sábado, 1 de octubre de 2011

LOS BARRANCOS DEL DIABLO




LOS BARRANCOS DEL DIABLO

Por, Clenardo Zepeda Cortes.


El Barranco Reinoso, allí donde por décadas ha reinado El Diablo, se mantiene erguido e imponente, entre los farellones rocosos verticales y rojizos que flanquean la estrechez del río de Pama.  En ese punto de estrangulamiento, de paso obligado, en la cabecera norte del valle fértil, permanecen enhiestos los Barrancos. Allí, donde las aguas agargantadas y turbulentas viajan culebreando, eludiendo pendientes, saltos y meandros para remansarse en enormes lagunas de aguas claras y profundas, asimilando espejos de aguas, en donde se reflejan los barrancos rojos bermejos. Moles de piedras de apariencia calma, sumidos en sueños de letargos apacibles para decenas de bañistas que acuden al río en la época estival, sin conmensurar la maldad misma de la existencia del Demonio.  

En las postrimerías de mis años tardíos y a través de las tardes del tiempo, me han llegado de cuando en cuando tantas historias del Barranco Reinoso; algunas graciosas y otras bastantes tristes, con pérdidas de almas inocentes, arrastradas a esos mundos oscuros de las tinieblas. Y, al llegarle la hora, a éste anciano herrero, ya debe prepararse para cumplir la sentencia eterna. Debo dar cuenta en lo alto de mis actos, y si debo enfrentarme con ese Lucifer marrullero, espero cobrarle la humillación y condena de mi vida. Y, si Jesús dispone de mi alma, bendito sea, por que podré descansar en paz y sacarme la cruz que he cargado encima por años, y nada más por culpa de ese infame…

Me he negado a contar mi historia por muchos años de mi vida, tuve varias razones; vergüenza y miedo, pero ya a mi edad, conociendo tantos hechos entorno al Barranco Reinoso y, antes de que me traten de senil y me destierren al mundo incomprensible de la locura, debo contarla, después de más de cincuenta y tantos años de silencio. Me creo con derecho hacerlo, por que hemos sido muchas las victimas del abuso del demonio y seguirá habiéndolas. La vida no es vida sin demonios abusadores, ya sean terrenales o celestiales.

En esa estrechez del cañón, circundada por los farellones rojos, existe un viejo puente de madera que sortea el río. Ha sido testigo de cuantas leyendas acontecidas en ese lugar de paso, de transito obligado para los viajeros. Allí, por donde de antaño pasaba el Camino del Inca y por siglos transitaron los indios y huestes de conquistadores peninsulares y, posteriormente, por décadas los viajantes nacionales han usado esta antigua panamericana norte. Muchos han sucumbido al reinado del Satanás, quién se apostaba en esas enormes rocas cómplices de su maldad. Ellas se mantienen incólume al paso de los años, observantes de sus victimas, permanecen allí enhiestas, petrificadas y súbditas al reinado del Diablo…

El viejo puente de madera sobre el camino que une a Ovalle de Combarbalá, fue testigo de tantas tragedias y faramallas del Demonio. Abusando de  su poder, y estados de ánimos, se ensañaba con sus víctimas y de ello, no sólo padecieron los lugareños del sector, que más que nada ya sabían que allí reinaba el Diablo. Si no, que tantos afuerinos nocturnos inocentes desaparecieron del mundo terrenal, dejando sólo míseros vestigios de sus existencias en ese lugar. Les puedo comentar, según mi claro recuerdo, desde antes de los años del mil novecientos veinte, ya de niño escuchaba a mi abuelo las decenas de historias que ocurrieron al pasar por el Barranco Reinoso, cercano al punto donde el estrangulado puente de Pama sortea el río. Debemos imaginar que la ruta en esa época era la más importante. Era la ruta nacional que unía al país, antes de que se construyera la actual ruta costera con su viaducto Amolanas. Y, desde siempre en ese sector, fue el lugar propicio para el vandalismo; en un principio de emboscadas, de atracos, de asaltos y un sinnúmero de fechorías por hombres malos. Hasta que el Lucífero, aprovechándose del entorno estratégico y lo mucho avanzado por los bandidos, se instaló a reinar en ese lugar tranquilamente. Desplazó y ahuyentó hasta el más fiero de los matones y, a los líderes más belicosos, simplemente los hizo desaparecer, de una sola explosión súbita de pólvora, a la vista de sus bandalajes quienes huyeron para siempre.  Y desde allí, sentado sobre lo alto del Barranco, sin tiempo ni apuro, sin noche y sin día, esperaba a sus víctimas, buenos o malos, tranquilamente y muy parsimoniosamente y con múltiples figuras y facetas se les presentaba el muy faramalla.  

Mi historia comienza, cuando por motivos de trabajo debí emigrar y dejar mi hogar. Hacían ya, dos años que trabajaba de herrero en la mina La Delirio de Los Mantos de Punitaqui. Tuve suerte de ser aceptado en ese entonces, puesto que mi condición de trabajador de la fragua, en esos años desérticos no tenía cabida en Combarbalá. La sequía del año mil novecientos veinte y cuatro había hecho estragos fuertes; las siembras, los animales habían disminuidos considerablemente y los metales en las minas aledañas no valían ni un céntimo. Ya no se requerían herramientas ni herrajes para la agricultura, ni barrenas y picos para las minas de ese Departamento, entonces mi oficio se tornó inservible. Pensé embarcarme a las Oficinas Salitreras, pero la crisis del salitre del año veinte, traía a muchos obreros de regreso a sus poblados de origen. Por lo que me vi arrastrado, con un poco de suerte, a la compañía minera de Los Mantos de Punitaqui, en pleno apogeo en esos tiempos y con una gran maestraza en funcionamiento, en donde las fraguas no paraban su fuego de sol a sol. Se fundían los aceros para las tantas herramientas utilizadas y demás herrerías necesarias; clavos, rieles, ejes, ruedas y tolvas para los carros mineros, entre tantas necesidades.  En fin, el trabajo era duro, pero yo no me quejaba por nada, machacaba y machacaba las piezas rojas del acero fundido como un bruto. Sólo quería demostrar que era un buen trabajador, solo quería llevarles el pan a mis hijos…

Cuando ya estaba afirmado en el trabajo y les demostré confianza a mis patrones, logré permiso para viajar. Cada quincena para el pago partía a Combarbalá, en los meses de buen tiempo, y una vez al mes en los meses invernales. Me embarcaba en el primer coche de caballos que pasara a medio día del sábado, ya este fuera de carga o de pasajeros, lo importante era llegar a destino. Para viajar en la diligencia de pasajeros que hacía la ruta de  Ovalle a Combarbalá, me resultaba muy difícil conseguir un cupo, debía ser reservado el boleto con una semana de antelación y muchas veces las reservas y los tiempos no se respetaban. En otras ocasiones, la suerte me sonreía y había uno o dos cupos disponibles, sobre todo en los meses de invierno, en donde la mayoría viajaba en tren, ya circulando desde hace algunos años. Pero a los viajantes de Punitaqui y Los Mantos no nos servía el tren, dado que había que tomarlo en Ovalle y, así obligadamente debíamos someternos al recorrido de la diligencia que era bastante impuntual e incierto.

El viaje, en algunas ocasiones solía ser largo y extenuante, según la carga y el cansancio de las bestias. Los mulares poco se apuraban y generalmente los birlochos tirados por caballos, nos adelantaban rápidamente desapareciendo a nuestra vista y paciencia… Y, así transcurrían las horas de viaje, sorteando los caseríos y majadas adyacentes al camino y dejando atrás uno que otro jinete a caballo. Solíamos tener un breve descanso para beber agua en el poblado de Manquegua y Luego continuábamos con el tranqueo y el rechino de los ejes sin pausa, hasta ya entrado el atardecer, cuando llegábamos al poblado del Soruco. Y al salir de este, era inevitable, debíamos mentalizarnos, cada vez que nos aproximábamos más y más al paso por los Barrancos del Diablo algo podía pasar. El miedo y el misterio nos abotagaba…

Durante el viaje, no faltaba el pasajero que comentaba alguna historia sobre lo ocurrido en ese paso, y luego curiosamente callaba, se ensimismaba, empalidecía y se le petrificaban hasta los pelos. El cochero, en ese tramo del trayecto cambiaba su actitud, no mencionaba una palabra, su figura de enterrador de funeraria no daba lugar a risa, su palidez se hacía extrema, su fisionomía cadavérica se acrecentaba con los fulgores amarillentos de la luna. Las mulas entregadas al látigo bufaban con apuro al llegar a los Barrancos, espantadizas, e ingobernables se alzaban en galopes distorsionados. El viento entraba como chiflón por el cañón, emitiendo silbidos incoherentes al azotarse en las murallas de los farellones. El viejo puente se hacía crujir ante las inclementes ruedas de acero que entraban girantes y descompasadas por las diferencias de sus revoluciones… Así, los viajes me transcurrían de mes en mes y, el resuello nos volvía al cuerpo, solo una vez que pasábamos  refilando las barandas del puente, y endilgábamos a todo galope por el camino llano, sin obstáculos hasta el mismo pueblo de Combarbalá.    

El misterio me era ineludible y no podía evitar el pensar de la existencia del Belcebú y de sus apariciones tan comentadas. Es que Satán puede adoptar múltiples formas, según su conveniencia para ganar almas débiles. Pero, luego me respondía a mi mismo, –pensaba yo; «no tiene forma, no tiene existencia fuera de nosotros mismos, es una proyección de nuestros temores y la forma la imaginamos nosotros conforme a nuestras convicciones y creencias…» Sin embargo, era inevitable, los bellos se crispaban como alfileres imantados, y las bestias se desaforaban ante esos espíritus reinantes en esas existencias conjugadas de temores. Así era el paso por allí.

Era un día particular, el de ese viaje, lleno de presagios volátiles arremolinaban mis pensamientos, algo podía ocurrir… En la lontananza de la incipiente noche del 24 de Agosto de 1926, un tintinear de espuelas nerviosas apuraban a una enorme bestia negra, el poncho de castilla renegrido y un sombrero alado más oscuro que el conjunto, impedían identificar el rostro del jinete. Él, insistentemente trataba de darnos alcance a tranco largo sin desatar en galope. Entonces el cochero, ante el atisbo de las primeras gotas de lluvia desencadenadas, de un desesperado latigazo sobre las ancas de los caballos que les hizo encabritarse y al tiempo soltar un galope nervioso en principio, para escapar de ese bulto amenazante, hasta entrar en franca carrera desbandada. El misterioso, apuró el paso, pero el coche ya le sacaba más de cincuenta metros de distancia. Enfilamos por el portezuelo de El Sauce sin tregua, venciendo la distancia y las sombras de los montes que dejábamos pasmadamente atrás. Sin detenernos ni siquiera para un resuello, galopábamos, y así nos fuimos aproximándonos rápidamente a las represas del poblado del Soruco, mientras la noche fue llegando de modo insensible esfumando toda visibilidad de las cosas.

Allí nos detuvimos, en el Soruco, como de costumbre, se hizo un alto en la posada de la Señora María Vega. Una abuela alfarera, que trabajaba la greda y los bollos embetunados con huevo. Nos esperaba con unos posillos ardientes de café acompañado de tortillas con queso de cabra derretido.  Ante el frío de agosto, era regocijante ver el queso chirriante y retorcido sobre un brasero rojizo y crepitante por los borbotones de la tetera que de vez en cuando chorreaba el agua hirviente sobre las brasas. Mientras los cansados caballos bebían a sorbetones el agua de la quebrada… La noche me parecía tenebrosa, el jinete nos adelantó el camino ante un ferviente aulladero de perros llorones. Los cascos de la bestia resonaban en los ecos del obscurecer, como si el mundo se alejara de ellos y nos dejaba con ese sonido tormentoso.

Pasado el medio día, había tomado la diligencia en Los Mantos, para mi suerte, venían sólo dos pasajeros, poco amistosos. El primero un hombrecillo de traje plomizo, gafas por anteojos y un sombrerillo redondo de ala corta, con un maletín de cuero bien liado a su cuerpo, me pareció que podría ser un practicante o un tinterillo de abogacía que viajaba a resolver algún caso inconcluso. El otro, un hombre grueso y tosco con apariencia de gañan, envuelto en un poncho chinchillo y gorro de lana acambuchado con una bicoca en el extremo superior, le cubría gran parte de su cabeza rechoncha. Este gordote, trataba de dormir abultadamente sobre un extremo del asiento delantero de la diligencia. Pedí permiso y me senté al lado del hombrecillo de traje, quien me miró con ojos fatigosos y su cuerpo menudo aparentaba tener demasiado frío. Desenrolle mi manta, y le convidé un  extremo, me agradeció educadamente, presentándose por el nombre de Avelino Araya, y le respondí -Valentín Cortés, para servirle. Solía ocurrirme cada vez que me subía a un carruaje, y antes de entrar en diálogos de confianzas con el resto de los pasajeros, me resultaba incómodo, trataba de analizarlos y adivinar sus personalidades, no me era fácil viajar largos ratos con desconocidos mirándonos la cara y apertrujados hombros con hombros en el vaivén del coche. No siempre los pasajeros eran agradables, entonces yo hacía lo mismo que el común, me evadía mirando hacia el exterior o intentaba dormir, fingía dormir.

Nuestro descanso en el Soruco fue breve, la noche nos había caído y la lluvia arreciaba con fuerzas endemoniada. Nos preocupaba la cuesta gredosa al salir de la quebrada de Las Carpas y, por supuesto la crecida del río en el puente de Pama, en el paso por el Barranco Reinoso. Antes de continuar, el cochero dio breves indicaciones sobre el viaje y encendió las dos lamparillas de aceite del carruaje, ubicadas en los costados del pescante, las cuales eran amenazadas  a ser apagadas constantemente por fuertes ráfagas de viento norte. Luego, se ubicó en el pescante, arropado al máximo, en espera de soportar el agua y el viento arrecian te. La anciana María, nos despidió sin demora, rezó unas oraciones y se persignó deseándonos buen viaje. Con un fuerte golpe de riendas y un grito de ¡¡Arreé!! Retomamos nuestro camino bajo la copiosa lluvia y ráfagas de viento que parecían arrancar el techo del carruaje. Mis compañeros se manifestaban callados, advertí que el del gorro se llamaba Wenceslao, enmudecidos mirábamos la obscuridad por las ventanillas vidriadas chorreantes por la lluvia que las golpeaba. Las lamparillas amarillentas y exiguas bureaban escasos metros del camino. Los caballos quejumbrosos con esfuerzos se sobreponían a los latigazos del cochero. Las llantas de las ruedas resbalaban entre las piedras y charcos del camino. Por fin, a duras penas salimos de la cuesta resbalosa y pantanera, y empezábamos a bajar por la cuesta de Los Perros, cuando el reloj de bolsillo, del hombre de gafas, marcaba ya las ocho de la noche. Pocas palabras intercambiamos en ese trayecto, el ametrallamiento de la lluvia no dejaba escuchar mucho, es decir nada. El coche se zarandeaba como un bote en plena tormenta.

Al descolgarnos por la cuesta de Los Perros el misterio empezaba a notarse, una sinfonía de aullidos lastimeros y muy lejanos quién sabe de qué lugar provenían se hacían insistentes. Inconcientemente un suspiro entre resuello me brotó de mi interior. Observé a mis compañeros y les vi pálidos y nerviosos, lo mismo que ellos a mí. Egoístamente, al punto de olvidarnos no pensábamos en el cochero, ya ni un grito se le escuchaba, sólo la fusta hacía eco agudo sobre los lomos de las bestias que bufaban cada vez con más clamor de piedad. La cuesta de bajada la pasamos rápido, al llegar a la quebrada de Los Álamos, las bestias no querían pasar las sombras espesas de estos, advertían algo, nosotros raudamente diferenciábamos a estos gigantes, entonces tomé por manía limpiar los cristales de la ventanilla de mi costado derecho que daba al cerro oscuro, cada vez que el agua la empapaba, poco se visualizaba, era mi deseo de tener contacto con el exterior… El carruaje se cimbraba crujiendo estrepitosamente, ahogado por los chillidos de las ruedas desgrasadas.

 Mis oídos zumbaban y escuchaban tantos ruidos extraños, trataba de identificarlos; los cascos de los caballos sobre los charcos, la lluvia golpeante, el chillido de los ejes, el cimbrearse de las maderas del carruaje me parecían todos ellos conocidos e incluso las letanías lejanas de los perros incesantes. Pero, un ruido no identificado y arrastrante sobre las faldas de los cerros de los Chinchilleros, que no era parte de la lluvia, me tenían inquieto y cuando pude identificarlo no tuve dudas; arrastraban enormes cadenas sobre los barrancos colorados. Por mi oficio, no podía equivocarme, claramente eran metales que chocaban con los riscos de los cerros, llevados por las ráfagas en ecos tronantes e infinitos en las paredes del cañón.  Me pareció paralizarme en mi agitamiento, he ice un esfuerzo para no demostrar miedo, el carraspeo y tos del Wenceslao rompía la rigidez de los músculos de sus quijadas y advirtió; -“por este paso se aparece el Diablo, y sobre todo en la noche de San Bartuolo…”­- el carruaje avanzaba rápido, los caballos aumentaban el galope en la noche aborrascada, a nuestras espaldas nos seguían las ánimas y el Demonio nos espía sigiloso, sin prisa, y nosotros a sabiendas que muy pronto nos acecharía. Era solo cosa de tiempo... A pesar de ello, el hombrecillo de gafas a duras penas pudo encender su pipa, y cada chupada que imprimía, las cenizas rojizas del tabaco parecían encolerizar al Lucifer. Con la lumbre de la pipa, vislumbré su rostro transpirado y distinguí tenuemente las formas del interior del carruaje. También pude ver al hombre del poncho  con sus ojos encendidos de fuego, parecía que el Malo ya se lo había apoderado.

Nos acercábamos a los algarrobos, ya muy próximo a la entrada de lo Barrancos, pudimos sentir con fuerza el torrente crecido del río. Retumbaban las aguas sobre las enormes rocas que interceptaban la crecida al ser arrastradas en tumbos desenfrenados, la tronadura era ensordecedora de las aguas sobre la angostura rocosa. Viento y lluvia se desencadenaban como un chiflón indolente por el cañón, arreciando turbas de remolinos sobre los sauces, quiscales, arbustos y nosotros mismos. Se desgarraban los riscos y se despeñaban como granizos enormes cayendo al vacío, al precipicio del cauce, arriando aludes de masas de piedras al camino interceptándonos a toda costa el paso.

 Aún así, a pesar de toda la turbulencia enrarecida de ruidos infernales, acechaba tras nosotros el tintinear de las espuelas con un sonido en extremo claro. Como herrero, la audición del hierro era mi fortaleza, eran de acero de muy buen temple, su eco era inconfundible, era el  jinete de la bestia negra… El tintinear me reventaba cada vez más y más mis oídos, sabía que era él y que nos daba alcance. Al sentir el bravío torrente del agua, pensé que el puente no estaba, la crecida talvez lo había arrastrado por el despeñadero. De repente una voz estruendosa lanzó una aterradora carcajada, y los farellones rocosos temblaron estrepitosamente, las aguas del río se levantaban huracanadas varios metros sobre el puente, los árboles se sacudían arrancándose de raíz, las piedras volaban por el aire como lluvia de meteoritos, los caballos se desbocaron en carrera desenfrenada, todo era  un caos apocalíptico y cuando por segundos la quietud volvía, Satanás vuelve a irrumpir. Sobre el barranco Reinoso, un enorme y brillante fuego se levantaba en fumarolas ardientes como un volcán de pólvoras, su resplandor intermitente iluminaba toda la garganta rojiza del río y por milésimas de segundo se podía ver más claro y brillante que el mismísimo día. Pude apreciar, como la crecida de las aguas rebasaban el rodado del puente y los caballos sin sentido no se detenían. Cadenas de fuego descolgadas de la cumbre golpeaban el camino y las aguas del río. Al chocar los aceros brillantes con el manto rojo de los barrancos se formaban arcos eléctricos que rebotaban en toda la caja del cañón y, mientras estos azotes trataban de impedirnos el paso sobre el puente, el Demonio  nos daba alcance.

Tan pronto el jinete negro se acercaba a nosotros, se iba transformando en una masa rojiza hirviente e informe montado en una gran bestia similar a un enorme murciélago alado  con colmillos chorreantes de sangre. Me percaté que el cochero ya no estaba en el pescante del carruaje y parte de sus ropas y extremidades aglutinadas e inconfundibles colgaban del monstruo alado. Fue entonces, cuando el Diablo saltó al coche rompiendo de un estampido la puerta. Su cara la tuve tan cerca de la mía que me pareció indescriptible, por ese instante el miedo me paralizó y pude observarle sin pensar en él, sin temor. Su cuerpo era rojo ardiente, como piel desollada o arrancada de su carne a jirones, con la cólera precitada, se iluminaba como un vacío transparente y azufroso, se le notaban todos sus órganos internos y se les inflamaban con la ira encendiéndoseles cada uno de ellos en múltiples colores, como fuegos azulados de la fragua, como precipicios de torrentes infinitos. Su vientre abultado, transparente y fétido denotaba los restos de humanos y carroñas comidos.  Aparentaba un rostro humano indefinido, pero se deformaba en una masa gelatinosa y azufrada, ardiente ante la menor reacción de furia. No aceptó los conjuros suplicantes de don Avelino, que en vano tapaba su rostro con el maletín y de un soplido de llamarada, arrancó la pipa del  pobre hombrecillo, con la furia de un dragón, rompiendo la mitad del techo del carro, y al intento de Wenceslao de escapar por ese hueco, metió sus garras de fuego en su panza y las sacó enredadas de vísceras nauseabundas, dirigiéndome la última mirada y risa de fuego que yo le recuerde… En el mismo acto, mi inconsciente avanzaba a la velocidad de los caballos, el traqueteo de los cascos sonaron a la entrada del puente y un giro estridente del carruaje anunciaba un estrepitoso golpe contra este… Las aguas frías y espesas de lodo que me atragantaban y que me arrastraban a un abismo sin límite me daban cuenta que había caído a las profundidades del infierno… Sentí un lazo que caía en mi cuello y me arrancaba de la corriente ahorcándome, entonces me entregue extenuado, cuando ya mis fuerzas no podían luchar contra la nada… 

Desperté, sin saber cuanto tiempo había transcurrido, lo anterior me era pesadilla. Don Vicente Valdés me había rescatado de las aguas del río varias cuadras aguas abajo. Me encontraba tendido en un catre de fierro orillado a unas paredes hollinadas de humo, mirando el techo de caña renegrido por el tiempo. Su anciana madre, arrimada a un caldero encendido que daba lumbre a la pequeña choza, preparaba unas cataplasmas para curar mis machucones. Sentía mi cuerpo molido y mi esófago abotagado por el agua tragada, sin obviar las llagas, que el lazo de don Vicente dejó de muestras en mi cuello… Me dieron de beber unas aguas de chachacoma, me arroparon y acomodando el caldero próximo al catre, me dejaron dormir el resto de la poca noche que quedaba.

El rancho de don Vicente, se emplazaba aguas abajo de Los Barrancos, por la ribera norte del río. Ante la crecida observada por su costumbre, estimó que las aguas superaban el Puente de madera, entonces, cuando sintió la carrera desenfrenada del carruaje aproximarse a los barrancos, por el camino en la ribera opuesta, corrió hacia el puente para evitar su paso. Fue demasiado tarde, solo pudo distinguir las exiguas luces del carruaje arrastrarse entre los tumbos de aguas barrosas. Tiró varias lazadas, antes de dar por fortuna con mi cuello. Me contó al día siguiente, cuando mi recuperación aún en penumbras, me permitía quejumbrosamente continuar mi viaje hacia Combarbalá. Del resto de mis acompañantes no supe nada, ni del carruaje y caballos… ni siquiera me atreví a contarles del ataque de Satanás, aún me costaba asimilar y aceptar tan horrenda experiencia vivida, solo quería continuar viaje y llegar a mi hogar.

Al transcurrir una semana del suceso, las aguas habían disminuidos al punto de permitir el paso en los vados, el sol raudo empezaba a desplazar todo vestigio de la tormenta. Los cerros henchidos emanaban aguas de vertientes y los pájaros entumidos empezaban a juntarse en bandadas para animar las mañanas asoleadas. En el quehacer, cuadrillas de hombres carrileros, iniciaban trabajos en las vías férreas despejando derrumbes para habilitar el paso a los trenes postrados en las estaciones ferroviarias. Se requería restablecer pronto los itinerarios, puesto que el país estaba incomunicado a consecuencia de los temporales y el no retorno a la normalidad, ponía en desconcierto a muchos viajantes. Y, así tan pronto, se reanudaron los viajes en tren, saqué boletos para incorporarme a mi trabajo en los Mantos, vía Ovalle, para no volver a pasar por ese lugar amalditado.

Ya una vez en el tren, me disponía acomodar mis bultos en la parrilla de un vagón de tercera, atiborrado de gentes tumultuosa, cuando dos gendarmes sin mediar explicación, me cogieron por delincuente. Y, me bajaron amarrado, ante un centenar de mirones inquisidores rebosantes de morbo instantáneo, brotado en coro de esa turba acusadora. Toda la estación apreciaba el espectáculo matutino ante claros cuchicheos y murmurios sobre mi persona. Me imputaban como único sospechoso de asalto, robo y homicidio al carruaje de aquel día 24 de agosto… Es lo que pude entenderles a mis apresadores.  Y, mientras me ensimismaba en mi ofensa y denigración, encolerizado por la injusticia resoluta, sorda, amurallada e impenetrable a mis súplicas, mi viaje se me iba… El tren se puso lentamente en marcha, los vagones avanzaban, los viajantes atestados a las ventanas me dirigían miradas llenas de odios e insultantes y, en sus voces atronadoras arreciaban las maldiciones.  Erguido, flanqueado por los gendarmes, quise enfrentarme a cada uno de mis inquisidores. Puse el alma en mis ojos, y en ellos, toda la inocencia que me pertenecía, entonces lo vi, sentado, al maldito Demonio. Sí, allí sentado viajaba, en asiento de primera clase, en cuerpo y alma de don Avelino Araya, el hombrecillo de traje plomizo, de gafas y con su sombrerillo redondo de ala corta… Al compás del movimiento, me hace cortésmente un saludo de –“adiós nos vemos”–, con su maletín de cuero bien liado a su cuerpo, mientras el tren emprendía una rauda marcha… Bajé la mirada y me sentí culpable, El Malo ganaba otra vez…

En estas postrimerías de mi vida, podría relatarles a ustedes, cuantas historias más acontecieron en el Barranco Reinoso y muchas otras sin testigos para contarlas… Muchos años atrás, me encontré con don Vicente Valdés, forajido montado, relatador de varios hechos acontecidos en ese paso del puente, venía saliendo de la cárcel por ajuste de cuentas. Él fue mi salvador; de las aguas del río de aquella noche maldita del 24 de agosto y, fue testigo ante el juez en mi enjuiciamiento. Y, a un que sea paradójico, el mismo Satanás fue salvador de mi condena judicial, puesto que el Marrullero maldito, sin piedad, continúo cometiendo atrocidades en ese lugar… En efecto, al tinterillo chico, del traje plomizo, vestido de vendedor como siempre, hijo del sistema del Diablo, se le vio en otros lugares de la región cometiendo marrullerías. Cargaba un maletín lleno de insultos; varias pólizas de seguros, unas pomadas de planes de salud indescifrables llenos de tintas endebles y cuchufletas. Y, lo más terrible, quería robarle la afiliación al seguro obrero a un centenar de mineros pobres provenientes de las pampas salitreras… Mi decencia me condena ya en mi hora, no estoy contigo Lucifer, no con tu sistema de robar las almas de las gentes, engañándolas con tu sistema capitalista, pactando miserias y endeudamiento de por vida… Estaré viejo, pero no estoy para tu reino. 

En mi abatimiento y última lucubración mental, quizás tal como a ustedes, me surgen las dudas proscritas de los hechos acontecidos en Los Barrancos del Diablo;  ¿cuales asaltos fueron de Lucifer y cuales de Vicente, y que pacto tendrían entre ellos?…  Es mejor que te deje marchar de mi mente, ser insípido e indecente, en mis conceptos ya no cabes; ni alma, ni desprecio. Tú naciste malo, y yo nací humano… Ya estoy cruzando el puente y me voy por el camino sereno añorado.



domingo, 31 de julio de 2011

EL ENTIERRO DE DON GOYO



EL ENTIERRO DE DON GOYO

Por, Clenardo Zepeda C.


Mientras esperaba impaciente en el andén de la Estación de Ferrocarriles de la Calera, en un día de invierno, para ser más exacto el día sábado 5 de Agosto de 1967. Observaba el entorno cambiante de la Estación en ajetreo; con sus gentes, sus máquinas, los ruidos y los enormes bultos de cargas.  El tren de la tarde que debía salir hacia el norte, en el cual me embarcaría, ufanaba con sus calderas humeantes dispuesto a partir, solo le retenía y le amarraba a esa larga espera, la ansiada llegada del “Convoy de Santiago” que traía pasajeros y carga de trasbordo. Se había retrasado demasiado y la espera  me era larga, incluso llegaba a ser angustiosa. Llegué desde Valparaíso ese día temprano, contento de haber culminado mi primer semestre universitario y tenía impaciencia por encontrarme con mi familia, en mi tierra, en Combarbalá… veía gente tumultuosa moverse en los andenes húmedos por la niebla tardía, voces de vendedores desvanecidos por la tardanza, perros somnolientos y tristes, muchos bultos y abarrotes esperaban cargarse hacia las ciudades nortinas. Y mientras me absorbía ensimismado en mis ideas inocuas, se me acercaron unas gitanas jóvenes, quienes cargosamente intentaban leerme mi suerte, no pude resistir a tanta insistencia, puesto que a ese momento el día ya me parecía funesto… Al escucharlas, de sus palabras habladas y por la claridad de sus elocuencias, me hicieron pensar sobre un acontecimiento ocurrido en el Parral, y recapitulando unos diez años atrás empecé a enhebrar una vieja historia que por fin podía dilucidar… entonces un traqueteo a lo lejos, un creciente machacar de fierros sin tregua se aproximaba… sin duda, es la locomotora “V 820” que lastimeramente hacía la aparición en los andenes de la Calera… y durante esa larga y fría noche de viaje a Combarbalá pude recordar y entender lo que realmente pasó con el “entierro de don Goyo”.

Tan pronto se depositó la última palada de tierra por los panteoneros, acomodaron unas escuálidas flores mugidas de Agosto, sobre una tumba con olor a cebollines y a tierra húmeda por la lluvia. Los pocos y vetustos parroquianos que acompañaron los restos de don Gregorio hasta el panteón de Combarbalá, desaparecían raudamente en actitud evasiva de compromiso cumplido, e incluso a mis escasos años de edad presencial, pude vislumbrar que algunos escaparon rápidamente de la parroquia tan pronto el Sacerdote dio por terminado el responso. Comprendí, que a falta de familiares deudos, los pocos vecinos que lo acompañaron desde Pama y el Parral solo cumplían con su acto de misericordia y debían volver antes del medio día al campo, o en su efecto, les apuraba la sed atragantada de echarse unos buenos tragos de vinos en la cantina del “Quita Penas” cercana, como la costumbre les imponía cada vez que enterraban a un coterráneo, atribuyendo el acto del vicio a la despedida del finado.

Aquel día del funeral, mientras el lúgubre ataúd provisto por el Seguro Social del Estado, bajaba con apuro estrepitándose sobre las paredes del foso y desaparecía en las oscuridades de una tierra húmeda y aceitosa, se me vino a la memoria de cuando conocí a don Goyo.  Se le veía todos los días a este viejo pastor de cabras campeando por los cerros del Parral detrás de los animales, acompañado siempre de su fiel perro. Sus años avanzados ya no le permitían mucha movilidad de desplazamiento por entre las piedras y montes, pero siempre llegaba a las cumbres más escarpadas, parecía disfrutar del viento en la cima. Para los ojos de nuestra niñez pelusilla nos resultaba tenebroso, le observábamos por largos ratos y no comprendíamos como no desbarrancaba en su caminar, le gritábamos cosas de niños desde un cerro a otro, a veces nos respondía. Su actuar era lento pero persistente, nunca fallaba en su procesión diaria, salía con el arreo cuando los primeros rayos refulgentes del sol mañanero pintaban por el oriente la cumbre del cerro Movilo y regresaba cuando estos mismos rayos marchitos de atardecer se ocultaban tras el Cerro Negro. Para mí, en mi recuerdo, siempre fue un anciano ermitaño y su apariencia me infundía cierto miedo, sus ropas roídas, sus barbas largas y espesas al igual que sus crenchas canas bajo un tongo roñoso con olor a sudor y a guano de cabras. A su apariencia se le sumaba un cojera de larga data y un ojo visco y nebuloso de color plomizo. Para nuestra mirada de impúber, el no era un pastor de cuentos, era un cesante, un tirifilo pobre que escasamente  subsistía marchitamente detrás de un puñado de cabras quejumbrosas.      

De toda una vida vivió de allegado ejerciendo su trabajo de pastor. En un principio le sirvió a un buen patrón arrendatario del “Fundo El Parral” quien lo acogió dándole la comida y el techo, aparte de una paga escuálida y retrasada. En aquellos tiempos, los dos, siempre detrás de los animales recorrieron varios caminos entre cordilleras chilenas y argentinas, y en sus andanzas pasaron muchas peripecias y penurias, y también con ellas se les fueron pasando los años. En aquellos buenos tiempos de su juventud, en un par de veces tomó el tren y enfiló a las pampas nortinas a pasear, según su fe y misterio, por allá tenía alguna familia y debía visitarlos. Vivencias que solía contarles a los más conocidos cuando pocas veces por el cerro se acercaba a compartir un mate. Con los años malos y las entradas de los otoños míseros, tanto para su patrón como para él, no les dejó alternativas que aceptar el sometimiento de los atardeceres sombríos. Sin embargo, no faltó un buen hijo de su patrón, encariñado desde niño con este fiel y anciano pastor que lo arranchó en su humilde hogar, encargándole el cuidado de un puñado de cabras a cambio de la comida y un ruco por techo. Fue en ese entonces, que esta familia protectora, al no poder darle alguna paga iniciaron los trámites ante el Seguro Social para que se le otorgara una humilde pensión de invalidez.

Lo cierto es que, ya desde algunos años, era el comento de los lugareños que don Goyo como jamás bajaba al pueblo y se lo pasaba una vida entera en los cerros, nunca tenía la oportunidad de gastarse ni un centavo de lo juntado. Entonces aseguraban que desde hace mucho tiempo, venía guardando todo el dinero de su jubilación en un gran tarro de lata mantequera de quince kilos y lo ocultaba sigilosamente en un lugar de entierro por donde él pastoreaba. Supuestamente por el sector de las vegas de los cerros del Manzano. Y es más, tenía en su entierro otros tesoros que podían ser, según los vecinos, varias monedas de plata traídas desde la Argentina cuando de joven iba a las cordilleras de Donoso y Los Machos y, otras diversas joyas de valor que había juntado cuando de año en año viajaba a las oficinas salitreras del norte y le compraba éstas a mujeres alegres abandonadas en la pampa o a maleantes pendencieros agolpados en los puertos que requerían de efectivo para sus marrullerías. Los parroquianos del sector, en sus conversaciones del día a día, cada vez se alimentaban más en comentos del tesoro que tenía el viejo Goyo enterrado y, algunos de ellos estimaban que alcanzaba a la suma de unos cincuenta mil escudos, es decir, como parte baja alrededor de esa suma. Y es más, cada día las lenguas en reuniones de cantinas, de trillas y pasillos le aumentaban el monto, al igual como subía la espuma de la codicia.

El tren ya había partido para el norte, con todo el atraso comentado, su traqueteo  avanzaba con cierta rapidez, su gran fumarola se conjugaba con las nubes rojizas del crepúsculo invernal. Mientras me acomodaba en ese vagón de tercera, sobre una banca de madera descolorida en medio una fauna diversa de pasajeros apretujados de frío, me daba vuelta el subconsciente del por qué lo agradecidas que estaban las gitanas de una familia campesina, de los alrededores de Combarbalá, y en memoria a ellos, me desearon los mejores parabienes a mi persona… Cada ciertos y largos trayectos de la vía férrea, el tren disminuía acompasadamente su carrera, acompañando con pitazos anunciantes la llegada a una próxima estación cercana. En algunas de ellas, demoraba  más de lo deseado, entonces me bajaba a los andenes a caminar y a matar el tiempo en silencio. Y si mi presupuesto de estudiante me lo permitía, me compraba una botella humeante de café de cebada, prefería ignorar los ofrecimientos variados del resto de los vendedores… luego continuaba el interminable viaje, mientras me distraía observando por los vidrios de la ventana, como las estrellas jugaban a ocultarse entre nubes arremolinadas y aparecían nuevamente titilantes entre los claros del infinito nocturno… Entonces, ensimismado en mis pensamientos, de poco a poco, iba lucubrando los recuerdos de aquel pasado… en la sumatoria de minutos que pasaron en mis recuerdos, no me di cuenta que nos acercábamos ya a la Estación de la Ligua. 

El apuro por despedir prontamente al difunto, tenía su razón de ser; algunos de aquellos que difundieron el entierro que tenía don Goyo, en su actitud se mostraron muy prestos y solícitos en acudir a los campos a rodear sus ganados por las tardes de ese mes de Agosto y como nunca habían demostrado tanto interés por el cuidado de sus ganados, denotaban su torpeza en el ocultar sus comportamientos. Los cerros del Parral cobraron magia. A los vecinos se le veía ofrecerse para salir a la leña, a los chaguares, a catear minas y otras diligencias que duraban días enteros… hombres que nunca se habían apartado de los surcos y del arado o de las barrenas en los pirquenes. A todos ellos se les vio subir y bajar cerros, recorrer quebradas y meandros, escudriñar riscos y escarbar hasta por debajo de las matas de chaguares. Todos ellos furtivamente, disimulando, ignorándose y observándose. Todos ellos en busca del entierro… Pasó el resto del invierno y llegó la primavera, la búsqueda se concentraba en lugares más precisos y aquellos más ambiciosos recurrieron a prácticas de magias no vistas en la zona, consultando a chamales y clarividentes, otros más avezados y creyentes del “Malo” contactaron a seudos brujos empeñando hasta su alma por la causa… El tiempo pasaba y el tesoro no se encontraba. Sin embargo, proliferaban las venidas de personajes extraños de diversos lugares, como de; Salamanca, Petorca, La Ligua y Coquimbo que venían a realizar algún trabajito por encargo de los lugareños. A estos visitantes oscuros, se les vio  bajar de los trenes nocturnos cubiertos con atuendos largos y negros de cortes fantasmagóricos, y se presentaban carentes de identidad humana, como si fuera el lucifer mismo.   Y en ese venir y deambular de personajes extraños por esos lugares apacibles, y verles ejecutar sus prácticas de desentierro, se recobraron con ellos antiguas tradiciones nocturnas ya casi perdidas en la zona; como el “echar a correr la vela” para ubicar el lugar preciso del entierro, o el “soltar una gallina negra en la noche”, y otras prácticas diurnas con elementos técnicamente raros; como el uso de algunos viejos y modernos detectores de oro, se les vieron empuñándolos recorriendo por cada una de las quebradas. Además de las infaltables y diversas varillas de cobre en manos de sonámbulos empecinados por encontrar el entierro. Como nunca, en esa zona humilde y aislada fue centro del interés inusitado y reunió un sinnúmero de buscadores de fortuna empleando hasta las más inverosímil prácticas de desentierro.

Durante años los buscadores recorrieron los cerros y llanos, y cada cierto tiempo los más empecinados volvían al intento en busca del entierro. Nada encontraron. De los bienes de don Goyo, al momento de morir solo quedaron algunos trastos de cocina, una vieja montura y su perro, aparte de un roñoso colchón de lana con mantas descoloridas y otras ropas roídas, que antes de quemarlos, se las regalaron a una familia de gitanos pobres que pasaron por allí, en aquel frío invierno de 1957. 

El sueño por ratos me borraba y me desvanecía entre murmurios mixtos y lejanos, proveniente de la población viajante de alguno de los catorces carros del Convoy. El vaivén del tren continuaba maltratando a los sucesivos durmientes de madera enclaustrados en el balastro de piedras, quienes crujían al paso del tonelaje en comunión con la larga y gélida noche… al fin mi mente despertaba y la luminosidad tenue de una ciudad a la distancia anunciaban la pronta llegada a la Estación de Salamanca, en la misma donde años atrás embarcaron los brujos, en dirección a mi tierra a desenterrar el tesoro…  Unos bufidos de vapores cortos y amistosos de la locomotora, saludan ó despiertan a los presentes apiñados en los andenes escarchados. Mientras el tren se aproxima adolorido y maltrecho disminuyendo las revoluciones del traqueteo hasta que los chillidos de los frenos terminan por detenerlo. Muchas personas bajan y la estación por minutos parece alegre de saludos y vapores humeantes emanados de las voces. Observante del movimiento de la Estación por ese tiempo me distraje, pero al cabo de unos minutos, reanudamos el viaje al norte. Subieron algunos campesinos enmantados sin la apariencia de la brujería que yo esperaba encontrar, quizás bajen en Illapel… y luego de un tiempo en marcha, la noche raudamente empieza aclarar con los primeros atisbos de luminosidad de la naciente luna alzada en la blanca cordillera… Mi mente volvía al recuerdo del “entierro de don Goyo”, y mientras se escuchaba una débil melodía de  radio en un coche lejano, lentamente fui hilvanando lo que empezaba a presentir.

Las gitanas de la Estación de La Calera, me preguntaron hacia donde viajaba, – hacia Combarbalá les contesté, – eres afortunado, me respondieron, y me empezaron a contar una historia desde hace diez años atrás, de la cual no le presté mucho interés, se trataba de lo siguiente: “…en un frío invierno, como este, con nuestra familia muerta de hambre y frío, viajando de Ovalle a Combarbalá, pasamos a la casa de un campesino en busca de comida y agua caliente, éste vivía en una localidad un poco antes de llegar al pueblo de nuestro destino a orillas del camino. El, muy amable nos recibió y a cambio de leerle la suerte, nos regaló un pato y dos gallinas y cuando nos disponíamos a partir nos preguntó si queríamos llevarnos un viejo colchón con mantas percudías y un par de roñosos paletós, los aceptamos sólo para pasar la fría noche, empero en ellos encontramos una gran fortuna con la cual nos cambió nuestras vidas… Paisano, no sea soberbio, si alguien en esos lugares le regala algo usado, acéptelo de buena gana y revise entre los pliegues de los trapos y se acordará toda la vida de ellos, no sea orgulloso joven y le irá bien por la vida…”

En mi  largo silencio, raudo e inocente y sin respuestas a mis preguntas, mirando los rieles perdidos en la distancia de la noche alunada, siguiéndome por la luz de la locomotora en las incontables curvas, me abismaba en mi ser… ya solo me esperanzaba de que pronto llegaría a mi tierra y estaría con mi gente… Ya poco me importaba el frío del amanecer insipiente, poco me importaban ya los ronquidos y olores  de los dormidos y de las conversaciones trasnochadas de mis vecinos del vagón, que por mucho que trataba de entenderlas en su filosofía, caían en el abismo de la nada, solo palabras y de ellas parece que ya me acostumbraba… Pareciera que en este simple viaje, me acostumbraba a aceptar las cosas, fueran simples o complejas, fueran verdaderas o inciertas… Como explicarle a mi pueblo, que descubrí el “entierro de don Goyo” viajando en un tren, meditando en una banca de tercera clase. Que el tesoro nunca fue enterrado en el cerro del Manzano, que la fortuna se fue con quienes nunca la buscaron. Se fue con una familia de gitanos pobres y errantes, sin apego ni a la tierra ni a lo material. Como explicar, que la ilusión y avaricia por encontrar el entierro persiste en muchos hombres hasta el día de hoy, y que han gastado parte de su vida y más recursos por encontrarlo que el valor mismo de éste. Y qué pensarían aquellos brujos jactanciosos de tantos viajes e intentos fallidos, acudiendo a prácticas de magias negras y a sus desesperados experimentos sobrenaturales para encontrarlo. Y porque tanto afán de atesorar de este viejo pastor, que lo llevó acumular y a esconder en sus ropas harapientas su fortuna…  Y así, mientras el tren avanzaba mi mente con su desordenada filosofía, símil a mis años vividos, no encontraba respuestas a tantas preguntas de la vida misma, explicaciones del por qué ocurren las cosas y de tantas cosas sin respuestas, del por qué lo injusto es justo y del por qué la miseria del pobre es injusta y perdurable… sin darme cuenta de pronto  ingresamos a un túnel enorme y oscuro, el “Túnel del Espino”, caí en un vacío de pensar, demoramos demasiado en vencerlo y cuando vimos la luz clara al salir del brocal norte, el amanecer era pulcro y diáfano, ya estábamos en la comuna de Combarbalá. Empecé a desencajar mi cuerpo mohíno por el matraqueo del tren, ya mi mente se aclaraba en paz, tranquila por el frescor de mi tierra y contento de haber amanecido en ella esa mañana del día domingo 6 de agosto de 1967.

domingo, 26 de junio de 2011

NOCHE DE SAN JUAN



NOCHE DE SAN JUAN

Por,  Clenardo Zepeda C


Noche de San Juan, de estrellas escondidas entre nubes negras, de lluvia copiosa, de viento intermitente y atmosfera húmeda, de ganado rumiante y  perros asustados… Los vecinos inquietos, inciertos, silentes acurrucados por la noche encienden sus calderos para ocultarse del frío… fluyen historias de San Juan, historias de gitanos, historias de bandidos, todas a medias, en voz baja, a veces en una prolongada sordina, expectantes como si fuera un velorio…

Pama Abajo 24 de Junio de 1750, día de San Juan Bautista... atardecer envuelto por un viento arremolinado, juguetón y siniestro, manifiesta su existencia en la atmósfera reinante pintando de acuarela el crepúsculo tardío y, empujando nubes aborregadas y brisas húmedas desde el norte hacia un cerco imaginario, circundado por cordones de montañas en donde reposan, se condensan y lloran sobre el valle de Pama

Atardecer escondido en su aparente mansedumbre, caído sobre los campos, las lomas y arrabales. Tarde de costumbre, de contrastes, de recogimiento y de silencio para los humanos, no así para insectos, aves y animales.  Los vuelos suspendidos e indecisos de las golondrinas de invierno, los cantos de los queltehues quebrantados y acusadores y, el relinchar de los potrillos anuncian el inevitable aguacero…  unos perros ladran metáforas indescifrables a cualquier elemento del paisaje, a seres extraños, al viento o algún aldeano en su arreo… otros bullicios de niños, aves y balidos se suman en concierto como para despedir los ajetreos de la tarde.

El valle de Pama, ubicado al poniente de Combarbalá, emplazado entre lomajes, senderos, quebradas y serranías dominantes de; un horizonte abierto, de brumas aplastadas en las estaciones frías y sol abrumador en los días largos.  Allí, de tiempos ancestrales las aldeas y caseríos reflejan los siglos, vislumbran la vida de sus gentes y su existencia en esta tierra. Su hábitat se confunde con ellos, su caminar en caminos y senderos estrechos, moradas construidas con piedras y barros entre paredones ruinosos y álamos añosos tronchados en aguadas secas a medio cerro, y álamos vigorosos esbélticos, vecinos de los sauces bebientes en las vegas del río.

La pequeña aldea de Pama, por esos años, bordeaba casi un centenar de personas, compuesta de pocas familias pero numerosas en integrantes, poseedoras de mucha tierra de secano y poca de riego,  aprovechaban pequeños potrerillos para siembras y pastizales, criaban ganado en la medida que le permitían los años y cada cierto tiempo la naturaleza desmembraba lo sumado.
Habitaban en chozas sórdidas; en piezas estrechas y oscuras, hechas con horcones de algarrobos y rellenadas con chilca estucadas con barro. Los techos de cañas de trigo o totora, renegridos por el humo rebelde que no respeta las troneras estrechas y deformes… sus puertas y ventanas quejumbrosas, ubicadas en posición este ó oeste, para eludir los vientos principales y aprovechar los rayos del sol, y se vislumbran a través de estas; los pisos de tierras disparejos y entre los rincones oscuros abultados lechos sobre camastros desaplomados e insuficientes para sus habitantes.

Aparte de la aldea, existen casas de majadas  ubicadas estratégicamente en aguadas pobres, al lado de potrerillos pedregosos llenos de malezas, de amapolas y espinos, cercanos al río o en acequias intermitentes, estacionarias y dependientes de aquellas nubes de aguas que hoy predominan en el arrebol tardío.

En esa tarde, desde la entrada norte del valle, por el Camino del Inca, se escucharon ruidos de cascos de caballos en un tranquear apresurado, herraduras chispeantes en fuegos fugaces fenecidos en el polvo del tropel. Un aldeano comentó:  –« ¡se sienten bajando los barrancos colorados, enfilando hacia el río por la Piedra de la Virgen!», las voces de los jinetes se distorsionaban en el aire; agudas, amplificadas, chirientas y quejumbrosas. Los ladridos aullientos de los perros auguraban miedo y misterio… los segundos se hacen eternos… el silencio es completo, estático y frío… –« ¡cada vez se sienten más cerca!», mientras tanto, el viento viene arreando nubes negras y cargadas para verterlas en una noche que se presiente maldita.

Aquel puñado de jinetes no era habitual para los aldeanos de la campiña, absortos en su pensamiento en aquella helada calma ficticia, les invadía un miedo indescifrable que sus mentes y cuerpos no podían soportar,  –¡¡bandidos!!, en sus razonamientos no podían ser otros,  por años y por siempre las historias de estos, habían asolado el valle, –¡¿y cómo no?! – si el valle era parte del Camino del Inca y, paso obligado para el tránsito entre Santiago y el norte hasta el Perú. Entonces para ellos les era frecuente avistar; el paso de caravanas de mercaderes, comitivas diversas, ejércitos y un sinnúmero de bandoleros y bandidos… Y, a pesar de la presunta cercanía de las voces, la oscuridad compleja en complicidad con las sombras de terrenos ondulados y el soplar arremolinado del viento, por mucho intento no podían vislumbrar a los visitantes…

Las sombras de los algarrobos abultados e inquietos se confundían con el espesor de las nubes amenazantes e inducían a siluetas prejuiciosas y tétricas que sumaban a la ansiedad reinante, y aquellos pobres aldeanos entre el desconcierto mental y latidos acelerados, buscaban en los claros de las fugaces nubes rojizas algún signo vidente o alguna explicación de aquellos extraños visitantes…

Sin respuestas definidas en aquel crepúsculo en retirada, el tiempo les parecía interminable y, mas aún,  el miedo tremolar se les conjugaba con una disimitud de ruidos; los  balidos de las cabras apiñadas a media falda del Quiscal, con los graznidos de pájaros nocturnos en las vegas del río y los rebuznos de los burros inquietos que anunciando una acelerante lluvia buscaban refugios en los potreros de Calderón, al oriente de las Piedras Blancas… los perros con sus aullidos lastimeros pasaron a un segundo plano y, solo las ráfagas de un frío viento de invierno les recordaba a ellos que el peligro persiste…

– « ¡Vienen por la revuelta de la Madrina!» – (a cuarto legua de la aldea) – sus voces son más claras y sus conversaciones son más amigables…  – « ¿serán bandidos? »… – « ¡traen mulas cargadas y no es tiempo de arreo! », – respondió otro.  Pero en la lontananza del ocaso no se distinguen muy bien las siluetas, y sin parar en plena marcha, los bultos súbitamente enfilan hacia el río bajando a los Barrancos Plomos y, allí en ese trance al bajar por la cima de la ladera y enfrentados al espejo crepuscular del cielo se pueden distinguir las figuras de unos diez jinetes y cuatro mulas de tiro.

Se detienen y desmontan en las vegas del río, dan de beber a las bestias y descansan fatigosamente. Murmuran diálogos diluidos en ecos sonoros que rebotan en las faldas del Usillar… Los ecos parecen suspenderse agónicamente en las quebradas, no el frío de la tarde. De pronto, dos jinetes montan y emprenden camino hacia la aldea. Los ladridos se reanudan y la inquietud trémula vuelve instantánea en los habitantes…, – « ¡se acercan, no hay caso debemos enfrentarlos! » – exclamó un aldeano.

Era inevitable, los cascos de los caballos resonaban en aumento por la quebrada cercana, azuzados por la complicidad del viento noroeste que enarbolaba ráfagas tenebrosas.  Algunos de ellos, ingenuamente cogieron unas trancas de madera y otros más avezados se ubicaron estratégicamente al lado de unas horquetas y rozones. Todos expectantes a cualquier enfrentamiento, todos unidos en un mismo pensamiento… aquellos intrusos no se detenían y venían de frente al tumulto aborregado y, ellos al ver esas figuras al alcance de la vista, como salidas de un manto de niebla pudieron apreciar la uniformidad de ellas, en efecto; vestían uniforme de soldados realistas y sin duda eran parte de un batallón… los suspiros y las ¡gracias a Dios! escaparon a un tiempo de los villanos. Los respiros a media pausa y los murmurios soterrados eran elocuentes. –« ¡Yo les dije que eran soldados, desde que aparecieron por la regüelta!»  – exclamo uno, enrostrando al resto. A lo cual con tonos unísono varios respondieron refunfuñando sin entendimientos, como en un acto de liberación de tensiones y de los vahos acumulados en sus cuerpos.    

– ¡Muy buenas tardes señores! – habló el capitán:  – «…venimos desde la Serena, por encargo y mandato del excelentísimo Gobernador del Reino de Chile Don Domingo Ortiz de Rozas y vamos en marcha hacia las tierras del Marqués de La Pica», – y continuando el capitán – «nos hemos detenido en este valle de Pama a pernoctar y, como de costumbre nos hacen saber los emisarios, nos hospedaremos en la posada de su merced Sra. Salomé Isidora de Zalamea, distinguida dama de la Provincia de la Serena del Reino de España, a quién buscamos hoy…».
  
Ante el asombro y silencio de los lugareños por la existencia de tal distinguida dama, los uniformados complementan la pregunta:  – «la posada en mención se emplaza en el solar que se ubica al oriente del río, deslindando con este, entre las aguas que corren entre las pozas de Don Pedro y Don Ramón»,  – y el soldado continúa describiendo el lugar buscado. – « el solar tiene arboledas, mucho forraje y caballerizas que pueden abastecer un ejército de dragones de nuestro rey Fernando VI…  doña Salomé  nos ha preparado un recibimiento y nos espera antes del anochecer ».  Más atribulados y confundidos aún el puñado de vecinos, por la búsqueda de esa señora resaltada por el misterio puesto en las palabras de estos visitantes y, viendo la oportunidad de deshacerse de ellos un aldeano llamado don Abelardo de Zepeda marrulleramente respondió nervioso. – « ¡sí su merced, yo sé donde es¡ » – y ante el asombro de los demás, y creyéndose más panudo que el resto y, ante la adversidad y el miedo le salieron las palabras oportunas o inapropiadas. – « ¡Su merced, en donde están vosotros apostados avancen dos cuadras río arriba y encontrarán las pozas profundas como para bañar yeguas!...». Después de otros diálogos, en donde comentaron que la misión encomendada era llegar a las tierras del Marqués para fundar una villa (actual Illapel), y sin mencionarse mas el nombre de Salomé, dieron las gracias en nombre del Gobernador y ante el atisbo de las primeras gotas de aguas que empezaban a caer, voltearon sus caballos y se perdieron en las oscuridad de la pronta noche embebida...

Una vieja vetusta, flaca y chica con aire matriarcal que ya no podía contener su lengua zampoñosa  exclamó: – ¡por la santísima Virgen de Andacollo van a la casa de la pobre Jacobita! – ¡cierto!, comentó otro – ¡es la única majada de aquí pa’rriba cerca de la laguna! Y ante la suma de lamentos y comentarios, dos o tres hombres, incluyéndose “Abelardo”,  avanzaron  al sur a media cuadra de la aldea,  con sus oídos muy azuzados para escuchar los pasos del piquete… – ¡sin duda!, – enfilaron río arriba, parecían contentos; silbidos, risas y relinchos que al pasar de los segundos se desvanecían más y más ante las ráfagas aborrascadas y el tupido gotear persistente de la lluvia ya desencadenada.    

Doña Jacoba del Rosario, una señora de indescifrable edad, no menor a unos sesenta y tantos años, bastante para la época, de una estatura respetable que aunque corcovada por los años era superior al de los hombres de la vecindad; de rasgos agitanados, de  facciones tristes, un rostro envuelto en una piel de arrugas y, notase bajo un pelo ceniciento su nariz perfilada y sus ojos idos por el hambre o por un estado mental que perpetua la mirada en un infinito inexistente.

Sus manos grandes y cadavéricas mostraban sus dedos suspendidos en tendones descarnados como los de su cuello largo, uñas gruesas y resquebrajadas amarillentas y renegridas por su ajetreo cotidiano. Su caminar cansino sin prisa sin rumbo, sin tiempo, conjugaban una silueta plomiza apoyada en un bastón desaplomado cortado de una rama de chañar. Sus ropas descoloridas, sucias y roídas denotaban unas blusas y faldas largas que, sumadas unas sobre otras envolvían su cuerpo esquelético. Una faja harapienta sobre su cintura, no podía ser obviada, ante la costumbre repetida de acomodarla con un disimulado movimiento. Completaban su atuendo, unos zapatos entaquillados deformes y rotos por el uso, un viejo chal sevillano de percala blanca que era su mayor tesoro de su reminiscencia y, un pañuelo en la cabeza de colores chillones que ocultaba parte de sus trenzas de varios días mal hechas y trasnochadas.

A pesar, de su mente perdida en lagunas de abismos, en sus cimas de corduras brotaba la elocuencia de una voz fina y elegante, con sones melódicos andaluces españoles. Sus diálogos breves, no de tiempo, desprendíanse de sus palabras un pasado parisino de salones y tertulias señoriles. Sin embargo, nunca menciono ni habló de su pasado, parecía que tuvo la voluntad de desterrarlo, de erradicarlo de su pensamiento y de su vida. En su viejo archivo reflejado por los años, denotaba la perdida de su esencia. Como si alguien había robado su ser, como si un espíritu endemoniado la hubiera poseído y no le dejaba refulgir su alma angelical, no mostraba sentimientos de amores y odios, solo le quedaba un comportamiento reflejado en su actitud afable. Su presencia, trasmitía a los demás claramente un nimbo melancólico, su mirar  describía en sus ojos un presente ausente y un futuro sin sentido… un alma entregada.

La anciana Jacoba, cuando su salud le permitía, solía de días por medio visitar de una cada vez y no más de tres casas de la aldea. Su frecuencia de visitas, era para aquellas familias en donde le trataban con respeto y le servían una hogaza de pan, un trozo de queso y leche cuando la temporada lo permitía…, su miseria era hiriente…, el hambre le hacía salir de su hogar y visitar a estos vecinos…, probaba muy poco de lo servido y de costumbre los restos los guardaba entre los pliegues de sus ropas y, a pesar de su misteriosa personalidad la gente le tenía cariño y compasión, su condición personal y su aura nimbada sobre lo terrenal le destacaban su ser, su ser no era común.

En su rancho aislado y desmenguado, se destacaban grandes algarrobos esparcidos, abanicados y diseminados en su campo, con sus resinas negras y espesas en el día y las sombras negras y abstractas por las noches, que al silbido del viento y al graznido exacerbado de los guaydaos conturban al labriego andante que pasa por esos caminos después de cumplir su jornada en los surcos melgados… Cercano a las higueras agazapadas y remolonas, contrario al viento norte, existe un gran algarrobo, centenario grueso y curco, de él, hoy en día, solo queda su tronco resquebrajado y algunas ramas famélicas escasas de púas y hojas lagrimientas, aún testigos de esta historia.      

Y fuera de los deslindes de los potreros de Jacoba, en el campo abierto, en la lontananza del valle, como una fiel composición armónica de aquella tarde de invierno se visualizan; los cerros, arbustos, cactus y piedras en tumulto, adormilados y acompasados, esperando arropados el manto gélido de la oscura noche de San Juan.

En ese atardecer oscuro, de aires viciados de humos inmóviles y densos hasta la angustia, aires rancios agazapados en los suelos húmedos, imposibilitados de escapar del peso abrumador de las monstruosas nubes negras que llenaban lo recóndito, llenaban el infinito. Los aldeanos tumultuosos empezaban a inquietarse y preparaban los camastros para los más pequeños, se proveían de leña y ponían al resguardo sus pocos granos cosechados, aseguraban ventanas y puertas y corregían inútilmente algunos techos de cañas desplazadas, en espera de la lluvia…

Cuando empezaron las aves en bandadas a volar en remolinos, inquietas, exclamando entre voces estridentes y desesperadas, y las vacas lanzando bramidos angustiosos y, hasta los ratones buscaban sus cuevas sin rumbos, desorientados,  ante la alerta cierta de la naturaleza… Un ruido profundo nació de un estallido en lo más alto de los cielos o quizás de las entrañas de la tierra. Instantáneo recorrió los campos, se copió en los cerros y subió por las hondonadas, repitiéndose los ecos en las quebradas de Los Gatos y de Los Santos, alzándose al cerro Grande y hacia la Punta Blanca, y sin desaparecer el sonido retumbante en los oídos,  un segundo y tercer trueno arremetieron sin piedad sobre Pama… y en un contar de segundos, de improviso, la tierra se ilumina de poderosos resplandores cegadores de colores espectrales, relámpagos cruzan el valle zigzagueando, desafiando el magnetismo y la gravedad física. Rayos endiablados penetrantes rompen hirientes las nubes indeformables y éstas como cuan susceptibles de su virginidad, rompen en llanto… un llanto débil fino y copioso. Pero a los truenos le irrumpe el viento invisible, en trombas frenéticas, participantes en son de batallas. Otros truenos, alejados y menores caían en la cordillera, la cual blanca e iluminada mostraba ante tanta soberbia su belleza…

El viento norte fue cada vez más fuerte, envolviendo en sus masas calidas el arreo y consuelo de las nubes grises, entregadas irrumpieron en una lluvia desatada, en una conmoción inmensa queriendo vaciar toda su naturaleza sobre la tierra… una cortina de agua formaba un velo infranqueable, ruidosa, copiosa y mojada…

Alguien rompió el silencio y otros respondieron.  –…Cuando amaine la lluvia echemos un vistazo a la Jacobita…, – ¿le habrán hecho algo estos desgraciados?,   – ¡a lo mejor se fueron!, – ¡ojala Dios quiera! La lluvia no paraba, parecía tomar fuerza ante tanta desesperanza…

En ese instante, empapados por el aguacero y forzosamente venciendo el viento, volvieron de Combarbalá dos Jinetes de una majada cercana. Quienes al no poder continuar a su morada por las circunstancias, solicitaron alojamiento en la aldea. Relataron que habían ido a vender un piño de corderos y se habían demorado echándose varios potrillos de mistela en la chingana de don Blas.  – ¡Tremendo sustos nos dieron paisanitos! – comentó Abelardo. – Pensamos que eran los soldados godos. – Si no fuera por que nos gritaron por los nombres, otra cosa hubiese sido – les comentaban.  Les hicieron pasar a una choza, en donde en permanente vigilia estaban los hombres mas corajudos alrededor de una fogata. En otras chozas contiguas y más resguardadas permanecían los ancianos mujeres y niños con las puertas y ventanas bien trancadas. Luego de contarles a las visitas lo acontecido por la tarde; – « ¡ocurrió casi a la oración paisanitos cuando aparecieron!», y para romper un poco el hielo, los afuerinos aún entonados por el trago, sacaron de los costales de su aparejo, un garrafón de agua ardiente, que al escanciarse a la primera vuelta entre carraspeos guturales, en ningún posillo sobró nada. Por un momento olvidaron el aguacero mientras animadamente pasaban el frío…

En esos pequeños espacios de soledad que existían entre sucesivas nubadas de agua y ante los segundos reinantes del silencio se escuchaba una música lejana y atrayente, alegre e incierta de melodías solfeadas y acompasadas con los susurros del viento, con las goteras en los tiestos y el chispear del fuego. Música confusa, arremolinada, bella y esquiva.

Habían pasado unas tres horas de haber obscurecido, la lluvia las había echo eternas para esas familias de las chozas, por fin amainaba un poco, era un claro en la inmensidad de la noche, si hasta los leños declinaban sus llamas en los renegridos calderos. Fatigados y soñolientos, casi nadie había comido ni siquiera un mendrugo de pan, sus cuerpos no les había permitido…  

De pronto, súbitamente alguien pronunció: – ¡¿Escuchan la música…?!, – ¡Sí, y viene del rancho de Jacobita!, – respondieron otros. Entonces, uno de los afuerinos mas letrado que el otro, de apellido Talamilla, les comentó que al bajar por los desechos de la quebrada de Los Gatos se avistaban luces y una tremenda fogata en el rancho de ña Jacoba, como si fuera una gran trilla en pleno aguacero.  –¡Venaiga compadre Talamilla, ¿por qué no lo dijo antes?! ¡son los soldados enfiestados!... Algunos valientes envalentonados por el alcohol escanciado, se levantaron de las fogatas y se prestaron caminar hacia la loma separadora, entre la aldea y el rancho de Jacobita, en dirección a esa música lírica… mientras la tormenta daba un pequeño espacio de sosiego para aquellos improvisados y curiosos investigadores.

Mientras el resto en la aldea, se comentaba el propósito de los soldados de fundar la villa San Rafael de Rozas en los terrenos de la Hacienda del Marqués, donados al Gobernador Ortiz de Rozas. Uno de los aldeanos, descendiente de españoles, llamado José de la Huerta, relató que hace tiempo que andan con esa cuestión. Pues, en un viaje a la estancia de Quile, con su patrón don Alamiro del fundo de Pama, les escuchó en conversa de grandes hablar con los Jesuitas dueños de las tierras de Quile; – «…que el actual Gobernador no quiere quedar en menos y quiere imitar lo realizado por el Gobernador José Antonio Manso de Velasco»,  – ¡así es pues ganchos!, ese tal Ortiz, quiere fundar villas como de a lugar. –Y otro complementa el diálogo; – « creo que anda rejuntando indios y campesinos y los llevan de los campos a villas improvisadas y lo hace con la ayuda de los curas, y enseguida le plantan un curato, pa’ puro tributarle al Clero »…  – ¡Entonces los soldados decían la verdad!...

De los que fueron avistar a la Jacobita, entre ellos Abelardo, aún no volvían. En el intertanto, don José continuaba con otro relato; recordaba de haber conocido en un viaje a La Serena el año 1736, con el mismo patrón, a un capitán llamado Juan Céspedes y Carrión quien por mandato del Obispo de santiago Don Juan Bravo del Rivero, le mandó edificar una Iglesia parroquial en Mincha, la cual sería el segundo templo en el Reino de Chile de la doctrina Chuapa la Baxao de Mincha, y este capitán le había solicitado ayuda y contactos con los vecinos de Combarbalá, en materia de alimentos y carpinteros para cumplir con esta misión. –Y prosigue De la Huerta; no obstante, después de pasar mucho tiempo sin ver al capitán un día por la tarde, como el de hoy de 1741, llegó por estas tierras y nos comentó que iba a Mincha a iniciar los trabajos de la Iglesia, trabajos que todavía a este año no se han concluido. – Dice don José.  – «…Así es amigos, cada cierto tiempo aparecen comitivas de soldados a parar bandera por estos Lares, pero en un día de San Juan, es mal augurio…».

…Nos costó mucho llegar por la oscuridad y el barrial tupido por el agua, pero cuando alcanzamos la loma, a cuadra y media de distancia nos encontramos de súbito que el rancho de la anciana estaba convertido en una chingana, – ¡pero de esas chinganas gigantes compañeros! Una gran fogata divisamos al centro de la era para trillas y varios fuegos pequeños diseminados alrededor, –¡parecía como si un ejército acampaba con cientos de carpas iluminadas! y a pesar de que el agua nos rebotaba por el lomo, en ese lugar endiablado no caía ni una gota. – ¡Así era no más compañeros, ni una gota!, divisamos muchas siluetas de soldados a contra luz, danzando eufóricamente entre griteríos de voces de mujeres y músicas desentonadas por el viento… El rancho parecía agrandado como casa de remolienda, iluminado por sus contornos con lámparas de aceites y de sus interiores escuchamos el sarao con tonadas y joropos. Afuera, los hombres endemoniados, se desgañitaban a canto con mujeres alegres, hasta unas marchas de guerra se pegaban, y no le paraban a los trinques a vasos llenos, el vino corría como el agua… Entonces, decidimos volver por que el aguacero arreciaba demasiado. Y, ni siquiera nos dimos cuenta a la hora que llegó el grueso del ejército y hasta con mujeres incluidas. – «¿a lo mejor llegaron por el sur? ¿ó por Combarbalá?, – ¡venaiga la fiesta pa’ güena paisanos, y nosotros mojados como diuca!...  comentaron los cuatro enviados de regreso a la aldea, ante la tormenta nuevamente desatada y, a lo lejos la música desasida mantenía un ecualizador de solfeo variado.

El relato traído por esos moradores, no hizo más que aumentar los miedos y misterios, y en algunos casos cundió los ánimos exacerbados y angustiados de los más ancianos enfurruñados por el comento, hasta que uno se pronunció enérgicamente –¡esto no da pa’ más! – les trataron de locos desquiciados, – ¡¿…como es posible semejante barbaridad, ustedes no tienen consideración ni respeto por su gente?!...  el silencio fue calador y todos acusaron recibo del mensaje del viejo, se miraban trémulos en busca de una verdad que calmara tanta impaciencia.

Ya pasada largamente la media noche, los gallos ni siquiera chistaron su existencia, y a eso de las dos de la madrugada cuando ya en el momento límite de ser insoportable la ansiedad avasalladora del tormento, alguien más circunspecto y cuerdo que el resto dijo: –¿Vamos a investigar pariente?, –¡Sí yo le iba a decir lo mismo!,  se sumaron otros dos al intento y, arropándose con mantas húmedas, abrieron la puerta trancada, por donde se dejó entrar un chiflón de viento y agua endemoniado, forzosamente cruzaron el umbral y desaparecieron en la noche inefable.

El velo de agua interpuesto a sus andar, evitaba ver a más allá de sus bultos, la inocua lamparilla de aceite amenazaba con apagarse en cada tromba sin tregua que imprimía el viento arreciador. Empero, a la lejanía, desde una fugaz y tenue claridad se escuchaba música, canto y algarabía. Al acercarse sigilosamente a cencerros tapados, hasta donde el miedo y la prudencia les permitió, vislumbraron un rancho distinto al contado, se le veía apacible, glamoroso e iluminado y regazaba en su interior una alegre fiesta, con rasgos cortesanos de abolengos y prosapias de la corona. Y, entre la zarabanda de los asistentes y la filarmonía de los instrumentos orquestales, se escuchaba un estribillo de una melodiosa sirilla…
   
Y al observar tumefactos, ocultos en el corralón de piedras entre los bufidos de las bestias, con la vista puesta en el umbral iluminado del rancho, de súbito aparecen con un aura de resplandor, llenos de risas, la hermosa Salomé con un soldado realista asido a su cuerpo. Él con unas jarras de vino vacía y Ella, esbelta, radiante y hermosa. Un traje negro sevillano de velos negros desbandados hasta el suelo les ceñían su silueta gacélica, denotando sus curvas torneadas, de caderas amplias, cintura fina y sus pechos altaneros mostraban sus formas y piel suave. Piel  humedecida por las gotas de aguas, similares al rocío acariciando una flor fresca en una mañana de primavera. Sus cabellos briosos de azabaches fulgurantes, arremolinados por el viento húmedo, porfiaban sobre su tez clara sobre una estructura angelical y fina. Y como si la maldad misma se trasformara en la hermosura pura, unos ojos negros profundos e hipnotizadores hacían derretir a cualquier hombre que exista en la faz del mundo terrenal.

Circunspectos y aturullados, los observantes, ante inusual belleza jamás vista, ni siquiera imaginaron a la anciana Jacoba convertida en la hermosa Salomé. Salieron del umbral y se encaminaron hacia las fantasmales sombras de los algarrobos, ante las obscura noche y la tormenta que vuelve a desencadenarse brutalmente, como protegiendo a Salomé de extraños palurdos que quieren robarle su belleza, como si las sombras espectrales la protegieran con su manto lucífero… El tiempo se detiene en un segundo y un estruendoso rayo fulminante e iluminado se parte cercano a un algarrobo en donde se vislumbraba la figura de Salomé. Las bestias adormiladas se despiertan desenfrenadas y rompen ataduras  huyendo de los corrales circundantes entre bufidos y gritos desgarrados, como si un enorme monstruo vampiresco les rompiera sus vísceras.

Ante la acusante estampida de los caballos y más por el miedo ya acumulado de ser sorprendidos, instintivamente emprenden una rápida retirada y, de pronto, se refrenan pasmados ante sus visiones…, la vuelven a ver de regreso, angelicalmente ante la tenue luz emanada del umbral. Caminaba sola, sin acompañante, con dos jarras asidas por sus asas llenas de vino. Al entrar al jolgorio, su presencia fue recibida con vítores por los soldados.
Echaron a correr desenfrenadamente hacia la aldea. En sus concientes tumultuosos no había distingo entre los crujidos de la tormenta, voces y gritos de humanos, mugidos de bestias, pájaros nocturnos y otros indescifrables. En su huída despavorida por los campos traviesos cubiertos de lodazales, se atascaban en los surcos arados enterrándose hasta las rodillas y en forma forzosa se desenredaban y  volvían a caer en charcos y quebradillas, hasta llegar a la aldea, donde absortos contaron la terrible aparición…           

Ya de amanecer, en la atmosfera temprana y adormecida de la aldea, algunas fumarolas blanquecinas de leños trasnochados y moribundos despertaban insipientes, alzándose enarboladas por entre las oquedades de los techos de cañas humedecidos… eran el sino del amanecer llegado.

Como en una procesión tumultuosa y trémula los vecinos angustiados caminaron hacia el rancho endemoniado. Desde la cima de la loma, cuando divisaron el rancho calcinado de Jacoba, no se advertía ninguna alma extraña ni signo de vidas. Sin embargo, una decena de pequeñas y grandes humaredas de fogatas yacían en diversos puntos de los potreros alrededor del rancho. Estos rescoldos de algarrobos apagados por la lluvia, emitían los últimos humos resignados a desaparecer diseminados en el campo, como vestigios de una batalla que se desencadenó en plena tempestad, abatidos por fuerzas más poderosas… como si el Malo participara en la fiesta y en la destrucción de aquellos misteriosos visitantes… de Jacoba y los restos del rancho, ya no quedaba nada, solo un montón de cenizas humeantes y nauseabundas escapaban en desaparición hacia el infinito. Y para los habitantes atormentados de Pama, una inefable vivencia, una inolvidable noche de San Juan, que a pesar del tiempo pasado se revive hasta el día de hoy, sobre todo cuando de tarde en tarde se vuelve a reaparecer por esos lugares una hermosa Salomé.

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