LOS REMOLINOS DEL TRANQUE
Por, Clenardo Zepeda C.
La pareja de ancianos abstraídos contemplaban
melancólicamente las aguas del embalse, mientras unas cuatro velas
reblandecidas y tristes, se extinguían lentamente sobre una pequeña roca en el
abismo del cerro. Era un día de sol claro después de las lluvias. La cascada de
aguas liberadas por las compuertas formaban un arcoíris a esa hora de la
mañana. Desde el mirador, cercano al puente de cimbra, sus miradas
compenetradas parecían buscar un objeto en la gran masa de agua. Nuestra
curiosidad por ver la abertura de compuertas del tranque rebasado por las aguas
nos había dirigido hasta allí. Nuestro grupo de amigos adolescentes, al
acercarnos a ellos, les saludamos respetuosamente antes de cruzar el puente.
Entonces, el hombre de aspecto humilde, con sus ojos azulados y esperanzadores de respuestas nos preguntó -¿Han visto los
remolinos en el agua? – ¡No! respondimos en coro. - Cuando las aguas suben al
nivel máximo aparecen estos remolinos y también en las noches de luna llena. -
Nos comentó. Nosotros continuamos caminando sin reparar en el sentido de sus
palabras, motivados por la prisa de ver las compuertas en su magnitud. Ellos,
permanecieron en contemplación por un largo rato más, hasta que el ruido de la
vieja camioneta Apache, nos atisbó que se retiraban del lugar.
Al llegar a casa, después de ese agotador día
de excursión al embalse, le comenté a mi madre de los acontecimientos del día,
del comento de los ancianos sobre la aparición de peligrosos remolinos en el
tranque, a lo cual ella agregó: - Ellos siempre vienen a cumplir una manda en
memoria de su padre, quien zozobró en las aguas del tranque… Entonces, mi
curiosa adolescencia se empeñó en conocer aquella misteriosa historia. Y, al
día siguiente, en compañía de mi hermano volvimos a ese mirador en donde supuse
que los encontraríamos.
El hombre se presentó afablemente como Manuel y la mujer, su hermana Rosa. Al poco de conocernos, nos
comentaron que sería su última visita al
tranque por sus avanzadas edades y
menguada salud, siendo para ellos muy importante que se conociera la verdadera historia de su padre… Manuel sacó su tabaquera, lío un cigarrillo parsimoniosamente, lo
encendió con nerviosismo y dio inicio a su relato:
Mis abuelos heredaron de sus antepasados, de
tiempo inmemoriales, unas hijuelas a orilla de río, lo que hoy en día está sepultado por las aguas del tranque.
Vivían humildemente de lo que daba tierra, de la alfarería en greda y de unos míseros
pirquenes de oro claveteado en el farellón del cerro. Ahí mismo, en donde se
construyó el muro del embalse. Ellos envejecieron y al morir le pidieron a mi padre,
hijo único, que por la memoria de sus ancestros enterrados jamás abandonara estas
tierras sagradas. Además, en ellas existía un gran mineral que debía descubrir,
diez veces más grande que la Mina Las Mostazas.
Mi padre, de nombre Abdón Araya, acató los deseos de sus
progenitores tal como les prometió… Con los años se casó con mi madre de la
cual nacimos cuatro hijos. Éramos felices en nuestra infancia, jugábamos y
crecíamos en ese mundo infantil ideal, en esa naturaleza que hoy ya no existe. Pasaron los primeros años en el campo y quisieron
darnos una educación básica. Con mucho esfuerzo
nos envió en compañía de nuestra madre a estudiar a Coquimbo donde unas
parientes solteronas, ruinosas de un pasado aristocrático. Al poco tiempo de
estadía en el puerto, mi madre cogió una pulmonía, su frágil cuerpo no asimiló
la humedad costera y falleció dejándonos a la deriva de la adopción a los
cuatro hermanos. Mi padre desolado en su soledad, no pudo llevar a cuestas ese
dolor y con el tiempo, ido en su retraimiento se volvió ermitaño confinándose
en su majada. Solo de vez en cuando se le permitía vernos. La vida nos llevó en
nuestra infancia a crecer en una involuntaria separación. El tiempo, la
distancia y el olvido lograron enterrar los frágiles e inocentes lazos de
familia.
El cigarrillo lentamente crepitaba en los labios
de Manuel, el humo envolvía sus
barbas blancas y su tez curtida por el tiempo. Luego de estas pausas de sorbos,
de bocanadas débiles, llenaba sus
pulmones enjutos y cobraba nuevamente vida para volver con interés a su relato:
El año 1933, profesionales del Departamento de
Riego de la Dirección General de Obras Públicas del Ministerio de Fomento,
vinieron a hacer los estudios de ingeniería
para la construcción del Embalse de Cogotí. Mi padre Abdón, jamás pensó que lo expropiarían de sus tierras, ni mucho
menos que al hermoso valle le inundarían 850 hectáreas fértiles con 150 millones
de metros cúbicos de agua. Desde el momento en que le notificaron, jamás quiso
firmar nada. Se apoyó en un señor Leiva, me parece que era abogado en
Combarbalá y, a pesar de los pobres escritos que presentaron argumentando las
pertenencias de las tierras heredadas desde el tiempo incásico, no hubo caso,
se logró imponer la fuerza de la Ley… Y, pasó el tiempo hasta el año 1935,
cuando llegó la firma contratista del tranque, la empresa constructora BOSO
& Compañía. Y sin perder un día se iniciaron las obras a toda marcha
irrumpiendo la apacible vida de los lugareños.
Los humildes vecinos propietarios de los
terrenos inundados; aledaños a los ríos de Cogotí, Combarbalá y Pama, no tuvieron
opción y debieron partir dejando lo más preciado, “la Tierra”. Se allegaron con
esperanzas a los caseríos cercanos a la línea del Ferrocarril; en La Ligua, La
Colorada y San Marcos. El Tren Longitudinal Norte, en esa época estaba en pleno
apogeo y para ellos les parecía algo esperanzador avecinarse a los rieles.
Abdón, con su tozudez de
ermitaño, desde un principio tramó vencer a los invasores de la construcción
del embalse, tenía sus razones; quería proteger esas tierras sagradas a toda
costa. Sus padres habían pasado toda su vida en ese lugar, cuidando los entierros
existentes de usurpadores afuerinos. Estos tesoros fueron ocultados por los Incas,
cuando tuvieron conciencia del robo del oro y asesinato del Inca Atahualpa por
los españoles, de inmediato cortaron las remesas al Cuzco de las minas “Los
Fonditos” aledañas al río de Pama y las ocultaron en diferentes lugares del
valle.
Pues no había tiempo que perder, Abdón debía encontrar el tesoro o
expulsar a los constructores de la represa. Y, para tener más conocimiento de
los movimientos de estos afuerinos, se hizo contratar en la empresa como
jornal. Lo dejaron como nochero al cuidado del polvorín de explosivos. Por el
tamaño de la obra se utilizaron muchas toneladas de explosivos; para cortar los farellones rocosos de los
cerros que dan lugar al muro cortina de 82,70 metros de altura, para construir
el túnel de la compuerta, el vertedero de rebalse en la roca viva y varias
obras anexas necesarias como los caminos de accesos.
En su soledad nocturna de largas noches
interminables, lucubraba muchas formas de vencer al invasor, pero no lograba
dar con la fórmula adecuada. La construcción con todas sus instalaciones y
recursos montados era un monstruo gigante, nunca visto ni imaginado por los
lugareños y, para Abdón no era fácil
atar todos los cabos para aniquilarlo... No fue hasta que en una clara noche de
luna, se le presentaron cinco Duendes revoltosos, eran los guardianes del
tesoro. Los traviesos Duendes habían dormido por mucho tiempo en pequeñas
cuevas en los farellones rocosos del cerro, hasta que fueron despertados por
las fuertes tronaduras que
secuencialmente reventaban los mantos rocosos de los cerros. Se presentaron
alegres y amistosos con el hombre, con sus atuendos de mineros muy coloridos;
con morral, lámpara, palas y picotas,
listos para desenterrar el oro escondido. Si bien Abdón se sintió asustado y sorprendido en un principio, luego comprendió
que estos pequeños hombrecillos eran los cuidadores de los comentados
entierros. Eran tal como su abuelo le había comentado haberlos vistos en
apariciones; en algún pirquen minero o tomando sol en las arenas del río. Les
comentó a sus pequeños amigos del propósito de la construcción de la represa. Y
luego de varios diálogos de acercamiento, concluyeron y estuvieron de acuerdo
en desenterrar cuanto antes las riquezas, solo qué, ni ellos mismos sabían
dónde estaban ocultas. Habían dormido por mucho tiempo y poco recordaban. Se
propusieron hacer una sociedad y cada uno tocaría una sexta parte de los
entierros encontrados. Abdón les
invitó alojarse en su casa, ésta sería el centro de operaciones de la sociedad.
A los Duendes les gustó mucho su nueva morada, el jardín, el huerto de frutos y
hortalizas, la bodega de alimentos y la compañía de aves y animales. Así, en su
alborozo se pasaron días y noches enteros jugando y, de búsqueda del tesoro
nada.
Al volver el ermitaño del trabajo, encontraba
a los Duendes con su barriga repleta de tanto comer miel y frutos frescos de la
huerta, además de queso y leche que aportaba el rebaño de cabra. Si no estaban
comiendo, se entretenían en la fabricación de vasijas, se les veía afanosamente
amasar tiestos de gredas, que después de secos, ellos mismos quebraban en sus
jugarretas o simplemente le arrojaban piedras a modo de probar su resistencia.
Estos cinco torbellinos tenían toda la majada revolucionada, los gatos se habían
marchado, las pobres gallinas estaban histéricas y un par de perros cachorros
les seguían las jugarretas. Abdón
llegaba cansado y por un tiempo les dejó ser, pensó que era bueno un poco de
compañía y alegría en ese hogar. Su pasibilidad no duró mucho, estos pequeños
demonios le colmaron la paciencia cuando se percató que le dieron sus dos
costales de higos secos al chanco que demandaba a gritos comida, y estos higos era
toda su reserva del invierno. También destruyeron los colmenares de abejas y se
comieron su miel. Y es más, hicieron una cazuela, en un fondo con agua
hirviendo echaron vivas las dos gallinas ponedoras, enteras con plumas
incluidas.
Entonces tuvo que hablarles claro a estos
hombrecillos que ya estaban subidito de peso, y les mandó a buscar los tesoros
que habían convenido, pero pasaban los días y no había ningún hallazgo. Una
noche se acercaron al polvorín donde él cuidaba, le comentaron que estimaban
varios lugares en donde podían estar los entierros, sin embargo se requería de
mucho esfuerzo desenterrarlos puesto que estaban muy bien ocultos. Entonces le
pidieron al socio, que les pasara una buena cantidad de pólvora para el
desentierro, ellos mismos por las noche la acarrearían desde el polvorín hasta
la morada, a lo cual el hombre accedió con mucha esperanza. Los Duendes se
entusiasmaron en esa aventura y empezaron a fabricar bombas explosivas con las
decenas de marmitas de greda que habían hecho. Los tiestos de diversos tamaños
las llenaban con pólvora dejándoles una mecha trenzada de totora recubierta con
cera virgen. Por las noches, cuando Abdón
partía a su guardia, ellos montaban en unos burros pardos y salían a repartir
la dinamita a los diversos lugares en donde estaban los entierros… Y, así
pasaba el tiempo, hasta que un día, mientras las aguas de los ríos lentamente continuaban
llenando el tranque, los duendes se marcharon sin dejar rastros, sin avisar en
donde estaban las cargas de pólvora, se llevaron con ellos el secreto y un centenar
de bombas sin destino.
La represa empezaba a crecer, ya había pasado
más de un año, los terrenos lentamente se fueron sepultando por las aguas y Abdón, no tenía la solución para salvar
las tierras… recordó con nostalgia a sus amigos Duendes al ver que los
esfuerzos por rescatar el tesoro quedaba lentamente sumergido por las creciente
oleada de agua.
El hombre, un día domingo de faenas
paralizadas, quiso recorrer el túnel construido en la roca madre del cerro, que
daba a la compuerta de evacuación de las aguas. Al recorrerlo con su lámpara de
carburo vio refulgentes e iluminados por el candor de la luz, varios veneros de
oro que se descolgaban entre el barro pulposo que cubría las paredes del
socavón… Había descubierto las anheladas vetas de oro claveteado. Se ubicaban profundas,
a varios metros en la entraña del cerro. Se sintió desolado y herido como si la
estocada del cerro irrumpiera en su alma… Triste pensó, que el intento de los Duendes
era imposible a esa profundidad y, sintió una gran melancolía el no poder
ayudarse entre sí en esa ingenua complicidad de sociedad… Había encontrado el
yacimiento pero los entierros de los Incas permanecían ocultos, quedaba una
esperanza, quizás sus amigos puedan volver cuando las aguas se agoten, cuando
en los años de sequías se muestren los lechos de los ríos en sus cauces
naturales como lo fue en antaño… Ante sus ojos las aguas continuaban inundando
las hectáreas de terreno y ese mar fue creciendo a diario sumado por las
lágrimas de Abdón.
Cuando las aguas del tranque llegaron a los cimientos de su casa y
empezaron ahogarla para siempre, tomó su bote de madera y deambuló varios días
sobre las aguas, no quiso recoger nada de su existencia en esa morada, salvo
unas decenas de marmitas de greda convertidas en bombas por los Duendes… A la
fecha nadie sabe donde las depositó, se dice que en el túnel de las compuertas,
pensaría tal vez vaciar de una vez esas invasoras aguas que se represaron en su
preciada tierra. Aguas que ahogaron los tesoros de los Incas y tal vez sepultaron a sus Duendes
custodios.
La empresa BOSO & Compañía terminó de
construir el Embalse de Cogotí el año 1939 y se retiró del lugar. Desde ese
momento la represa entró en funcionamiento. Y cuando el tranque llegó a sus
aguas máximas por primera vez, la claridad de la luna dejó ver unas explosiones
en el agua levantándose varios metros en altura, y luego de eso, unos enormes
remolinos como trombas marinas tragaban hasta las profundidades lo que
circundaba a su alrededor… Luego de esa noche de explosiones y remolinos en el
tranque, suelen sucederse de cuando en cuando.
Manuel, compungido por el
recuerdo y con su nudo en la garganta termina diciendo en su relato: - A mi
padre Abdón Araya, se lo tragó un
remolino, días después encontraron el bote hecho astillas zozobrado en la orilla-.
…Cuando la presión del agua es mayor, sumada
la atracción de la luna llena sobre el embalse, las vasijas de greda convertida
en bombas por los Duendes, empiezan a reventarse provocando las explosiones y
remolinos. Nunca se sabrá cuando y donde explotarán, también no se sabe el
lugar exacto. Se cree que en cada explosión debe existir un tesoro, al menos Abdón encontró el suyo y el mismo
remolino lo llevó hacia él… Si te detienes a observar el tranque en una noche
de luna llena, es probable que en las masas de agua veas una explosión, en ese
punto habrá un tesoro, tal como te lo ha narrado esta Leyenda.
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