jueves, 6 de diciembre de 2012

EL DIABLO EN LA CAPILLA



 

EL DIABLO EN LA CAPILLA

Por, Clenardo Zepeda Cortes.

 
Esta historia ocurrió en una aldea vecina al este de la Villa de San Francisco de Borja de Combarbalá, distante a una legua y media y, por hoy se le conoce  con el nombre de “La Capilla”. Sin pecar de presunción ni tampoco en lo banal de lo que puede ser una leyenda, y siendo mesurado y en su justo equilibrio de las cosas, podría pensarse que la construcción de su capilla y el nombre que dio  su origen a esta localidad “La Capilla” tiene sus inicios, si no es cierto, en el siguiente relato:

Corrían los primeros días de Abril del año 1876, para ser más exacto era el día domingo 2, a media mañana. Se les veía reunidos a un grupo de compungidos vecinos sobre un promontorio, donde preparaban una estación del Vía Crucis, acechaban acaloradamente al párroco de actitud intranquila y confundida. -¡¡Debemos expulsar  al diablo de este lugar, no podemos permitir que se lleve nuestras mujeres y nuestras almas!! ¡¡Hay que implorar a Dios, bendecir las tierras, algo debemos hacer urgente!!  De esta manera se manifestaban en rogativas al representante de la iglesia, ante la eminente presencia del Lucifer que asolaba la tranquilidad del poblado.

Lo que conocemos hoy por “La Capilla”, en aquel tiempo era un asentamiento de campesinos, poseedores de hijuelas de riego heredadas de la repartición de tierras. Sus gentes vivían tranquilamente del producto de sus chacras y huertas, mantenían hermosas arboledas, cosechaban abundantes y exquisitos frutos regados por las aguas claras y cantarinas del río de Combarbalá. Además de los alfalfares, cultivaban con buen rinde, la cebada y el trigo en potreros de rulos ubicados en las explanadas de los cerros centinelas del valle. Todos los años, en el tiempo de las cosechas, los vecinos trabajaban en grupos apoyándose mutuamente en tareas de recolección de los frutos y productos. A esta acción grupal, le llamaban “mingas” o “mingacos”. Siendo las fiestas de “Las Trillas” y la “Pela de Durazno”, las más celebradas y tradicionales en su época.

Las Trillas del trigo era una fiesta que duraba dos o tres días, una vez segado el trigo y con las gavillas en la era, se anunciaba el esperado día de la Trilla. La faena empezaba a la salida del sol cuando llegaban los concurrentes; huasos, labriegos y peones aparecían de diversos lares de la comarca. Se soltaban en la era una veintena de yeguas arreadas por una pareja de huasos, se les hacía correr dando vueltas en troya, sobre los manojos del cereal hasta desprenderse de su espiga. La Trilla terminaba con una gran parva de grano y paja apilada en el centro del ruedo. Durante los días de faena abundaba la comida y al termino de esta, se concluía con una gran fiesta y tragos para los participantes.

En cambio, la Pela de Durazno, para huesillos y descarozados, era más íntima y duraban varias tardes y noches. Se daba en varios huertos simultáneo y, dependiendo de la afabilidad de los dueños de casa, o intereses de los asistentes, unos eran más concurridos que otros. El dueño de la cosecha admitía a vecinos, amigos y algún forastero estival enamorado, que llegaran a la Pela de Durazno. Estos trabajos se iniciaban al amanecer cuando se recogían los frutos para llevarlos a una enramada de culenes, donde la fruta se apilaba sobre una cama de yerbabuena o alfalfa. Una vez que los duraznos estaban cosechados y apilados, se esperaba la llegada de los participantes. Hombres, mujeres y niños, sentados alrededor de la pila, con cuchillos y canastos iniciaban el pelambre de los frutos. Mientras afanaban alegres, se entretejían amenas tertulias, cahuines cotidianos y amoríos juveniles, lo que hacía muy animada la velada entre los asistentes. Conforme la cantidad de la cosecha, se ofrecía una fiesta al final, de lo contrario se les daba chicha y mistelas durante la jornada diaria, también se compartía el mate con queso de cabra y churrascas entrada la media noche. Hambre no  pasaban podían comer la fruta a destajo. En otros casos de mayor abundancia, los frutos apilados escondían una vasija o fudre, con vino o chicha, que era abierto bien entrada la tarde, casi a la oración, cuando la pila se reducía al mínimo y el líquido se dejaba ver ante los ojos de los sedientos comensales. Al terminar la media noche, varios marchaban emborrachados a sus hogares en medio de los frondosos caminos enmontañados de árboles y trepaderas. Algunos jóvenes galanes, caminaban muchos kilómetros sorteando cerros y quebradas para llegar a la peladura y, más de alguno en su largo caminar vio espeluznantes espectros, apariciones y hasta al mismo Demonio.

De los vecinos del sector, el más potentado era don Antonio Carrasco de Alzamora, quien tenía un duraznero de varias cuadras y cosechaba decenas de quintales de fruto seco. Sin embargo, era una persona parca y avara, le invadía un aire rancio de estirpe extinguida. Si no fuera por su mujer afable y sus cinco hermosas hijas, en edad de noviazgo, pocos se le se acercarían a su chacra. El era bastante estricto con sus hijas, no les admitía relacionarse con el común de los vecinos, solo les permitía por las tarde bañarse en las posas del río y asistir a las tertulias y bailes que daban las casas patronales de las haciendas vecinas  de “Centinelas” y “Ramadillas”. A ellas, solamente se les veía en los veranos, dado que estudiaban internadas en Illapel y La Serena. Al menos dos de las hermanas se educaban para Maestras de Enseñanza Primaria, en la Escuela Normal de Preceptoras de La Serena, recién fundada el año 1874. Lo comentaba orgullosamente a los vecinos su madre Sra. Carmencita Aguilera. Tenían de criada una vieja esclava negra, llamada Julia de Sousa, quien acompañaba a las hijas donde fueren. La criada se la dejó por herencia su madre cuando se casó con Antonio. Esta mujer de color practicaba ciertas hechicerías y sanaciones, obteniendo resultados comprobados por los mismos enfermos y, más de alguna magia negra ejerció en favor del ganado y de las cosechas del patrón Antonio, según el comentillo del viejo Juan un carbonero que trabajaba con él de mediero.

En aquel año del 1876, a don Antonio Carrasco de Alzamora se le manifestó una desmedida codicia contra sus vecinos. Todo ocurrió en la cosecha del durazno, las hijuelas de los demás lugareños se llenaban de voluntarios, de distintos géneros y edades concurrían alegremente por las tardes a las cosechas. En cambio con él, no era caso, se había esmerado en invitar a la gente y solo se presentaron un par de mocetones jóvenes afuerinos, flojos y despabilados que lo hacían por el solo interés a sus hijas. Al verse un tanto desesperado, por la suerte que corrían sus cosechas al paso de los días, recurrió a la negra Julia, le contó solo en parte sus intenciones, ésta convencida de las rogativas de su patroncito accedió y le entregó el arte de invocar a Satanás. En esa misma tarde, Antonio instruyo al mediero Juan para que cumpliera lo siguiente: -«Corta dos maderos de higuera seca para hacer una cruz de tu tamaño, luego ve y degollad un chivo negro, el más grande, deja la sangre correr y embadurna el cuero con un manojo de palqui. Luego me cargas todo sobre el macho negro aparejado».  Al anochecer, el indiscreto mediero vio al patrón cabalgar hacia el cerro Centinela con el macho cargado de tiro. A media noche, a la distancia en la cima del cerro Juan observó una gran fogata nacida de la nada, era un fuego distinto, de color rojo granate chispeante y de humos verdes, refulgían dos figuras negras que acaloradamente transaban un pacto. Asustado se persigno y corrió a encerrarse en su morada, atragantado con el comentillo de lo visto, al tiempo que se desataba un vendaval de llantos de perros acusando la existencia del Satanás en las frondosidades del río. Llantos agudos de miedos nocturnos, desesperados y desgarradores que no pararon hasta el amanecer.

Al día siguiente y en adelante, las cosas empezaron a cambiar en la aldea. Antes de radiar el sol, se les vio en la chacra de los Carrasco de Alzamora, afanar raudamente a un grupo de media docena de personas jóvenes y fuertes, de buen trato y prestancia al juzgar por sus voces a la distancia. Vestían hábitos, parecían pertenecer a una orden religiosa por sus atuendos similares a los frailes franciscanos, sus capuchas impedían ver sus caras. Trabajaban en la recolección y peladura de los duraznos. Obraban en silencio y metódicamente en dos jornadas; desde el alba hasta la salida del sol y de la puesta hasta las doce de la noche, el resto del día no se les ve.  Ni siquiera Juan, de lengua azuzada para el chismeo pudo explicar sus permanencias en la chacra.

Durante las noches, los perros cargados de miedo no paraban de llorar y sus aullidos se replicaban envolventes por los ecos del cajón del valle. En los habitantes se infundió el miedo como una ráfaga de terror negro, y más aún cuando empezaron las primeras apariciones de espectros y bestias tenebrosas. Las primeras visitaciones se iniciaron al atardecer, en los callejones oscuros y frondosos de matorrales que daban hacia Pueblo Hundido, al cruzar los vados del río. En estos pasos obligados, el mal reinaba y nadie se atrevía a cruzar el río por las noches. A los caminantes se les atacaba impidiendo el paso, se les obligaba a devolverse. Las personas dejaron de caminar por la noche y abandonaron las peladuras de durazno. Y, a medida que avanzaban los días, el demonio también se tomó los caminos principales que conducían al poblado de Ramadillas y hacia la villa Combarbalá cometiendo asaltos y ultrajes a los carromatos y carruajes. Los viajeros, peatones y jinetes víctimas de los ataques, muy despirituados y aterrados coincidían en un descripción; decían que un hombre sin cabeza, vestido de negro con una enorme cruz de fuego y atado a gruesas cadenas doradas les interceptaba el paso, les asaltaba despojándole de sus pertenencias y les obligaba a devolverse. Otras veces era un hombre oso con ojos de fuego y garras de acero, del porte de un buey y rugido de león que saltaba de los sauces sobre las cabalgaduras derribando a los jinetes y arañando las bestias. Y otras apariciones se daban en pleno día; aves gigantes tipo Piuchen, Cueros de agua y otros espectros cadavéricos se les aparecían a orillas del río a los bañistas, robaban sus ropas dejando grupos completos desnudos.

Durante el día, los hombres temerosos y agrupados buscaban pistas para descubrir al demonio, nada encontraban, solo unas vacas por aquí y otras ovejas por allá sin cabezas, destripadas y sin sangre, sin contar las mortandades completas en los corrales de cerdos y gallinas.  Las cosechas de duraznos de los vecinos, por los acontecimientos ocurridos se había perdido en gran parte, solo la chacra de don Antonio cosechaba sin contratiempo. No había respuesta a los ataques del diablo, tampoco había noticias de la identidad de los trabajadores encapuchados de los Carrasco de Alzamora.

Los vecinos decidieron organizarse, se turnaron para  hacer una vigía por las noches, mientras en todas las casas y chozas se guardaban temprano, con las puertas y ventanas trancadas y luces apagadas para no motivar la presencia del demonio. Todas las moradas permanecían en silencio, sin embargo, les resultó misterioso que en la chacra de don Antonio la peladura continuaba con normalidad hasta la media noche entre conversaciones y risas, en esa casa el diablo no reinaba. Decidieron no perderle vista a ese grupo de peladores, se dieron cuenta que al terminar la jornada y al iniciar la mañana, no se le veía salir ni llegar de la chacra. - ¿es raro, muy raro? -¡con lo fregado y estricto que es el viejo es imposible que se alojen allí! – comentaban los vigilantes.

El diablo, desde el inicio de las vigilias de los vecinos, se aparecía poco por la noche. Se sentían herraduras de caballos chispear por las piedras, unos gritos embellacados y risas a la distancia en medio de la noche en alguna quebrada lejana, como si el demonio estuviera enamorado deleitándose con el cuerpo de alguien. Parece que había cumplido su objetivo de evitar la cosecha de los lugareños y cobraba su pacto.

La noche que don Antonio terminó de cosechar, ocurrieron hechos esclarecedores. Juan el carbonero, durante el día avisó a los lugareños de que sería el último día de cosecha, y por lo visto terminarían más temprano. Ello motivó a los más valientes de la aldea a organizar una redada y caerles de sorpresa a los afuerinos encapuchados. Desde la oración permanecieron ocultos, aguardaron en unos corrales de piedra cercanos a la chacra y, tan pronto obscureció, en silencio se acercaron  lo más próximo a la zona de trabajo. Juan temerosamente, había destrancados los portones de acceso. El grupo provisto de mantas y lazos, sigilosamente se prepararon para aprehender  a cada encapuchado y en el momento preciso a la orden de: -¡¡Ahora ya¡¡ irrumpieron el lugar sorpresivamente cayéndoles  encima con sus mantas y apoderándose de cada uno de ellos. Al fragor de los forcejeos y trifulca las lámparas de luz rodaron por el suelo dejando toda la ramada a oscuras, en medio de la zalagarda se escuchaban griteríos confusos de hombres y mujeres.

Mientras duraba la trifulca, a la luz de la luna nocturna, un brioso caballo negro arrancaba de las pesebreras de la chacra y a toda fuerza galopaba bufando por la callejuela alejándose como un rayo, lo montaba un jinete emponchado, obscuro y sin rostro, se llevaba asida por delante a la más hermosa de las hijas de don Antonio y, ante los ojos del padre se perdió en el abismo de la noche… Los cascos y el tintinear de las espuelas de a poco se fueron atenuando en la distancia de la noche embebida.

Con la bullanga ocurrida en la chacra de los Carrasco de Alzamora, se congregaron rápidamente varios vecinos con antorchas, pensaron que habían atrapado al diablo. Fue grande la sorpresa cuando ante la lumbre de la luz descubriéndose bajo los atuendos franciscanos, muy trémulas y en desatado llanto a cuatro de las hijas de don Antonio, muy nerviosas y avergonzadas ante la familiar concurrencia. En esos momentos, sin reparar en los hechos don Antonio llegaba desesperado por el flanco sur, a todo trote montado en su viejo macho negro disfrazado con cueros de ovejas negros y arrastrando unos costales con piedras  y, del callejón que daba al río apareció muy cansada jadeando la negra Julia disfrazada de un enorme oso, era tal su parentesco que los propios perros de la casa desataron agudos aullidos al verla.

La familia entre llantos trataban de explicarles a los exaltados vecinos varios puntos que parecían indescifrables: Primero, la familia estaba en banca rota, se habían endeudado en varios créditos para mantener las apariencias, estatus y educación de sus hijas ante la exigente aristocracia de la ciudad. Y, ante la desesperación de perder la cosecha de durazno al no tener la ayuda suficiente de los vecinos, la familia había decidido hacer ellos mismos el sacrificio de cosechar.  El punto estaba, que no debían ser vistos, no podían exponerse a que se les viera, para no caer en el desprestigio y la vergüenza de la pobreza, en honor y honra a su prosapia y abolengo. Se debía mantener las apariencias. Las hijas inventaron lo de los atuendos de monjes Franciscanos y don Antonio con la negra Julia, se encargarían de infundir inocentemente por las noches la existencia del demonio, con el único fin de que los lugareños se recogieran temprano y no salieran de sus hogares, ni mucho menos asistieran a la pela de fruta nocturna, para que no se les viera a tan noble familia descrestarse trabajando de madrugada y por las noches. En cuanto a la invocación de Satanás en el cerro centinela, no fue más que un acto premeditado para engañar al Juan el mediero, a sabiendas que difundiría ese acto a todo el vecindario, dada su amplia fama de conventillero.

A pesar de las sinceras explicaciones de esta familia, y todas las rogativas de perdones hacia el poblado, que es cosa aparte, y que solo la benevolencia del pueblo juzgará. Lo cierto y tétrico es que ocurrieron cosas extremas inexplicables, la invocación al demonio resultó, el diablo estaba en La Capilla y actúo a su laya… Era imposible, que don Antonio montado en un macho viejo hubiera cometido todos los desmanes y menos la vieja Julia, que por su edad y gordura apenas podía desplazarse. El diablo estuvo en esas tierras, se burló de todos los habitantes y les cobró con el terror y la tortura de sus almas por varios días y en donde pagaron por ellos, sus pecados varios animales degollados y la desaparición de dos hijas de don Antonio Carrasco de Alzamora. La segunda hija desapareció de la chacra al amanecer de la mañana siguiente sin dejar ningún rastro.

Estos tristes episodios vividos por los aldeanos, les permitió unirse devotamente en la fe religiosa, y el día domingo 2 de abril cuando en la estación del Vía Crucis interpelaron al párroco visitante, demostraron su necesidad imperiosa y pidieron suplicantemente que se construyera pronto una capilla, en ese mismo lugar de la estación, para poder rezar y pedir la misericordia de Dios. Siendo don Antonio Carrasco de Alzamora el más devoto y colaborador en la construcción de la misma.

La construcción de la capilla fue impulsada por la existencia del diablo, los vecinos debían practicar y ser fieles devotos de la fe católica. Se le veía como la salvación de sus pecados y única forma de expulsar al demonio de sus tierras. Colaboraron todos en la edificación de ese humilde templo y no claudicaron hasta verle terminado. En esa capilla, se celebraban domingo a domingos liturgias y misas mensuales, aparte de los bautizos y casorios. Para esta leyenda, una de las misas que incuba el misterio fue la celebrada el día domingo 24 de agosto de 1884, para las exequias del funeral de don Antonio Carrasco de Alzamora, en donde resaltó la presencia de dos hermosas damas muy elegantes vestidas completamente de negro, con velo y fino sombrero de ala ancha, no derramaron lágrimas y permanecieron impávidas ante toda la concurrencia, eran sus dos hijas desaparecidas, aquellas que hace ocho años atrás se las había llevado el diablo.               

En la actualidad, en la localidad de “La Capilla”, todos los años en octubre se celebra una concurrida fiesta religiosa en celebración a nuestra “Sra. Virgen de la Misericordia”, en honor a la imagen de esta virgen encontrada por un arriero en las cordilleras de Ramadilla, hace más de 100 años. La imagen permanece al interior de la capilla en donde se puede visitar, velando por la misericordia de todos sus devotos.