jueves, 6 de diciembre de 2012

EL DIABLO EN LA CAPILLA



 

EL DIABLO EN LA CAPILLA

Por, Clenardo Zepeda Cortes.

 
Esta historia ocurrió en una aldea vecina al este de la Villa de San Francisco de Borja de Combarbalá, distante a una legua y media y, por hoy se le conoce  con el nombre de “La Capilla”. Sin pecar de presunción ni tampoco en lo banal de lo que puede ser una leyenda, y siendo mesurado y en su justo equilibrio de las cosas, podría pensarse que la construcción de su capilla y el nombre que dio  su origen a esta localidad “La Capilla” tiene sus inicios, si no es cierto, en el siguiente relato:

Corrían los primeros días de Abril del año 1876, para ser más exacto era el día domingo 2, a media mañana. Se les veía reunidos a un grupo de compungidos vecinos sobre un promontorio, donde preparaban una estación del Vía Crucis, acechaban acaloradamente al párroco de actitud intranquila y confundida. -¡¡Debemos expulsar  al diablo de este lugar, no podemos permitir que se lleve nuestras mujeres y nuestras almas!! ¡¡Hay que implorar a Dios, bendecir las tierras, algo debemos hacer urgente!!  De esta manera se manifestaban en rogativas al representante de la iglesia, ante la eminente presencia del Lucifer que asolaba la tranquilidad del poblado.

Lo que conocemos hoy por “La Capilla”, en aquel tiempo era un asentamiento de campesinos, poseedores de hijuelas de riego heredadas de la repartición de tierras. Sus gentes vivían tranquilamente del producto de sus chacras y huertas, mantenían hermosas arboledas, cosechaban abundantes y exquisitos frutos regados por las aguas claras y cantarinas del río de Combarbalá. Además de los alfalfares, cultivaban con buen rinde, la cebada y el trigo en potreros de rulos ubicados en las explanadas de los cerros centinelas del valle. Todos los años, en el tiempo de las cosechas, los vecinos trabajaban en grupos apoyándose mutuamente en tareas de recolección de los frutos y productos. A esta acción grupal, le llamaban “mingas” o “mingacos”. Siendo las fiestas de “Las Trillas” y la “Pela de Durazno”, las más celebradas y tradicionales en su época.

Las Trillas del trigo era una fiesta que duraba dos o tres días, una vez segado el trigo y con las gavillas en la era, se anunciaba el esperado día de la Trilla. La faena empezaba a la salida del sol cuando llegaban los concurrentes; huasos, labriegos y peones aparecían de diversos lares de la comarca. Se soltaban en la era una veintena de yeguas arreadas por una pareja de huasos, se les hacía correr dando vueltas en troya, sobre los manojos del cereal hasta desprenderse de su espiga. La Trilla terminaba con una gran parva de grano y paja apilada en el centro del ruedo. Durante los días de faena abundaba la comida y al termino de esta, se concluía con una gran fiesta y tragos para los participantes.

En cambio, la Pela de Durazno, para huesillos y descarozados, era más íntima y duraban varias tardes y noches. Se daba en varios huertos simultáneo y, dependiendo de la afabilidad de los dueños de casa, o intereses de los asistentes, unos eran más concurridos que otros. El dueño de la cosecha admitía a vecinos, amigos y algún forastero estival enamorado, que llegaran a la Pela de Durazno. Estos trabajos se iniciaban al amanecer cuando se recogían los frutos para llevarlos a una enramada de culenes, donde la fruta se apilaba sobre una cama de yerbabuena o alfalfa. Una vez que los duraznos estaban cosechados y apilados, se esperaba la llegada de los participantes. Hombres, mujeres y niños, sentados alrededor de la pila, con cuchillos y canastos iniciaban el pelambre de los frutos. Mientras afanaban alegres, se entretejían amenas tertulias, cahuines cotidianos y amoríos juveniles, lo que hacía muy animada la velada entre los asistentes. Conforme la cantidad de la cosecha, se ofrecía una fiesta al final, de lo contrario se les daba chicha y mistelas durante la jornada diaria, también se compartía el mate con queso de cabra y churrascas entrada la media noche. Hambre no  pasaban podían comer la fruta a destajo. En otros casos de mayor abundancia, los frutos apilados escondían una vasija o fudre, con vino o chicha, que era abierto bien entrada la tarde, casi a la oración, cuando la pila se reducía al mínimo y el líquido se dejaba ver ante los ojos de los sedientos comensales. Al terminar la media noche, varios marchaban emborrachados a sus hogares en medio de los frondosos caminos enmontañados de árboles y trepaderas. Algunos jóvenes galanes, caminaban muchos kilómetros sorteando cerros y quebradas para llegar a la peladura y, más de alguno en su largo caminar vio espeluznantes espectros, apariciones y hasta al mismo Demonio.

De los vecinos del sector, el más potentado era don Antonio Carrasco de Alzamora, quien tenía un duraznero de varias cuadras y cosechaba decenas de quintales de fruto seco. Sin embargo, era una persona parca y avara, le invadía un aire rancio de estirpe extinguida. Si no fuera por su mujer afable y sus cinco hermosas hijas, en edad de noviazgo, pocos se le se acercarían a su chacra. El era bastante estricto con sus hijas, no les admitía relacionarse con el común de los vecinos, solo les permitía por las tarde bañarse en las posas del río y asistir a las tertulias y bailes que daban las casas patronales de las haciendas vecinas  de “Centinelas” y “Ramadillas”. A ellas, solamente se les veía en los veranos, dado que estudiaban internadas en Illapel y La Serena. Al menos dos de las hermanas se educaban para Maestras de Enseñanza Primaria, en la Escuela Normal de Preceptoras de La Serena, recién fundada el año 1874. Lo comentaba orgullosamente a los vecinos su madre Sra. Carmencita Aguilera. Tenían de criada una vieja esclava negra, llamada Julia de Sousa, quien acompañaba a las hijas donde fueren. La criada se la dejó por herencia su madre cuando se casó con Antonio. Esta mujer de color practicaba ciertas hechicerías y sanaciones, obteniendo resultados comprobados por los mismos enfermos y, más de alguna magia negra ejerció en favor del ganado y de las cosechas del patrón Antonio, según el comentillo del viejo Juan un carbonero que trabajaba con él de mediero.

En aquel año del 1876, a don Antonio Carrasco de Alzamora se le manifestó una desmedida codicia contra sus vecinos. Todo ocurrió en la cosecha del durazno, las hijuelas de los demás lugareños se llenaban de voluntarios, de distintos géneros y edades concurrían alegremente por las tardes a las cosechas. En cambio con él, no era caso, se había esmerado en invitar a la gente y solo se presentaron un par de mocetones jóvenes afuerinos, flojos y despabilados que lo hacían por el solo interés a sus hijas. Al verse un tanto desesperado, por la suerte que corrían sus cosechas al paso de los días, recurrió a la negra Julia, le contó solo en parte sus intenciones, ésta convencida de las rogativas de su patroncito accedió y le entregó el arte de invocar a Satanás. En esa misma tarde, Antonio instruyo al mediero Juan para que cumpliera lo siguiente: -«Corta dos maderos de higuera seca para hacer una cruz de tu tamaño, luego ve y degollad un chivo negro, el más grande, deja la sangre correr y embadurna el cuero con un manojo de palqui. Luego me cargas todo sobre el macho negro aparejado».  Al anochecer, el indiscreto mediero vio al patrón cabalgar hacia el cerro Centinela con el macho cargado de tiro. A media noche, a la distancia en la cima del cerro Juan observó una gran fogata nacida de la nada, era un fuego distinto, de color rojo granate chispeante y de humos verdes, refulgían dos figuras negras que acaloradamente transaban un pacto. Asustado se persigno y corrió a encerrarse en su morada, atragantado con el comentillo de lo visto, al tiempo que se desataba un vendaval de llantos de perros acusando la existencia del Satanás en las frondosidades del río. Llantos agudos de miedos nocturnos, desesperados y desgarradores que no pararon hasta el amanecer.

Al día siguiente y en adelante, las cosas empezaron a cambiar en la aldea. Antes de radiar el sol, se les vio en la chacra de los Carrasco de Alzamora, afanar raudamente a un grupo de media docena de personas jóvenes y fuertes, de buen trato y prestancia al juzgar por sus voces a la distancia. Vestían hábitos, parecían pertenecer a una orden religiosa por sus atuendos similares a los frailes franciscanos, sus capuchas impedían ver sus caras. Trabajaban en la recolección y peladura de los duraznos. Obraban en silencio y metódicamente en dos jornadas; desde el alba hasta la salida del sol y de la puesta hasta las doce de la noche, el resto del día no se les ve.  Ni siquiera Juan, de lengua azuzada para el chismeo pudo explicar sus permanencias en la chacra.

Durante las noches, los perros cargados de miedo no paraban de llorar y sus aullidos se replicaban envolventes por los ecos del cajón del valle. En los habitantes se infundió el miedo como una ráfaga de terror negro, y más aún cuando empezaron las primeras apariciones de espectros y bestias tenebrosas. Las primeras visitaciones se iniciaron al atardecer, en los callejones oscuros y frondosos de matorrales que daban hacia Pueblo Hundido, al cruzar los vados del río. En estos pasos obligados, el mal reinaba y nadie se atrevía a cruzar el río por las noches. A los caminantes se les atacaba impidiendo el paso, se les obligaba a devolverse. Las personas dejaron de caminar por la noche y abandonaron las peladuras de durazno. Y, a medida que avanzaban los días, el demonio también se tomó los caminos principales que conducían al poblado de Ramadillas y hacia la villa Combarbalá cometiendo asaltos y ultrajes a los carromatos y carruajes. Los viajeros, peatones y jinetes víctimas de los ataques, muy despirituados y aterrados coincidían en un descripción; decían que un hombre sin cabeza, vestido de negro con una enorme cruz de fuego y atado a gruesas cadenas doradas les interceptaba el paso, les asaltaba despojándole de sus pertenencias y les obligaba a devolverse. Otras veces era un hombre oso con ojos de fuego y garras de acero, del porte de un buey y rugido de león que saltaba de los sauces sobre las cabalgaduras derribando a los jinetes y arañando las bestias. Y otras apariciones se daban en pleno día; aves gigantes tipo Piuchen, Cueros de agua y otros espectros cadavéricos se les aparecían a orillas del río a los bañistas, robaban sus ropas dejando grupos completos desnudos.

Durante el día, los hombres temerosos y agrupados buscaban pistas para descubrir al demonio, nada encontraban, solo unas vacas por aquí y otras ovejas por allá sin cabezas, destripadas y sin sangre, sin contar las mortandades completas en los corrales de cerdos y gallinas.  Las cosechas de duraznos de los vecinos, por los acontecimientos ocurridos se había perdido en gran parte, solo la chacra de don Antonio cosechaba sin contratiempo. No había respuesta a los ataques del diablo, tampoco había noticias de la identidad de los trabajadores encapuchados de los Carrasco de Alzamora.

Los vecinos decidieron organizarse, se turnaron para  hacer una vigía por las noches, mientras en todas las casas y chozas se guardaban temprano, con las puertas y ventanas trancadas y luces apagadas para no motivar la presencia del demonio. Todas las moradas permanecían en silencio, sin embargo, les resultó misterioso que en la chacra de don Antonio la peladura continuaba con normalidad hasta la media noche entre conversaciones y risas, en esa casa el diablo no reinaba. Decidieron no perderle vista a ese grupo de peladores, se dieron cuenta que al terminar la jornada y al iniciar la mañana, no se le veía salir ni llegar de la chacra. - ¿es raro, muy raro? -¡con lo fregado y estricto que es el viejo es imposible que se alojen allí! – comentaban los vigilantes.

El diablo, desde el inicio de las vigilias de los vecinos, se aparecía poco por la noche. Se sentían herraduras de caballos chispear por las piedras, unos gritos embellacados y risas a la distancia en medio de la noche en alguna quebrada lejana, como si el demonio estuviera enamorado deleitándose con el cuerpo de alguien. Parece que había cumplido su objetivo de evitar la cosecha de los lugareños y cobraba su pacto.

La noche que don Antonio terminó de cosechar, ocurrieron hechos esclarecedores. Juan el carbonero, durante el día avisó a los lugareños de que sería el último día de cosecha, y por lo visto terminarían más temprano. Ello motivó a los más valientes de la aldea a organizar una redada y caerles de sorpresa a los afuerinos encapuchados. Desde la oración permanecieron ocultos, aguardaron en unos corrales de piedra cercanos a la chacra y, tan pronto obscureció, en silencio se acercaron  lo más próximo a la zona de trabajo. Juan temerosamente, había destrancados los portones de acceso. El grupo provisto de mantas y lazos, sigilosamente se prepararon para aprehender  a cada encapuchado y en el momento preciso a la orden de: -¡¡Ahora ya¡¡ irrumpieron el lugar sorpresivamente cayéndoles  encima con sus mantas y apoderándose de cada uno de ellos. Al fragor de los forcejeos y trifulca las lámparas de luz rodaron por el suelo dejando toda la ramada a oscuras, en medio de la zalagarda se escuchaban griteríos confusos de hombres y mujeres.

Mientras duraba la trifulca, a la luz de la luna nocturna, un brioso caballo negro arrancaba de las pesebreras de la chacra y a toda fuerza galopaba bufando por la callejuela alejándose como un rayo, lo montaba un jinete emponchado, obscuro y sin rostro, se llevaba asida por delante a la más hermosa de las hijas de don Antonio y, ante los ojos del padre se perdió en el abismo de la noche… Los cascos y el tintinear de las espuelas de a poco se fueron atenuando en la distancia de la noche embebida.

Con la bullanga ocurrida en la chacra de los Carrasco de Alzamora, se congregaron rápidamente varios vecinos con antorchas, pensaron que habían atrapado al diablo. Fue grande la sorpresa cuando ante la lumbre de la luz descubriéndose bajo los atuendos franciscanos, muy trémulas y en desatado llanto a cuatro de las hijas de don Antonio, muy nerviosas y avergonzadas ante la familiar concurrencia. En esos momentos, sin reparar en los hechos don Antonio llegaba desesperado por el flanco sur, a todo trote montado en su viejo macho negro disfrazado con cueros de ovejas negros y arrastrando unos costales con piedras  y, del callejón que daba al río apareció muy cansada jadeando la negra Julia disfrazada de un enorme oso, era tal su parentesco que los propios perros de la casa desataron agudos aullidos al verla.

La familia entre llantos trataban de explicarles a los exaltados vecinos varios puntos que parecían indescifrables: Primero, la familia estaba en banca rota, se habían endeudado en varios créditos para mantener las apariencias, estatus y educación de sus hijas ante la exigente aristocracia de la ciudad. Y, ante la desesperación de perder la cosecha de durazno al no tener la ayuda suficiente de los vecinos, la familia había decidido hacer ellos mismos el sacrificio de cosechar.  El punto estaba, que no debían ser vistos, no podían exponerse a que se les viera, para no caer en el desprestigio y la vergüenza de la pobreza, en honor y honra a su prosapia y abolengo. Se debía mantener las apariencias. Las hijas inventaron lo de los atuendos de monjes Franciscanos y don Antonio con la negra Julia, se encargarían de infundir inocentemente por las noches la existencia del demonio, con el único fin de que los lugareños se recogieran temprano y no salieran de sus hogares, ni mucho menos asistieran a la pela de fruta nocturna, para que no se les viera a tan noble familia descrestarse trabajando de madrugada y por las noches. En cuanto a la invocación de Satanás en el cerro centinela, no fue más que un acto premeditado para engañar al Juan el mediero, a sabiendas que difundiría ese acto a todo el vecindario, dada su amplia fama de conventillero.

A pesar de las sinceras explicaciones de esta familia, y todas las rogativas de perdones hacia el poblado, que es cosa aparte, y que solo la benevolencia del pueblo juzgará. Lo cierto y tétrico es que ocurrieron cosas extremas inexplicables, la invocación al demonio resultó, el diablo estaba en La Capilla y actúo a su laya… Era imposible, que don Antonio montado en un macho viejo hubiera cometido todos los desmanes y menos la vieja Julia, que por su edad y gordura apenas podía desplazarse. El diablo estuvo en esas tierras, se burló de todos los habitantes y les cobró con el terror y la tortura de sus almas por varios días y en donde pagaron por ellos, sus pecados varios animales degollados y la desaparición de dos hijas de don Antonio Carrasco de Alzamora. La segunda hija desapareció de la chacra al amanecer de la mañana siguiente sin dejar ningún rastro.

Estos tristes episodios vividos por los aldeanos, les permitió unirse devotamente en la fe religiosa, y el día domingo 2 de abril cuando en la estación del Vía Crucis interpelaron al párroco visitante, demostraron su necesidad imperiosa y pidieron suplicantemente que se construyera pronto una capilla, en ese mismo lugar de la estación, para poder rezar y pedir la misericordia de Dios. Siendo don Antonio Carrasco de Alzamora el más devoto y colaborador en la construcción de la misma.

La construcción de la capilla fue impulsada por la existencia del diablo, los vecinos debían practicar y ser fieles devotos de la fe católica. Se le veía como la salvación de sus pecados y única forma de expulsar al demonio de sus tierras. Colaboraron todos en la edificación de ese humilde templo y no claudicaron hasta verle terminado. En esa capilla, se celebraban domingo a domingos liturgias y misas mensuales, aparte de los bautizos y casorios. Para esta leyenda, una de las misas que incuba el misterio fue la celebrada el día domingo 24 de agosto de 1884, para las exequias del funeral de don Antonio Carrasco de Alzamora, en donde resaltó la presencia de dos hermosas damas muy elegantes vestidas completamente de negro, con velo y fino sombrero de ala ancha, no derramaron lágrimas y permanecieron impávidas ante toda la concurrencia, eran sus dos hijas desaparecidas, aquellas que hace ocho años atrás se las había llevado el diablo.               

En la actualidad, en la localidad de “La Capilla”, todos los años en octubre se celebra una concurrida fiesta religiosa en celebración a nuestra “Sra. Virgen de la Misericordia”, en honor a la imagen de esta virgen encontrada por un arriero en las cordilleras de Ramadilla, hace más de 100 años. La imagen permanece al interior de la capilla en donde se puede visitar, velando por la misericordia de todos sus devotos.

miércoles, 31 de octubre de 2012

LOS REMOLINOS DEL TRANQUE



LOS REMOLINOS DEL TRANQUE
Por, Clenardo Zepeda C.

La pareja de ancianos abstraídos contemplaban melancólicamente las aguas del embalse, mientras unas cuatro velas reblandecidas y tristes, se extinguían lentamente sobre una pequeña roca en el abismo del cerro. Era un día de sol claro después de las lluvias. La cascada de aguas liberadas por las compuertas formaban un arcoíris a esa hora de la mañana. Desde el mirador, cercano al puente de cimbra, sus miradas compenetradas parecían buscar un objeto en la gran masa de agua. Nuestra curiosidad por ver la abertura de compuertas del tranque rebasado por las aguas nos había dirigido hasta allí. Nuestro grupo de amigos adolescentes, al acercarnos a ellos, les saludamos respetuosamente antes de cruzar el puente. Entonces, el hombre de aspecto humilde, con sus ojos azulados y esperanzadores  de respuestas nos preguntó -¿Han visto los remolinos en el agua? – ¡No! respondimos en coro. - Cuando las aguas suben al nivel máximo aparecen estos remolinos y también en las noches de luna llena. - Nos comentó. Nosotros continuamos caminando sin reparar en el sentido de sus palabras, motivados por la prisa de ver las compuertas en su magnitud. Ellos, permanecieron en contemplación por un largo rato más, hasta que el ruido de la vieja camioneta Apache, nos atisbó que se retiraban del lugar.

Al llegar a casa, después de ese agotador día de excursión al embalse, le comenté a mi madre de los acontecimientos del día, del comento de los ancianos sobre la aparición de peligrosos remolinos en el tranque, a lo cual ella agregó: - Ellos siempre vienen a cumplir una manda en memoria de su padre, quien zozobró en las aguas del tranque… Entonces, mi curiosa adolescencia se empeñó en conocer aquella misteriosa historia. Y, al día siguiente, en compañía de mi hermano volvimos a ese mirador en donde supuse que los encontraríamos.
 

El hombre se presentó afablemente como Manuel y la mujer, su hermana Rosa. Al poco de conocernos, nos comentaron  que sería su última visita al tranque por sus avanzadas edades  y menguada salud, siendo para ellos muy importante que se conociera la verdadera  historia de su padre… Manuel sacó su tabaquera, lío un cigarrillo parsimoniosamente, lo encendió con nerviosismo y dio inicio a su relato:

Mis abuelos heredaron de sus antepasados, de tiempo inmemoriales, unas hijuelas a orilla de río, lo que hoy en día  está sepultado por las aguas del tranque. Vivían humildemente de lo que daba tierra, de la alfarería en greda y de unos míseros pirquenes de oro claveteado en el farellón del cerro. Ahí mismo, en donde se construyó el muro del embalse. Ellos envejecieron y al morir le pidieron a mi padre, hijo único, que por la memoria de sus ancestros enterrados jamás abandonara estas tierras sagradas. Además, en ellas existía un gran mineral que debía descubrir, diez veces más grande que la Mina Las Mostazas. Mi padre, de nombre Abdón Araya, acató los deseos de sus progenitores tal como les prometió… Con los años se casó con mi madre de la cual nacimos cuatro hijos. Éramos felices en nuestra infancia, jugábamos y crecíamos en ese mundo infantil ideal, en esa naturaleza que hoy ya no existe.  Pasaron los primeros años en el campo y quisieron darnos una educación básica. Con mucho esfuerzo  nos envió en compañía de nuestra madre a estudiar a Coquimbo donde unas parientes solteronas, ruinosas de un pasado aristocrático. Al poco tiempo de estadía en el puerto, mi madre cogió una pulmonía, su frágil cuerpo no asimiló la humedad costera y falleció dejándonos a la deriva de la adopción a los cuatro hermanos. Mi padre desolado en su soledad, no pudo llevar a cuestas ese dolor y con el tiempo, ido en su retraimiento se volvió ermitaño confinándose en su majada. Solo de vez en cuando se le permitía vernos. La vida nos llevó en nuestra infancia a crecer en una involuntaria separación. El tiempo, la distancia y el olvido lograron enterrar los frágiles e inocentes lazos de familia.

El cigarrillo lentamente crepitaba en los labios de Manuel, el humo envolvía sus barbas blancas y su tez curtida por el tiempo. Luego de estas pausas de sorbos, de bocanadas débiles,  llenaba sus pulmones enjutos y cobraba nuevamente vida para volver con interés a su relato:

El año 1933, profesionales del Departamento de Riego de la Dirección General de Obras Públicas del Ministerio de Fomento, vinieron  a hacer los estudios de ingeniería para la construcción del Embalse de Cogotí. Mi padre Abdón, jamás pensó que lo expropiarían de sus tierras, ni mucho menos que al hermoso valle le inundarían 850 hectáreas fértiles con 150 millones de metros cúbicos de agua. Desde el momento en que le notificaron, jamás quiso firmar nada. Se apoyó en un señor Leiva, me parece que era abogado en Combarbalá y, a pesar de los pobres escritos que presentaron argumentando las pertenencias de las tierras heredadas desde el tiempo incásico, no hubo caso, se logró imponer la fuerza de la Ley… Y, pasó el tiempo hasta el año 1935, cuando llegó la firma contratista del tranque, la empresa constructora BOSO & Compañía. Y sin perder un día se iniciaron las obras a toda marcha irrumpiendo la apacible vida de los lugareños.

Los humildes vecinos propietarios de los terrenos inundados; aledaños a los ríos de Cogotí, Combarbalá y Pama, no tuvieron opción y debieron partir dejando lo más preciado, “la Tierra”. Se allegaron con esperanzas a los caseríos cercanos a la línea del Ferrocarril; en La Ligua, La Colorada y San Marcos. El Tren Longitudinal Norte, en esa época estaba en pleno apogeo y para ellos les parecía algo esperanzador avecinarse a los rieles.

Abdón, con su tozudez de ermitaño, desde un principio tramó vencer a los invasores de la construcción del embalse, tenía sus razones; quería proteger esas tierras sagradas a toda costa. Sus padres habían pasado toda su vida en ese lugar, cuidando los entierros existentes de usurpadores afuerinos. Estos tesoros fueron ocultados por los Incas, cuando tuvieron conciencia del robo del oro y asesinato del Inca Atahualpa por los españoles, de inmediato cortaron las remesas al Cuzco de las minas “Los Fonditos” aledañas al río de Pama y las ocultaron en diferentes lugares del valle.

Pues no había tiempo que perder, Abdón debía encontrar el tesoro o expulsar a los constructores de la represa. Y, para tener más conocimiento de los movimientos de estos afuerinos, se hizo contratar en la empresa como jornal. Lo dejaron como nochero al cuidado del polvorín de explosivos. Por el tamaño de la obra se utilizaron muchas toneladas de explosivos;  para cortar los farellones rocosos de los cerros que dan lugar al muro cortina de 82,70 metros de altura, para construir el túnel de la compuerta, el vertedero de rebalse en la roca viva y varias obras anexas necesarias como los caminos de accesos.

En su soledad nocturna de largas noches interminables, lucubraba muchas formas de vencer al invasor, pero no lograba dar con la fórmula adecuada. La construcción con todas sus instalaciones y recursos montados era un monstruo gigante, nunca visto ni imaginado por los lugareños y, para Abdón no era fácil atar todos los cabos para aniquilarlo... No fue hasta que en una clara noche de luna, se le presentaron cinco Duendes revoltosos, eran los guardianes del tesoro. Los traviesos Duendes habían dormido por mucho tiempo en pequeñas cuevas en los farellones rocosos del cerro, hasta que fueron despertados por las fuertes tronaduras  que secuencialmente reventaban los mantos rocosos de los cerros. Se presentaron alegres y amistosos con el hombre, con sus atuendos de mineros muy coloridos; con morral,  lámpara, palas y picotas, listos para desenterrar el oro escondido. Si bien Abdón se sintió asustado y sorprendido en un principio, luego comprendió que estos pequeños hombrecillos eran los cuidadores de los comentados entierros. Eran tal como su abuelo le había comentado haberlos vistos en apariciones; en algún pirquen minero o tomando sol en las arenas del río. Les comentó a sus pequeños amigos del propósito de la construcción de la represa. Y luego de varios diálogos de acercamiento, concluyeron y estuvieron de acuerdo en desenterrar cuanto antes las riquezas, solo qué, ni ellos mismos sabían dónde estaban ocultas. Habían dormido por mucho tiempo y poco recordaban. Se propusieron hacer una sociedad y cada uno tocaría una sexta parte de los entierros encontrados. Abdón les invitó alojarse en su casa, ésta sería el centro de operaciones de la sociedad. A los Duendes les gustó mucho su nueva morada, el jardín, el huerto de frutos y hortalizas, la bodega de alimentos y la compañía de aves y animales. Así, en su alborozo se pasaron días y noches enteros jugando y, de búsqueda del tesoro nada.

Al volver el ermitaño del trabajo, encontraba a los Duendes con su barriga repleta de tanto comer miel y frutos frescos de la huerta, además de queso y leche que aportaba el rebaño de cabra. Si no estaban comiendo, se entretenían en la fabricación de vasijas, se les veía afanosamente amasar tiestos de gredas, que después de secos, ellos mismos quebraban en sus jugarretas o simplemente le arrojaban piedras a modo de probar su resistencia. Estos cinco torbellinos tenían toda la majada revolucionada, los gatos se habían marchado, las pobres gallinas estaban histéricas y un par de perros cachorros les seguían las jugarretas. Abdón llegaba cansado y por un tiempo les dejó ser, pensó que era bueno un poco de compañía y alegría en ese hogar. Su pasibilidad no duró mucho, estos pequeños demonios le colmaron la paciencia cuando se percató que le dieron sus dos costales de higos secos al chanco que demandaba a gritos comida, y estos higos era toda su reserva del invierno. También destruyeron los colmenares de abejas y se comieron su miel. Y es más, hicieron una cazuela, en un fondo con agua hirviendo echaron vivas las dos gallinas ponedoras, enteras con plumas incluidas.

Entonces tuvo que hablarles claro a estos hombrecillos que ya estaban subidito de peso, y les mandó a buscar los tesoros que habían convenido, pero pasaban los días y no había ningún hallazgo. Una noche se acercaron al polvorín donde él cuidaba, le comentaron que estimaban varios lugares en donde podían estar los entierros, sin embargo se requería de mucho esfuerzo desenterrarlos puesto que estaban muy bien ocultos. Entonces le pidieron al socio, que les pasara una buena cantidad de pólvora para el desentierro, ellos mismos por las noche la acarrearían desde el polvorín hasta la morada, a lo cual el hombre accedió con mucha esperanza. Los Duendes se entusiasmaron en esa aventura y empezaron a fabricar bombas explosivas con las decenas de marmitas de greda que habían hecho. Los tiestos de diversos tamaños las llenaban con pólvora dejándoles una mecha trenzada de totora recubierta con cera virgen. Por las noches, cuando Abdón partía a su guardia, ellos montaban en unos burros pardos y salían a repartir la dinamita a los diversos lugares en donde estaban los entierros… Y, así pasaba el tiempo, hasta que un día, mientras las aguas de los ríos lentamente continuaban llenando el tranque, los duendes se marcharon sin dejar rastros, sin avisar en donde estaban las cargas de pólvora, se llevaron con ellos el secreto y un centenar de bombas sin destino.

La represa empezaba a crecer, ya había pasado más de un año, los terrenos lentamente se fueron sepultando por las aguas y Abdón, no tenía la solución para salvar las tierras… recordó con nostalgia a sus amigos Duendes al ver que los esfuerzos por rescatar el tesoro quedaba lentamente sumergido por las creciente oleada de agua.

El hombre, un día domingo de faenas paralizadas, quiso recorrer el túnel construido en la roca madre del cerro, que daba a la compuerta de evacuación de las aguas. Al recorrerlo con su lámpara de carburo vio refulgentes e iluminados por el candor de la luz, varios veneros de oro que se descolgaban entre el barro pulposo que cubría las paredes del socavón… Había descubierto las anheladas vetas de oro claveteado. Se ubicaban profundas, a varios metros en la entraña del cerro. Se sintió desolado y herido como si la estocada del cerro irrumpiera en su alma… Triste pensó, que el intento de los Duendes era imposible a esa profundidad y, sintió una gran melancolía el no poder ayudarse entre sí en esa ingenua complicidad de sociedad… Había encontrado el yacimiento pero los entierros de los Incas permanecían ocultos, quedaba una esperanza, quizás sus amigos puedan volver cuando las aguas se agoten, cuando en los años de sequías se muestren los lechos de los ríos en sus cauces naturales como lo fue en antaño… Ante sus ojos las aguas continuaban inundando las hectáreas de terreno y ese mar fue creciendo a diario sumado por las lágrimas de Abdón.

Cuando las aguas del tranque  llegaron a los cimientos de su casa y empezaron ahogarla para siempre, tomó su bote de madera y deambuló varios días sobre las aguas, no quiso recoger nada de su existencia en esa morada, salvo unas decenas de marmitas de greda convertidas en bombas por los Duendes… A la fecha nadie sabe donde las depositó, se dice que en el túnel de las compuertas, pensaría tal vez vaciar de una vez esas invasoras aguas que se represaron en su preciada tierra. Aguas que ahogaron los tesoros de los Incas y tal vez sepultaron  a sus  Duendes custodios.

La empresa BOSO & Compañía terminó de construir el Embalse de Cogotí el año 1939 y se retiró del lugar. Desde ese momento la represa entró en funcionamiento. Y cuando el tranque llegó a sus aguas máximas por primera vez, la claridad de la luna dejó ver unas explosiones en el agua levantándose varios metros en altura, y luego de eso, unos enormes remolinos como trombas marinas tragaban hasta las profundidades lo que circundaba a su alrededor… Luego de esa noche de explosiones y remolinos en el tranque, suelen sucederse de cuando en cuando.

Manuel, compungido por el recuerdo y con su nudo en la garganta termina diciendo en su relato: - A mi padre Abdón Araya, se lo tragó un remolino, días después encontraron el bote hecho astillas zozobrado en la orilla-.

…Cuando la presión del agua es mayor, sumada la atracción de la luna llena sobre el embalse, las vasijas de greda convertida en bombas por los Duendes, empiezan a reventarse provocando las explosiones y remolinos. Nunca se sabrá cuando y donde explotarán, también no se sabe el lugar exacto. Se cree que en cada explosión debe existir un tesoro, al menos Abdón encontró el suyo y el mismo remolino lo llevó hacia él… Si te detienes a observar el tranque en una noche de luna llena, es probable que en las masas de agua veas una explosión, en ese punto habrá un tesoro, tal como te lo ha narrado esta Leyenda.  
 
 
 
 
 

miércoles, 8 de agosto de 2012

EL PIANO DE LA ESCUELA AMÉRICA



                          EL PIANO DE LA ESCUELA AMÉRICA                    
                                             

 Por, Clenardo Zepeda C.

Al escuchar ese viejo Piano, en la fúnebre misa de réquiem en despedida a un recordado Amigo, en la Parroquia de San Francisco de Borja, las notas mortuorias, negras y secas reventaban la caja del Piano y retumbaban sobre las paredes anchas y amarillentas del templo. En conjunción los presentes, por la misantropía del funeral no dejaban de envolverse en los acordes de las cuerdas golpeadas con desprecio a la vida y reavivando el triunfo de la muerte.

Cuando las notas arrancaron fuertes, arrastrando el alma al más allá, llevándola con los sones del arrebato a esa dimensión oscura y misteriosa, como el viejo Piano lo anunciaba, no pude evadir ese recuerdo persecutorio de sones que por años he llevado a cuestas y que rallan en el abismo de la incredulidad, misterio y desazón. No pude evitar el recordar el “Piano de la Escuela América”.

Salimos de la misa, compungidos y acongojados de aquél réquiem tan verdadero para su sentido y caminamos con la pesadumbres de cargar a un hombre hasta el Cementerio Parroquial. La tarde era de un otoño empalidecido, inercial y amarillento. Las hojas de los árboles los abandonaban como si éstos se desnudaran de ellas. El silencio era tristeza, la despedida lo era aún más.

Aquel domingo de mayo de vuelta de las exequias, desde que el crepúsculo insinuó las primeras estrellas nocturnas, me retiré al silencio de mi lecho con un insoportable dolor de cabeza, aquejado por el funeral vivido que a mis años pudo ser el mío. Pero sobre todo, me quedo bamboleando la música del Piano, no me daba tregua, al extremo del fastidio, cada nota se repetía en mi mente, sin tiempo y sin salto. Traté de dormir, pero me sumió el recuerdo y volaron por el aire los primeros pentagramas que esbocé al escuchar el Piano por primera vez y luego vino una sucesión de recuerdos hasta el aturdimiento, vencido por el cansancio de mi viejo cuerpo.

He aquí viene mi recuerdo: en mi adolescencia, un día de marzo, cuando llegué a internarme por primera vez a la Escuela América, había dejado las sábanas de mi hogar y durante esa noche me fue imposible dormir. Una suave música interrumpía mi sueño, me invitaba a mantener la atención en cada nota enarbolada por el silencio de un lugar desconocido. Sin duda, eran los sones de un lejano Piano y provenían de alguna sala del colegio. Alguien ensayaba esas venditas partituras y lo hacía prodigiosamente.

Con el pasar de las noches, las melodías se repetían inusitadamente y en horas de amanecidas, lo que me provocaba cansancio y hechizo, misterio e incertidumbre. Mis compañeros dormían plácidamente, sin reparar en lo que a mí me desvelaba. Un día pregunté a quien llevaba más tiempo en el hogar si había escuchado la música. - ‹‹deben ser los presos, ellos meten bulla y escuchan radio toda la noche›› -, me respondió. Mis dudas aumentaron, no me parecía; que mis compañeros no escucharan nada; ni que los reos pudieran tocar prodigiosamente a esas horas de la noche… pensé que podría ser algún  profesor afuerino de la jornada nocturna que se encerraba a practicar la música a escondidas.

El internado se ubicaba adjunto a la Escuela, por el lado poniente en la misma cuadra, tenía comunicación interna con ella a través del patio de la cancha. Su entrada principal, al igual que la del colegio, daban a la calle Pedro de Valdivia y, por la vereda opuesta, frente al recinto nuestro, estaba la Cárcel del pueblo. Por las tardes, pasábamos el tiempo en nuestras habitaciones sentados sobre los alfeizar de las ventanas del segundo piso, contemplábamos a los transeúntes moverse en las aceras sin prisa, rompiendo la monotonía de aquellos lánguidos atardeceres combarbalinos. Era costumbre diaria que los reos mandados por los gendarmes de guardia, salieran a comprar cigarrillos ó comestibles a la Calle del Comercio, en donde se une toda la gente del pueblo, otras veces salían mañana y tarde a barrer la calle, la mantenían hermoseada, regaban y le hacían tasas a los árboles e incluso limpiaban nuestra  vereda. Con ellos ya nos conocíamos en nuestra cotidianidad, intercambiábamos palabras, nos decían: - ‹‹¡buena cabros, están más encerrados que nosotros!››-, les respondíamos al tiempo varias frases incautas al límite de lo que la tolerancia nos permitía.

Los días transcurrían en el internado, entre vivencias de jóvenes estudiantes, no éramos más de treinta; jugábamos en la cancha, en los patios de la Escuela, corríamos por los amplios pasillos, nos escondíamos en las salas del segundo piso y de maldad tocábamos la campana a deshora adelantando la salida de la vespertina. Estudiábamos lo necesario en una pequeña sala de lectura, nos alimentábamos con una dieta humilde en los comedores del recinto y esperábamos ansiosos que llegase el día viernes para viajar a las diferentes localidades rurales en donde residían nuestras familias. El internado era solamente para  niños pobres, de los campos aledaños al pueblo.

Durante la semana, por las tardes, después que la campana anunciara el término de la jornada de clases, me gustaba recorrer las aulas vacías, en silencio del bullicio de los cursos primarios. Me llamaba la atención que en las puertas de cada una de ellas, tenían el nombre de un país de las Américas y estaban adornadas representativamente a cada nación, de allí derivaba el nombre de “Escuela América”. Mi sala preferida, se situaba al final del pasillo del segundo piso, en la esquina norponiente del edificio, desde allí, me sumía en mi espacio de contemplación y a través de los ventanales observaba la panorámica del pueblo. Eran tardes de un pueblo apacible, de un conjunto de casas con techos de zinc y fonolas, de calles simétricas con árboles medianos y luminarias de mercurio, de casas con arboledas y fogones humeantes, de ruidos de motores, de bullas de niños y ladridos de perros, era un pueblo normal, sumido en su vorágine de la vida.

Mis contemplaciones desde ese lugar no duraron mucho tiempo, mis bellos se crisparon cuando descubrí que en mi sala vacía, en un rincón, tapado con un roído cortinón, guardaron un viejo Piano negro, era el Piano del colegio. Mi curiosidad me llevó hasta él, mis pasos caminaron lentamente sobre el piso de madera acompasados por el rechinar del entablado. Observé pávidamente sus detalles y formas simples; su lacado negro trajinado por el tiempo implacable;  su teclado desgastado, golpeado por tantas manos fastidiosas y eufóricas. Fui otro curioso más y, deposité dos dedos sobre sus teclas de marfil, un silencio de segundos fue arremetido por un sonido fuerte, estruendoso y socarrón, aumentado en cientos decibeles resonantes por los ecos imparables del extenso corredor de hormigón sórdido y vacío del edificio, acusaron al intruso que osó arrancar una nota equivocada, a esa hora del atardecer.

Transcurrieron varios días desde ese encuentro, y el instrumento de teclas permanecía en silencio, prisionero en su caja de resonancia negra, amortajado con la pesada tela de lino que lo cubría,  en aquella sala vacía que dejé de visitar.

Me resultó interminable ese tiempo, cada día que pasaba me era imposible contener mis ansias de volver a escucharlo. Fue entonces que una fuerza impulsó mi alma redentora y sin dudarlo me llevó a liberarlo de la mortaja que lo ahogaba y, a pesar de la tembladera incontenible de mi cuerpo logré arrancarle el pesado cortinón, y en clamor al acto libertario, desplacé mis dedos sobre el teclado a toda su amplitud, respondió con los sones de una tenebrosa escala musical envolvente y sostenida en arpegios cadenciosos que me siguieron en mi apurado regreso al internado.

Aquella noche la música se desató con la claridad y fuerza de tenerla cercana, y desde ese día, cada noche tan pronto nos apagaban las luces del cuarto y en el lapso de entregarme al sueño nocturno, empezaban las primeras notas tenues de un adagio hipnotizador, me sumía en un miedo misterioso y las notas desafiantes del preludio de un vals aumentaban en suave vigor hasta concluir con la fuerza de una tarantela... En la música nocturna había puntualidad, se asimilaba a un concierto con rigurosas piezas musicales sin tregua hasta las doce en punto de la noche. Tan pronto callaba la última de las campanadas del reloj de la sala del hogar, la última nota del piano se desvanecía en un eco extendido, más allá de mis oídos, desaparecía en la mansedumbre de la noche, escondiéndose en los pliegues de los cerros del valle... Solía levantarme para despertarme de tal quimera, me mojaba la cara y trataba de conciliar el sueño, imposible, el martilleó de los sones continuaban en mi inconsciente, retenía los tonos, los repetía y volvían aflorar hasta que el sueño de la madrugada me vencía.

En cada noche que se iniciaban estos conciertos, me fui habituando ansiosamente a escucharlos hechizadamente, no me importaron los miedos y misterios que su proveniencia generaba. ¡Sí!, existía peligro y yo corría el riesgo precipitado de una demencia juvenil. Entonces no sabía, si temer o no temer a lo que me estaba pasando, a su vez me excitaba y sentía un deseo incontenible de escuchar los sones de ese Piano.     

Transcurrieron tres años de internado, mi personalidad de estudiante estaba adaptada y me desarrollaba en la medida de mi adolescencia.  Los conciertos se fueron distanciando, aprendí a identificarlos como tal, uno a la semana o dos en el mes, la música cada vez me era más hermosa y familiar pero no tuve el coraje de acercarme a ese lugar, tampoco le comenté a mis compañeros, era un hecho, ellos nunca habían escuchado nada. Así transcurría el tiempo… hasta que un día, la Escuela abrió el portón de la Avenida Oriente y entró un camión municipal para llevarse el Piano. Una cuadrilla de operarios lo cargó sin delicadeza y ante un atracón recibido desató un quejido musical de dolor. Lo había vuelto a ver, no me atreví a preguntar su destino ó si me lo dijeron no recuerdo, una congoja apretó mi garganta. Al marcharse el camión, el auxiliar del colegio apoyado en su escoba, con rabia murmuró –‹‹otra vez prestaron el piano, pasa prestao no mas, una vez lo tuvo un hacendado todo un verano y hasta en las trillas lo anduvieron desvencijando. Total, la escuela estaba cerrada para devolverlo, de esa manera se excusó››- este señor sabía lo que decía, estaba encargado de tocar la campana puntualmente en la Escuela y también la sirena de bomberos a medio día, me pareció que le sentía cariño al piano... Ese día de inicios de septiembre pensé que no volvería ver al viejo Piano.

En ese mes de septiembre, se esperaban con júbilo las celebraciones de las fiestas patrias, no pude restarme a ellas y acompañé a mis primas provenientes de Santiago a las fondas en la alameda del pueblo. Había alegría y algazara por todos lados y entre tanto bullicio emitidos de lugares discordes, escuché a la distancia proveniente de algún tugurio familiar algunas notas maltrechas pero inconfundibles, sin duda para mí, provenían de la resonancia del Piano. Volví a sentir la sensación de su profanación  por manos burdas carentes de consideración y, mientras paseábamos husmeando la algarabía de tanto concurrente, nos fuimos acercando a la fonda oficial de los Rotary Club del pueblo. Ya no me fue sorpresa, sobre un improvisado escenario compuesto por mesas escolares, en un costado de la tarima, al son de una conocida cueca, un músico enmantado de huaso y embriagado  por el fervor de la fiesta dejaba caer sus toscos dedos sobre las teclas arrancando ecos sonoros, deformes y sin ritmo, confundidos entre los tañidos de palmas, hüifas y zapateos de los bailantes. Allí, maltrataban, herían  las melodiosas notas escuchadas en el silencio de las aulas. Me detuve por un lapso observando el inconfundible  barniz negro y triste de mi cómplice de melodía y quise acompañarlo en sus sones agónicos…una voz de muchacha dulce me despabilaba de mi aturdimiento;  –¿te gusta la música?-, me gusta el piano, respondí... Al cabo de un mes, recibí de mis parientes santiaguinos una colección de discos de los grandes maestros de la música. Desde entonces, un viejo tocadiscos no dejaba de sonar mientras estudiaba mis cuadernos.

Le pregunté al auxiliar del colegio, después de semanas transcurridas si devolvieron el Piano, me respondió que sí, está en la sala de música, pero la profesora de canto dice que está desafinado y tiene que venir alguien  entendido del Conservatorio de la Serena. ¿Qué harán?, -por ahora llevarlo a la sala de los altos, donde los niños no se suban a él. Debe estar listo para las comparsas de los juegos florales del aniversario del pueblo-.

Divagué un par de días, pensando que jamás volvería a escuchar la música de las aulas y entrañaba esa envenenadora sensación musical irresistible. Durante todo un día anduve con un presentimiento, necesitaba reencontrarme con mi paz interior, requería de la música. Algo extraño se presagiaba… apenas se adormilaron mis ojos esa noche, cuando, como gotas de lluvias de octubre, de una en una y, lentamente se fue armando el pentagrama musical, mientras las suaves ráfagas de esa incipiente lluvia mortecina, cundían el alzamiento alborotado del teclado. Mi corazón se agitó fuertemente y me invadió una alegría indefinible, la música estaba de vuelta y me invitaba a la redención, esa noche no podía evadirme, la sentencia era mutua… Mis compañeros dormían, me levanté lentamente y me acerqué al pequeño patio que conducía al colegio, la lluvia de octubre inmaculada, con su velo de agua suave me apresaba… la música era triste y desolada, sin duda un concierto para piano y provenía de las aulas que daban a la calle Valdivia.

Identifiqué algunas melodías tristes de Chopin; se inició con la Marcha Fúnebre, luego Nocturno y Tristeza.  Yo paralizado, a punto de subir las escaleras de granitos que conducían a los altos de la Escuela, el amplio pasillo del segundo piso vibraba con esas notas agudas llenas de cadencia, de transparencia funérea… recordé a los míos aquellos que ya no están, y a mi edad sin admitirlo no entendía el por qué de ello, por qué nos dejan. Y, yo estancado, ensimismado bajo esa inesperada lluvia fría, en su mortaja de notas de agua… cuando arremetió Beethoven con la 5° Sinfonía, la música me llamaba, apuraron mis latidos, mis sentidos y pensamientos se endilgaron al compas de la llamada, mis pasos por aquellos pasillos desolados se indujeron aquel concierto, entonces al ritmo de la sinfonía vencí cada uno de los catorce peldaños que me llevaban a la verdad. El viento nocturno me empujaba al abismo penetrante del concierto, mi caminar fue al ritmo de la música que golpeaba sobre los cristales de los ventanales semi abiertos. El miedo me inundaba pero fue más el hechizo, fue más…, me llamaba urgente la 5° Sinfonía y corrí hacia ella hasta detenerme frente a las puertas del aula del Piano y permanecí paralizado escuchando por largo rato… Mozart con su sinfonía N° 20 me invitaba abrir las puertas y entrar. La música era perfecta, no solo piano, una sinfónica completa de sonidos graves y agudos aturullaban el aire, violines y vientos limpiaban el aura de la noche al son del inequívoco Piano.

La música acompasada y arremetida por el viento achiflonado bailaba por los pasillos y aulas de la Escuela América. Entonces mi alma, con aquella sinfonía no podía renunciar a su magia. Me sentí parte de ella, cómo no ser uno más de aquellos que son parte de la sensibilidad, del sueño de la fantasía real, era la sinfonía N° 20. Mozart, estaba detrás de los maderos de una puerta, arrancándole las notas al viejo Piano de la Escuela, en el cual ensayaban a diario muchos alumnos con tanta inocencia  del que se maravilla con la impresión de un sonido. Su melodía era envolvente, como la lluvia de octubre despertando los ondulados pizarreños de la techumbre, o como la simpleza de un campesino internado que viene a sentir un concierto magistral dado por los espíritus de la Escuela. Estoy aquí escuchando lo que me entregas, lo que quieres enseñarme… Escuela que me cobijas, sanadora con tu enseñanza y protectora del miedo dame la fuerza y templanza para abrir esa puerta y entrar a la verdad… y de pronto un silencio tétrico y perdurador en segundos eternos para mi existir… Nada interrumpía la soledad, solo la suavidad musical del inicio del Réquiem de Mozart, para irrumpir intempestivamente con la fuerza atormentada de la despedida, y se acopla en el acto un coro fuerte y alucinado proveniente de ese mundo detrás de la vida. La muerte le ganaba a la vida después de tantas luchas internas que solemos tener, de sueños y esperanzas del día a día, de deseos incumplidos, de llantos no calmados, de injusticias injustas. La puerta me invitaba abrirla, mis manos no querían interrumpir la envolvencia de mis sentidos de mi posición inmóvil… las vibraciones de la fuerte música abrieron suavemente la puerta y, mi impresión se ahogó en terror al ver el Piano suspenderse en la amplitud de la sala, se desplazaba elevadamente sobre el piso de madera, las fuerzas del pentagrama le hacían danzar envuelto en cada sonata, sonada por él mismo.

Las teclas no paraban de martillar las cuerdas, el Piano estaba poseído por los espíritus de la música. Desde mi posición, absorto, un frío clavaba mis espaldas mientras esa caja negra musical danzaba agrandándose y achicándose como un fuelle al compás del sonido. Las partituras sobre el atril volteaban de una en una ayudadas por una ráfaga siniestra de aire que jugaba con todas las ventanas y puertas del colegio, las abría y las cerraba como fuelles alimentando con los vientos de los pasillos al gigantesco clavicordio llamado Escuela… luego vislumbré sentado sobre el taburete acariciando el teclado, danzando en el aire una figura hechizada vestida de alumno difusa, de no más de doce años, con la inconfundible insignia del colegio en su pecho, representándonos a todos, golpeaba las teclas con tanta magia que el mismo volaba por el aire en un adagio sin frontera… en él se representaba todos las fuerzas hipnotizadoras de espíritus sólos amantes de la música, era verse a sí mismo o todo el talento del alumnado reflejado sobre este genio infantil…

Entonces, las fuerzas me invitaban a sumergirme en un ahogo demencial, mi miedo fue más miedo, y al querer correr, de un estrellón cerré fuertemente la puerta, el piano calló estrepitosamente sobre el entablado y la figura del alumno difusa, me miró extrañamente sorprendido por mi presencia, me observo con curiosidad espectral y me invitó con una señal de guiño maléfico a tocar a su lado, no supe aceptar, presentí una invitación sin regreso, entonces golpeó la última tecla con fuerza endemoniada y echó a volar sufriendo la metamorfosis de un ángel a un demonio, y convertido en un tornado oscuro escapó rompiendo en estallidos un ventanal. Los vientos se suscitaron en trombas frenéticas y la música calló en un silencio eterno… entonces corrí y lloré ahogadamente. Me sentí culpable.
…Y en este día de réquiem, en despedida de mi amigo compañero de escuela, y después de tantos años no pude evitar el recordar el “Piano de la Escuela América”…  En la plaza de mi pueblo, al costado poniente, como testimonio de fe se construyo un banco de cemento con la forma del Piano. Allí permanece con su música petrificada, sumido en su hechizo bajo las sombras amortajadas de unos aromos centenarios.             





domingo, 29 de abril de 2012

SUEÑOS DE NIÑO






"Sueños de Niño"  

                                                         (Clenardo)

Si yo fuera tiernecito

sería un barquito de algodón.

Si yo fuera duendecito,

sería de motita y sabor.

Soy espuma, frágil, elevado

en una nube no alcanzada

para abrazar a mi amada

en una pompa de jabón.



Si yo fuera grandecito

como suelo desearlo

querría ser como mi padre,

como suelo imitarlo.

Jugaría más despacio,

calmado, a lo que más puedo,

y, en un azul regazo de espacio

en arrullo a mi madre

le devolvería sus desvelos.



              Un trencito de madera quisiera tener,
cuatro cabritas blancas también,

un jardín de rosas

y  una máquina de coser,

entre mis anheladas cosas,

para remendar los pétalos

que no quiero perder.



Un caballito dócil con su carretón

a mi padre quiero dar,

y a mi madre de corazón

su sueño soñado, un bello telar.