduras brotaba la elocuencia de una voz fina y elegante, con sones melódicos andaluces españoles. Sus diálogos breves, no de tiempo, desprendíanse de sus palabras un pasado parisino de salones y tertulias señoriles. Sin embargo, nunca menciono ni habló de su pasado, parecía que tuvo la voluntad de desterrarlo, de erradicarlo de su pensamiento y de su vida. En su viejo archivo reflejado por los años, denotaba la perdida de su esencia. Como si alguien había robado su ser, como si un espíritu endemoniado la hubiera poseído y no le dejaba refulgir su alma angelical, no mostraba sentimientos de amores y odios, solo le quedaba un comportamiento reflejado en su actitud afable. Su presencia, trasmitía a los demás claramente un nimbo melancólico, su mirar  describía en sus ojos un presente ausente y un futuro sin sentido… un alma entregada.

La anciana Jacoba, cuando su salud le permitía, solía de días por medio visitar de una cada vez y no más de tres casas de la aldea. Su frecuencia de visitas, era para aquellas familias en donde le trataban con respeto y le servían una hogaza de pan, un trozo de queso y leche cuando la temporada lo permitía…, su miseria era hiriente…, el hambre le hacía salir de su hogar y visitar a estos vecinos…, probaba muy poco de lo servido y de costumbre los restos los guardaba entre los pliegues de sus ropas y, a pesar de su misteriosa personalidad la gente le tenía cariño y compasión, su condición personal y su aura nimbada sobre lo terrenal le destacaban su ser, su ser no era común.

En su rancho aislado y desmenguado, se destacaban grandes algarrobos esparcidos, abanicados y diseminados en su campo, con sus resinas negras y espesas en el día y las sombras negras y abstractas por las noches, que al silbido del viento y al graznido exacerbado de los guaydaos conturban al labriego andante que pasa por esos caminos después de cumplir su jornada en los surcos melgados… Cercano a las higueras agazapadas y remolonas, contrario al viento norte, existe un gran algarrobo, centenario grueso y curco, de él, hoy en día, solo queda su tronco resquebrajado y algunas ramas famélicas escasas de púas y hojas lagrimientas, aún testigos de esta historia.      

Y fuera de los deslindes de los potreros de Jacoba, en el campo abierto, en la lontananza del valle, como una fiel composición armónica de aquella tarde de invierno se visualizan; los cerros, arbustos, cactus y piedras en tumulto, adormilados y acompasados, esperando arropados el manto gélido de la oscura noche de San Juan.

En ese atardecer oscuro, de aires viciados de humos inmóviles y densos hasta la angustia, aires rancios agazapados en los suelos húmedos, imposibilitados de escapar del peso abrumador de las monstruosas nubes negras que llenaban lo recóndito, llenaban el infinito. Los aldeanos tumultuosos empezaban a inquietarse y preparaban los camastros para los más pequeños, se proveían de leña y ponían al resguardo sus pocos granos cosechados, aseguraban ventanas y puertas y corregían inútilmente algunos techos de cañas desplazadas, en espera de la lluvia…

Cuando empezaron las aves en bandadas a volar en remolinos, inquietas, exclamando entre voces estridentes y desesperadas, y las vacas lanzando bramidos angustiosos y, hasta los ratones buscaban sus cuevas sin rumbos, desorientados,  ante la alerta cierta de la naturaleza… Un ruido profundo nació de un estallido en lo más alto de los cielos o quizás de las entrañas de la tierra. Instantáneo recorrió los campos, se copió en los cerros y subió por las hondonadas, repitiéndose los ecos en las quebradas de Los Gatos y de Los Santos, alzándose al cerro Grande y hacia la Punta Blanca, y sin desaparecer el sonido retumbante en los oídos,  un segundo y tercer trueno arremetieron sin piedad sobre Pama… y en un contar de segundos, de improviso, la tierra se ilumina de poderosos resplandores cegadores de colores espectrales, relámpagos cruzan el valle zigzagueando, desafiando el magnetismo y la gravedad física. Rayos endiablados penetrantes rompen hirientes las nubes indeformables y éstas como cuan susceptibles de su virginidad, rompen en llanto… un llanto débil fino y copioso. Pero a los truenos le irrumpe el viento invisible, en trombas frenéticas, participantes en son de batallas. Otros truenos, alejados y menores caían en la cordillera, la cual blanca e iluminada mostraba ante tanta soberbia su belleza…

El viento norte fue cada vez más fuerte, envolviendo en sus masas calidas el arreo y consuelo de las nubes grises, entregadas irrumpieron en una lluvia desatada, en una conmoción inmensa queriendo vaciar toda su naturaleza sobre la tierra… una cortina de agua formaba un velo infranqueable, ruidosa, copiosa y mojada…

Alguien rompió el silencio y otros respondieron.  –…Cuando amaine la lluvia echemos un vistazo a la Jacobita…, – ¿le habrán hecho algo estos desgraciados?,   – ¡a lo mejor se fueron!, – ¡ojala Dios quiera! La lluvia no paraba, parecía tomar fuerza ante tanta desesperanza…

En ese instante, empapados por el aguacero y forzosamente venciendo el viento, volvieron de Combarbalá dos Jinetes de una majada cercana. Quienes al no poder continuar a su morada por las circunstancias, solicitaron alojamiento en la aldea. Relataron que habían ido a vender un piño de corderos y se habían demorado echándose varios potrillos de mistela en la chingana de don Blas.  – ¡Tremendo sustos nos dieron paisanitos! – comentó Abelardo. – Pensamos que eran los soldados godos. – Si no fuera por que nos gritaron por los nombres, otra cosa hubiese sido – les comentaban.  Les hicieron pasar a una choza, en donde en permanente vigilia estaban los hombres mas corajudos alrededor de una fogata. En otras chozas contiguas y más resguardadas permanecían los ancianos mujeres y niños con las puertas y ventanas bien trancadas. Luego de contarles a las visitas lo acontecido por la tarde; – « ¡ocurrió casi a la oración paisanitos cuando aparecieron!», y para romper un poco el hielo, los afuerinos aún entonados por el trago, sacaron de los costales de su aparejo, un garrafón de agua ardiente, que al escanciarse a la primera vuelta entre carraspeos guturales, en ningún posillo sobró nada. Por un momento olvidaron el aguacero mientras animadamente pasaban el frío…

En esos pequeños espacios de soledad que existían entre sucesivas nubadas de agua y ante los segundos reinantes del silencio se escuchaba una música lejana y atrayente, alegre e incierta de melodías solfeadas y acompasadas con los susurros del viento, con las goteras en los tiestos y el chispear del fuego. Música confusa, arremolinada, bella y esquiva.

Habían pasado unas tres horas de haber obscurecido, la lluvia las había echo eternas para esas familias de las chozas, por fin amainaba un poco, era un claro en la inmensidad de la noche, si hasta los leños declinaban sus llamas en los renegridos calderos. Fatigados y soñolientos, casi nadie había comido ni siquiera un mendrugo de pan, sus cuerpos no les había permitido…  

De pronto, súbitamente alguien pronunció: – ¡¿Escuchan la música…?!, – ¡Sí, y viene del rancho de Jacobita!, – respondieron otros. Entonces, uno de los afuerinos mas letrado que el otro, de apellido Talamilla, les comentó que al bajar por los desechos de la quebrada de Los Gatos se avistaban luces y una tremenda fogata en el rancho de ña Jacoba, como si fuera una gran trilla en pleno aguacero.  –¡Venaiga compadre Talamilla, ¿por qué no lo dijo antes?! ¡son los soldados enfiestados!... Algunos valientes envalentonados por el alcohol escanciado, se levantaron de las fogatas y se prestaron caminar hacia la loma separadora, entre la aldea y el rancho de Jacobita, en dirección a esa música lírica… mientras la tormenta daba un pequeño espacio de sosiego para aquellos improvisados y curiosos investigadores.

Mientras el resto en la aldea, se comentaba el propósito de los soldados de fundar la villa San Rafael de Rozas en los terrenos de la Hacienda del Marqués, donados al Gobernador Ortiz de Rozas. Uno de los aldeanos, descendiente de españoles, llamado José de la Huerta, relató que hace tiempo que andan con esa cuestión. Pues, en un viaje a la estancia de Quile, con su patrón don Alamiro del fundo de Pama, les escuchó en conversa de grandes hablar con los Jesuitas dueños de las tierras de Quile; – «…que el actual Gobernador no quiere quedar en menos y quiere imitar lo realizado por el Gobernador José Antonio Manso de Velasco»,  – ¡así es pues ganchos!, ese tal Ortiz, quiere fundar villas como de a lugar. –Y otro complementa el diálogo; – « creo que anda rejuntando indios y campesinos y los llevan de los campos a villas improvisadas y lo hace con la ayuda de los curas, y enseguida le plantan un curato, pa’ puro tributarle al Clero »…  – ¡Entonces los soldados decían la verdad!...

De los que fueron avistar a la Jacobita, entre ellos Abelardo, aún no volvían. En el intertanto, don José continuaba con otro relato; recordaba de haber conocido en un viaje a La Serena el año 1736, con el mismo patrón, a un capitán llamado Juan Céspedes y Carrión quien por mandato del Obispo de santiago Don Juan Bravo del Rivero, le mandó edificar una Iglesia parroquial en Mincha, la cual sería el segundo templo en el Reino de Chile de la doctrina Chuapa la Baxao de Mincha, y este capitán le había solicitado ayuda y contactos con los vecinos de Combarbalá, en materia de alimentos y carpinteros para cumplir con esta misión. –Y prosigue De la Huerta; no obstante, después de pasar mucho tiempo sin ver al capitán un día por la tarde, como el de hoy de 1741, llegó por estas tierras y nos comentó que iba a Mincha a iniciar los trabajos de la Iglesia, trabajos que todavía a este año no se han concluido. – Dice don José.  – «…Así es amigos, cada cierto tiempo aparecen comitivas de soldados a parar bandera por estos Lares, pero en un día de San Juan, es mal augurio…».

…Nos costó mucho llegar por la oscuridad y el barrial tupido por el agua, pero cuando alcanzamos la loma, a cuadra y media de distancia nos encontramos de súbito que el rancho de la anciana estaba convertido en una chingana, – ¡pero de esas chinganas gigantes compañeros! Una gran fogata divisamos al centro de la era para trillas y varios fuegos pequeños diseminados alrededor, –¡parecía como si un ejército acampaba con cientos de carpas iluminadas! y a pesar de que el agua nos rebotaba por el lomo, en ese lugar endiablado no caía ni una gota. – ¡Así era no más compañeros, ni una gota!, divisamos muchas siluetas de soldados a contra luz, danzando eufóricamente entre griteríos de voces de mujeres y músicas desentonadas por el viento… El rancho parecía agrandado como casa de remolienda, iluminado por sus contornos con lámparas de aceites y de sus interiores escuchamos el sarao con tonadas y joropos. Afuera, los hombres endemoniados, se desgañitaban a canto con mujeres alegres, hasta unas marchas de guerra se pegaban, y no le paraban a los trinques a vasos llenos, el vino corría como el agua… Entonces, decidimos volver por que el aguacero arreciaba demasiado. Y, ni siquiera nos dimos cuenta a la hora que llegó el grueso del ejército y hasta con mujeres incluidas. – «¿a lo mejor llegaron por el sur? ¿ó por Combarbalá?, – ¡venaiga la fiesta pa’ güena paisanos, y nosotros mojados como diuca!...  comentaron los cuatro enviados de regreso a la aldea, ante la tormenta nuevamente desatada y, a lo lejos la música desasida mantenía un ecualizador de solfeo variado.

El relato traído por esos moradores, no hizo más que aumentar los miedos y misterios, y en algunos casos cundió los ánimos exacerbados y angustiados de los más ancianos enfurruñados por el comento, hasta que uno se pronunció enérgicamente –¡esto no da pa’ más! – les trataron de locos desquiciados, – ¡¿…como es posible semejante barbaridad, ustedes no tienen consideración ni respeto por su gente?!...  el silencio fue calador y todos acusaron recibo del mensaje del viejo, se miraban trémulos en busca de una verdad que calmara tanta impaciencia.

Ya pasada largamente la media noche, los gallos ni siquiera chistaron su existencia, y a eso de las dos de la madrugada cuando ya en el momento límite de ser insoportable la ansiedad avasalladora del tormento, alguien más circunspecto y cuerdo que el resto dijo: –¿Vamos a investigar pariente?, –¡Sí yo le iba a decir lo mismo!,  se sumaron otros dos al intento y, arropándose con mantas húmedas, abrieron la puerta trancada, por donde se dejó entrar un chiflón de viento y agua endemoniado, forzosamente cruzaron el umbral y desaparecieron en la noche inefable.

El velo de agua interpuesto a sus andar, evitaba ver a más allá de sus bultos, la inocua lamparilla de aceite amenazaba con apagarse en cada tromba sin tregua que imprimía el viento arreciador. Empero, a la lejanía, desde una fugaz y tenue claridad se escuchaba música, canto y algarabía. Al acercarse sigilosamente a cencerros tapados, hasta donde el miedo y la prudencia les permitió, vislumbraron un rancho distinto al contado, se le veía apacible, glamoroso e iluminado y regazaba en su interior una alegre fiesta, con rasgos cortesanos de abolengos y prosapias de la corona. Y, entre la zarabanda de los asistentes y la filarmonía de los instrumentos orquestales, se escuchaba un estribillo de una melodiosa sirilla…
   
Y al observar tumefactos, ocultos en el corralón de piedras entre los bufidos de las bestias, con la vista puesta en el umbral iluminado del rancho, de súbito aparecen con un aura de resplandor, llenos de risas, la hermosa Salomé con un soldado realista asido a su cuerpo. Él con unas jarras de vino vacía y Ella, esbelta, radiante y hermosa. Un traje negro sevillano de velos negros desbandados hasta el suelo les ceñían su silueta gacélica, denotando sus curvas torneadas, de caderas amplias, cintura fina y sus pechos altaneros mostraban sus formas y piel suave. Piel  humedecida por las gotas de aguas, similares al rocío acariciando una flor fresca en una mañana de primavera. Sus cabellos briosos de azabaches fulgurantes, arremolinados por el viento húmedo, porfiaban sobre su tez clara sobre una estructura angelical y fina. Y como si la maldad misma se trasformara en la hermosura pura, unos ojos negros profundos e hipnotizadores hacían derretir a cualquier hombre que exista en la faz del mundo terrenal.

Circunspectos y aturullados, los observantes, ante inusual belleza jamás vista, ni siquiera imaginaron a la anciana Jacoba convertida en la hermosa Salomé. Salieron del umbral y se encaminaron hacia las fantasmales sombras de los algarrobos, ante las obscura noche y la tormenta que vuelve a desencadenarse brutalmente, como protegiendo a Salomé de extraños palurdos que quieren robarle su belleza, como si las sombras espectrales la protegieran con su manto lucífero… El tiempo se detiene en un segundo y un estruendoso rayo fulminante e iluminado se parte cercano a un algarrobo en donde se vislumbraba la figura de Salomé. Las bestias adormiladas se despiertan desenfrenadas y rompen ataduras  huyendo de los corrales circundantes entre bufidos y gritos desgarrados, como si un enorme monstruo vampiresco les rompiera sus vísceras.

Ante la acusante estampida de los caballos y más por el miedo ya acumulado de ser sorprendidos, instintivamente emprenden una rápida retirada y, de pronto, se refrenan pasmados ante sus visiones…, la vuelven a ver de regreso, angelicalmente ante la tenue luz emanada del umbral. Caminaba sola, sin acompañante, con dos jarras asidas por sus asas llenas de vino. Al entrar al jolgorio, su presencia fue recibida con vítores por los soldados.
Echaron a correr desenfrenadamente hacia la aldea. En sus concientes tumultuosos no había distingo entre los crujidos de la tormenta, voces y gritos de humanos, mugidos de bestias, pájaros nocturnos y otros indescifrables. En su huída despavorida por los campos traviesos cubiertos de lodazales, se atascaban en los surcos arados enterrándose hasta las rodillas y en forma forzosa se desenredaban y  volvían a caer en charcos y quebradillas, hasta llegar a la aldea, donde absortos contaron la terrible aparición…           

Ya de amanecer, en la atmosfera temprana y adormecida de la aldea, algunas fumarolas blanquecinas de leños trasnochados y moribundos despertaban insipientes, alzándose enarboladas por entre las oquedades de los techos de cañas humedecidos… eran el sino del amanecer llegado.

Como en una procesión tumultuosa y trémula los vecinos angustiados caminaron hacia el rancho endemoniado. Desde la cima de la loma, cuando divisaron el rancho calcinado de Jacoba, no se advertía ninguna alma extraña ni signo de vidas. Sin embargo, una decena de pequeñas y grandes humaredas de fogatas yacían en diversos puntos de los potreros alrededor del rancho. Estos rescoldos de algarrobos apagados por la lluvia, emitían los últimos humos resignados a desaparecer diseminados en el campo, como vestigios de una batalla que se desencadenó en plena tempestad, abatidos por fuerzas más poderosas… como si el Malo participara en la fiesta y en la destrucción de aquellos misteriosos visitantes… de Jacoba y los restos del rancho, ya no quedaba nada, solo un montón de cenizas humeantes y nauseabundas escapaban en desaparición hacia el infinito. Y para los habitantes atormentados de Pama, una inefable vivencia, una inolvidable noche de San Juan, que a pesar del tiempo pasado se revive hasta el día de hoy, sobre todo cuando de tarde en tarde se vuelve a reaparecer por esos lugares una hermosa Salomé.

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