LOS BARRANCOS DEL DIABLO
Por, Clenardo Zepeda Cortes.
El Barranco Reinoso, allí donde por décadas ha reinado El Diablo, se mantiene erguido e imponente, entre los farellones rocosos verticales y rojizos que flanquean la estrechez del río de Pama. En ese punto de estrangulamiento, de paso obligado, en la cabecera norte del valle fértil, permanecen enhiestos los Barrancos. Allí, donde las aguas agargantadas y turbulentas viajan culebreando, eludiendo pendientes, saltos y meandros para remansarse en enormes lagunas de aguas claras y profundas, asimilando espejos de aguas, en donde se reflejan los barrancos rojos bermejos. Moles de piedras de apariencia calma, sumidos en sueños de letargos apacibles para decenas de bañistas que acuden al río en la época estival, sin conmensurar la maldad misma de la existencia del Demonio.
En las postrimerías de mis años tardíos y a través de las tardes del tiempo, me han llegado de cuando en cuando tantas historias del Barranco Reinoso; algunas graciosas y otras bastantes tristes, con pérdidas de almas inocentes, arrastradas a esos mundos oscuros de las tinieblas. Y, al llegarle la hora, a éste anciano herrero, ya debe prepararse para cumplir la sentencia eterna. Debo dar cuenta en lo alto de mis actos, y si debo enfrentarme con ese Lucifer marrullero, espero cobrarle la humillación y condena de mi vida. Y, si Jesús dispone de mi alma, bendito sea, por que podré descansar en paz y sacarme la cruz que he cargado encima por años, y nada más por culpa de ese infame…
Me he negado a contar mi historia por muchos años de mi vida, tuve varias razones; vergüenza y miedo, pero ya a mi edad, conociendo tantos hechos entorno al Barranco Reinoso y, antes de que me traten de senil y me destierren al mundo incomprensible de la locura, debo contarla, después de más de cincuenta y tantos años de silencio. Me creo con derecho hacerlo, por que hemos sido muchas las victimas del abuso del demonio y seguirá habiéndolas. La vida no es vida sin demonios abusadores, ya sean terrenales o celestiales.
En esa estrechez del cañón, circundada por los farellones rojos, existe un viejo puente de madera que sortea el río. Ha sido testigo de cuantas leyendas acontecidas en ese lugar de paso, de transito obligado para los viajeros. Allí, por donde de antaño pasaba el Camino del Inca y por siglos transitaron los indios y huestes de conquistadores peninsulares y, posteriormente, por décadas los viajantes nacionales han usado esta antigua panamericana norte. Muchos han sucumbido al reinado del Satanás, quién se apostaba en esas enormes rocas cómplices de su maldad. Ellas se mantienen incólume al paso de los años, observantes de sus victimas, permanecen allí enhiestas, petrificadas y súbditas al reinado del Diablo…
El viejo puente de madera sobre el camino que une a Ovalle de Combarbalá, fue testigo de tantas tragedias y faramallas del Demonio. Abusando de su poder, y estados de ánimos, se ensañaba con sus víctimas y de ello, no sólo padecieron los lugareños del sector, que más que nada ya sabían que allí reinaba el Diablo. Si no, que tantos afuerinos nocturnos inocentes desaparecieron del mundo terrenal, dejando sólo míseros vestigios de sus existencias en ese lugar. Les puedo comentar, según mi claro recuerdo, desde antes de los años del mil novecientos veinte, ya de niño escuchaba a mi abuelo las decenas de historias que ocurrieron al pasar por el Barranco Reinoso, cercano al punto donde el estrangulado puente de Pama sortea el río. Debemos imaginar que la ruta en esa época era la más importante. Era la ruta nacional que unía al país, antes de que se construyera la actual ruta costera con su viaducto Amolanas. Y, desde siempre en ese sector, fue el lugar propicio para el vandalismo; en un principio de emboscadas, de atracos, de asaltos y un sinnúmero de fechorías por hombres malos. Hasta que el Lucífero, aprovechándose del entorno estratégico y lo mucho avanzado por los bandidos, se instaló a reinar en ese lugar tranquilamente. Desplazó y ahuyentó hasta el más fiero de los matones y, a los líderes más belicosos, simplemente los hizo desaparecer, de una sola explosión súbita de pólvora, a la vista de sus bandalajes quienes huyeron para siempre. Y desde allí, sentado sobre lo alto del Barranco, sin tiempo ni apuro, sin noche y sin día, esperaba a sus víctimas, buenos o malos, tranquilamente y muy parsimoniosamente y con múltiples figuras y facetas se les presentaba el muy faramalla.
Mi historia comienza, cuando por motivos de trabajo debí emigrar y dejar mi hogar. Hacían ya, dos años que trabajaba de herrero en la mina La Delirio de Los Mantos de Punitaqui. Tuve suerte de ser aceptado en ese entonces, puesto que mi condición de trabajador de la fragua, en esos años desérticos no tenía cabida en Combarbalá. La sequía del año mil novecientos veinte y cuatro había hecho estragos fuertes; las siembras, los animales habían disminuidos considerablemente y los metales en las minas aledañas no valían ni un céntimo. Ya no se requerían herramientas ni herrajes para la agricultura, ni barrenas y picos para las minas de ese Departamento, entonces mi oficio se tornó inservible. Pensé embarcarme a las Oficinas Salitreras, pero la crisis del salitre del año veinte, traía a muchos obreros de regreso a sus poblados de origen. Por lo que me vi arrastrado, con un poco de suerte, a la compañía minera de Los Mantos de Punitaqui, en pleno apogeo en esos tiempos y con una gran maestraza en funcionamiento, en donde las fraguas no paraban su fuego de sol a sol. Se fundían los aceros para las tantas herramientas utilizadas y demás herrerías necesarias; clavos, rieles, ejes, ruedas y tolvas para los carros mineros, entre tantas necesidades. En fin, el trabajo era duro, pero yo no me quejaba por nada, machacaba y machacaba las piezas rojas del acero fundido como un bruto. Sólo quería demostrar que era un buen trabajador, solo quería llevarles el pan a mis hijos…
Cuando ya estaba afirmado en el trabajo y les demostré confianza a mis patrones, logré permiso para viajar. Cada quincena para el pago partía a Combarbalá, en los meses de buen tiempo, y una vez al mes en los meses invernales. Me embarcaba en el primer coche de caballos que pasara a medio día del sábado, ya este fuera de carga o de pasajeros, lo importante era llegar a destino. Para viajar en la diligencia de pasajeros que hacía la ruta de Ovalle a Combarbalá, me resultaba muy difícil conseguir un cupo, debía ser reservado el boleto con una semana de antelación y muchas veces las reservas y los tiempos no se respetaban. En otras ocasiones, la suerte me sonreía y había uno o dos cupos disponibles, sobre todo en los meses de invierno, en donde la mayoría viajaba en tren, ya circulando desde hace algunos años. Pero a los viajantes de Punitaqui y Los Mantos no nos servía el tren, dado que había que tomarlo en Ovalle y, así obligadamente debíamos someternos al recorrido de la diligencia que era bastante impuntual e incierto.
El viaje, en algunas ocasiones solía ser largo y extenuante, según la carga y el cansancio de las bestias. Los mulares poco se apuraban y generalmente los birlochos tirados por caballos, nos adelantaban rápidamente desapareciendo a nuestra vista y paciencia… Y, así transcurrían las horas de viaje, sorteando los caseríos y majadas adyacentes al camino y dejando atrás uno que otro jinete a caballo. Solíamos tener un breve descanso para beber agua en el poblado de Manquegua y Luego continuábamos con el tranqueo y el rechino de los ejes sin pausa, hasta ya entrado el atardecer, cuando llegábamos al poblado del Soruco. Y al salir de este, era inevitable, debíamos mentalizarnos, cada vez que nos aproximábamos más y más al paso por los Barrancos del Diablo algo podía pasar. El miedo y el misterio nos abotagaba…
Durante el viaje, no faltaba el pasajero que comentaba alguna historia sobre lo ocurrido en ese paso, y luego curiosamente callaba, se ensimismaba, empalidecía y se le petrificaban hasta los pelos. El cochero, en ese tramo del trayecto cambiaba su actitud, no mencionaba una palabra, su figura de enterrador de funeraria no daba lugar a risa, su palidez se hacía extrema, su fisionomía cadavérica se acrecentaba con los fulgores amarillentos de la luna. Las mulas entregadas al látigo bufaban con apuro al llegar a los Barrancos, espantadizas, e ingobernables se alzaban en galopes distorsionados. El viento entraba como chiflón por el cañón, emitiendo silbidos incoherentes al azotarse en las murallas de los farellones. El viejo puente se hacía crujir ante las inclementes ruedas de acero que entraban girantes y descompasadas por las diferencias de sus revoluciones… Así, los viajes me transcurrían de mes en mes y, el resuello nos volvía al cuerpo, solo una vez que pasábamos refilando las barandas del puente, y endilgábamos a todo galope por el camino llano, sin obstáculos hasta el mismo pueblo de Combarbalá.
El misterio me era ineludible y no podía evitar el pensar de la existencia del Belcebú y de sus apariciones tan comentadas. Es que Satán puede adoptar múltiples formas, según su conveniencia para ganar almas débiles. Pero, luego me respondía a mi mismo, –pensaba yo; «no tiene forma, no tiene existencia fuera de nosotros mismos, es una proyección de nuestros temores y la forma la imaginamos nosotros conforme a nuestras convicciones y creencias…» Sin embargo, era inevitable, los bellos se crispaban como alfileres imantados, y las bestias se desaforaban ante esos espíritus reinantes en esas existencias conjugadas de temores. Así era el paso por allí.
Era un día particular, el de ese viaje, lleno de presagios volátiles arremolinaban mis pensamientos, algo podía ocurrir… En la lontananza de la incipiente noche del 24 de Agosto de 1926, un tintinear de espuelas nerviosas apuraban a una enorme bestia negra, el poncho de castilla renegrido y un sombrero alado más oscuro que el conjunto, impedían identificar el rostro del jinete. Él, insistentemente trataba de darnos alcance a tranco largo sin desatar en galope. Entonces el cochero, ante el atisbo de las primeras gotas de lluvia desencadenadas, de un desesperado latigazo sobre las ancas de los caballos que les hizo encabritarse y al tiempo soltar un galope nervioso en principio, para escapar de ese bulto amenazante, hasta entrar en franca carrera desbandada. El misterioso, apuró el paso, pero el coche ya le sacaba más de cincuenta metros de distancia. Enfilamos por el portezuelo de El Sauce sin tregua, venciendo la distancia y las sombras de los montes que dejábamos pasmadamente atrás. Sin detenernos ni siquiera para un resuello, galopábamos, y así nos fuimos aproximándonos rápidamente a las represas del poblado del Soruco, mientras la noche fue llegando de modo insensible esfumando toda visibilidad de las cosas.
Allí nos detuvimos, en el Soruco, como de costumbre, se hizo un alto en la posada de la Señora María Vega. Una abuela alfarera, que trabajaba la greda y los bollos embetunados con huevo. Nos esperaba con unos posillos ardientes de café acompañado de tortillas con queso de cabra derretido. Ante el frío de agosto, era regocijante ver el queso chirriante y retorcido sobre un brasero rojizo y crepitante por los borbotones de la tetera que de vez en cuando chorreaba el agua hirviente sobre las brasas. Mientras los cansados caballos bebían a sorbetones el agua de la quebrada… La noche me parecía tenebrosa, el jinete nos adelantó el camino ante un ferviente aulladero de perros llorones. Los cascos de la bestia resonaban en los ecos del obscurecer, como si el mundo se alejara de ellos y nos dejaba con ese sonido tormentoso.
Pasado el medio día, había tomado la diligencia en Los Mantos, para mi suerte, venían sólo dos pasajeros, poco amistosos. El primero un hombrecillo de traje plomizo, gafas por anteojos y un sombrerillo redondo de ala corta, con un maletín de cuero bien liado a su cuerpo, me pareció que podría ser un practicante o un tinterillo de abogacía que viajaba a resolver algún caso inconcluso. El otro, un hombre grueso y tosco con apariencia de gañan, envuelto en un poncho chinchillo y gorro de lana acambuchado con una bicoca en el extremo superior, le cubría gran parte de su cabeza rechoncha. Este gordote, trataba de dormir abultadamente sobre un extremo del asiento delantero de la diligencia. Pedí permiso y me senté al lado del hombrecillo de traje, quien me miró con ojos fatigosos y su cuerpo menudo aparentaba tener demasiado frío. Desenrolle mi manta, y le convidé un extremo, me agradeció educadamente, presentándose por el nombre de Avelino Araya, y le respondí -Valentín Cortés, para servirle. Solía ocurrirme cada vez que me subía a un carruaje, y antes de entrar en diálogos de confianzas con el resto de los pasajeros, me resultaba incómodo, trataba de analizarlos y adivinar sus personalidades, no me era fácil viajar largos ratos con desconocidos mirándonos la cara y apertrujados hombros con hombros en el vaivén del coche. No siempre los pasajeros eran agradables, entonces yo hacía lo mismo que el común, me evadía mirando hacia el exterior o intentaba dormir, fingía dormir.
Nuestro descanso en el Soruco fue breve, la noche nos había caído y la lluvia arreciaba con fuerzas endemoniada. Nos preocupaba la cuesta gredosa al salir de la quebrada de Las Carpas y, por supuesto la crecida del río en el puente de Pama, en el paso por el Barranco Reinoso. Antes de continuar, el cochero dio breves indicaciones sobre el viaje y encendió las dos lamparillas de aceite del carruaje, ubicadas en los costados del pescante, las cuales eran amenazadas a ser apagadas constantemente por fuertes ráfagas de viento norte. Luego, se ubicó en el pescante, arropado al máximo, en espera de soportar el agua y el viento arrecian te. La anciana María, nos despidió sin demora, rezó unas oraciones y se persignó deseándonos buen viaje. Con un fuerte golpe de riendas y un grito de ¡¡Arreé!! Retomamos nuestro camino bajo la copiosa lluvia y ráfagas de viento que parecían arrancar el techo del carruaje. Mis compañeros se manifestaban callados, advertí que el del gorro se llamaba Wenceslao, enmudecidos mirábamos la obscuridad por las ventanillas vidriadas chorreantes por la lluvia que las golpeaba. Las lamparillas amarillentas y exiguas bureaban escasos metros del camino. Los caballos quejumbrosos con esfuerzos se sobreponían a los latigazos del cochero. Las llantas de las ruedas resbalaban entre las piedras y charcos del camino. Por fin, a duras penas salimos de la cuesta resbalosa y pantanera, y empezábamos a bajar por la cuesta de Los Perros, cuando el reloj de bolsillo, del hombre de gafas, marcaba ya las ocho de la noche. Pocas palabras intercambiamos en ese trayecto, el ametrallamiento de la lluvia no dejaba escuchar mucho, es decir nada. El coche se zarandeaba como un bote en plena tormenta.
Al descolgarnos por la cuesta de Los Perros el misterio empezaba a notarse, una sinfonía de aullidos lastimeros y muy lejanos quién sabe de qué lugar provenían se hacían insistentes. Inconcientemente un suspiro entre resuello me brotó de mi interior. Observé a mis compañeros y les vi pálidos y nerviosos, lo mismo que ellos a mí. Egoístamente, al punto de olvidarnos no pensábamos en el cochero, ya ni un grito se le escuchaba, sólo la fusta hacía eco agudo sobre los lomos de las bestias que bufaban cada vez con más clamor de piedad. La cuesta de bajada la pasamos rápido, al llegar a la quebrada de Los Álamos, las bestias no querían pasar las sombras espesas de estos, advertían algo, nosotros raudamente diferenciábamos a estos gigantes, entonces tomé por manía limpiar los cristales de la ventanilla de mi costado derecho que daba al cerro oscuro, cada vez que el agua la empapaba, poco se visualizaba, era mi deseo de tener contacto con el exterior… El carruaje se cimbraba crujiendo estrepitosamente, ahogado por los chillidos de las ruedas desgrasadas.
Mis oídos zumbaban y escuchaban tantos ruidos extraños, trataba de identificarlos; los cascos de los caballos sobre los charcos, la lluvia golpeante, el chillido de los ejes, el cimbrearse de las maderas del carruaje me parecían todos ellos conocidos e incluso las letanías lejanas de los perros incesantes. Pero, un ruido no identificado y arrastrante sobre las faldas de los cerros de los Chinchilleros, que no era parte de la lluvia, me tenían inquieto y cuando pude identificarlo no tuve dudas; arrastraban enormes cadenas sobre los barrancos colorados. Por mi oficio, no podía equivocarme, claramente eran metales que chocaban con los riscos de los cerros, llevados por las ráfagas en ecos tronantes e infinitos en las paredes del cañón. Me pareció paralizarme en mi agitamiento, he ice un esfuerzo para no demostrar miedo, el carraspeo y tos del Wenceslao rompía la rigidez de los músculos de sus quijadas y advirtió; -“por este paso se aparece el Diablo, y sobre todo en la noche de San Bartuolo…”- el carruaje avanzaba rápido, los caballos aumentaban el galope en la noche aborrascada, a nuestras espaldas nos seguían las ánimas y el Demonio nos espía sigiloso, sin prisa, y nosotros a sabiendas que muy pronto nos acecharía. Era solo cosa de tiempo... A pesar de ello, el hombrecillo de gafas a duras penas pudo encender su pipa, y cada chupada que imprimía, las cenizas rojizas del tabaco parecían encolerizar al Lucifer. Con la lumbre de la pipa, vislumbré su rostro transpirado y distinguí tenuemente las formas del interior del carruaje. También pude ver al hombre del poncho con sus ojos encendidos de fuego, parecía que el Malo ya se lo había apoderado.
Nos acercábamos a los algarrobos, ya muy próximo a la entrada de lo Barrancos, pudimos sentir con fuerza el torrente crecido del río. Retumbaban las aguas sobre las enormes rocas que interceptaban la crecida al ser arrastradas en tumbos desenfrenados, la tronadura era ensordecedora de las aguas sobre la angostura rocosa. Viento y lluvia se desencadenaban como un chiflón indolente por el cañón, arreciando turbas de remolinos sobre los sauces, quiscales, arbustos y nosotros mismos. Se desgarraban los riscos y se despeñaban como granizos enormes cayendo al vacío, al precipicio del cauce, arriando aludes de masas de piedras al camino interceptándonos a toda costa el paso.
Aún así, a pesar de toda la turbulencia enrarecida de ruidos infernales, acechaba tras nosotros el tintinear de las espuelas con un sonido en extremo claro. Como herrero, la audición del hierro era mi fortaleza, eran de acero de muy buen temple, su eco era inconfundible, era el jinete de la bestia negra… El tintinear me reventaba cada vez más y más mis oídos, sabía que era él y que nos daba alcance. Al sentir el bravío torrente del agua, pensé que el puente no estaba, la crecida talvez lo había arrastrado por el despeñadero. De repente una voz estruendosa lanzó una aterradora carcajada, y los farellones rocosos temblaron estrepitosamente, las aguas del río se levantaban huracanadas varios metros sobre el puente, los árboles se sacudían arrancándose de raíz, las piedras volaban por el aire como lluvia de meteoritos, los caballos se desbocaron en carrera desenfrenada, todo era un caos apocalíptico y cuando por segundos la quietud volvía, Satanás vuelve a irrumpir. Sobre el barranco Reinoso, un enorme y brillante fuego se levantaba en fumarolas ardientes como un volcán de pólvoras, su resplandor intermitente iluminaba toda la garganta rojiza del río y por milésimas de segundo se podía ver más claro y brillante que el mismísimo día. Pude apreciar, como la crecida de las aguas rebasaban el rodado del puente y los caballos sin sentido no se detenían. Cadenas de fuego descolgadas de la cumbre golpeaban el camino y las aguas del río. Al chocar los aceros brillantes con el manto rojo de los barrancos se formaban arcos eléctricos que rebotaban en toda la caja del cañón y, mientras estos azotes trataban de impedirnos el paso sobre el puente, el Demonio nos daba alcance.
Tan pronto el jinete negro se acercaba a nosotros, se iba transformando en una masa rojiza hirviente e informe montado en una gran bestia similar a un enorme murciélago alado con colmillos chorreantes de sangre. Me percaté que el cochero ya no estaba en el pescante del carruaje y parte de sus ropas y extremidades aglutinadas e inconfundibles colgaban del monstruo alado. Fue entonces, cuando el Diablo saltó al coche rompiendo de un estampido la puerta. Su cara la tuve tan cerca de la mía que me pareció indescriptible, por ese instante el miedo me paralizó y pude observarle sin pensar en él, sin temor. Su cuerpo era rojo ardiente, como piel desollada o arrancada de su carne a jirones, con la cólera precitada, se iluminaba como un vacío transparente y azufroso, se le notaban todos sus órganos internos y se les inflamaban con la ira encendiéndoseles cada uno de ellos en múltiples colores, como fuegos azulados de la fragua, como precipicios de torrentes infinitos. Su vientre abultado, transparente y fétido denotaba los restos de humanos y carroñas comidos. Aparentaba un rostro humano indefinido, pero se deformaba en una masa gelatinosa y azufrada, ardiente ante la menor reacción de furia. No aceptó los conjuros suplicantes de don Avelino, que en vano tapaba su rostro con el maletín y de un soplido de llamarada, arrancó la pipa del pobre hombrecillo, con la furia de un dragón, rompiendo la mitad del techo del carro, y al intento de Wenceslao de escapar por ese hueco, metió sus garras de fuego en su panza y las sacó enredadas de vísceras nauseabundas, dirigiéndome la última mirada y risa de fuego que yo le recuerde… En el mismo acto, mi inconsciente avanzaba a la velocidad de los caballos, el traqueteo de los cascos sonaron a la entrada del puente y un giro estridente del carruaje anunciaba un estrepitoso golpe contra este… Las aguas frías y espesas de lodo que me atragantaban y que me arrastraban a un abismo sin límite me daban cuenta que había caído a las profundidades del infierno… Sentí un lazo que caía en mi cuello y me arrancaba de la corriente ahorcándome, entonces me entregue extenuado, cuando ya mis fuerzas no podían luchar contra la nada…
Desperté, sin saber cuanto tiempo había transcurrido, lo anterior me era pesadilla. Don Vicente Valdés me había rescatado de las aguas del río varias cuadras aguas abajo. Me encontraba tendido en un catre de fierro orillado a unas paredes hollinadas de humo, mirando el techo de caña renegrido por el tiempo. Su anciana madre, arrimada a un caldero encendido que daba lumbre a la pequeña choza, preparaba unas cataplasmas para curar mis machucones. Sentía mi cuerpo molido y mi esófago abotagado por el agua tragada, sin obviar las llagas, que el lazo de don Vicente dejó de muestras en mi cuello… Me dieron de beber unas aguas de chachacoma, me arroparon y acomodando el caldero próximo al catre, me dejaron dormir el resto de la poca noche que quedaba.
El rancho de don Vicente, se emplazaba aguas abajo de Los Barrancos, por la ribera norte del río. Ante la crecida observada por su costumbre, estimó que las aguas superaban el Puente de madera, entonces, cuando sintió la carrera desenfrenada del carruaje aproximarse a los barrancos, por el camino en la ribera opuesta, corrió hacia el puente para evitar su paso. Fue demasiado tarde, solo pudo distinguir las exiguas luces del carruaje arrastrarse entre los tumbos de aguas barrosas. Tiró varias lazadas, antes de dar por fortuna con mi cuello. Me contó al día siguiente, cuando mi recuperación aún en penumbras, me permitía quejumbrosamente continuar mi viaje hacia Combarbalá. Del resto de mis acompañantes no supe nada, ni del carruaje y caballos… ni siquiera me atreví a contarles del ataque de Satanás, aún me costaba asimilar y aceptar tan horrenda experiencia vivida, solo quería continuar viaje y llegar a mi hogar.
Al transcurrir una semana del suceso, las aguas habían disminuidos al punto de permitir el paso en los vados, el sol raudo empezaba a desplazar todo vestigio de la tormenta. Los cerros henchidos emanaban aguas de vertientes y los pájaros entumidos empezaban a juntarse en bandadas para animar las mañanas asoleadas. En el quehacer, cuadrillas de hombres carrileros, iniciaban trabajos en las vías férreas despejando derrumbes para habilitar el paso a los trenes postrados en las estaciones ferroviarias. Se requería restablecer pronto los itinerarios, puesto que el país estaba incomunicado a consecuencia de los temporales y el no retorno a la normalidad, ponía en desconcierto a muchos viajantes. Y, así tan pronto, se reanudaron los viajes en tren, saqué boletos para incorporarme a mi trabajo en los Mantos, vía Ovalle, para no volver a pasar por ese lugar amalditado.
Ya una vez en el tren, me disponía acomodar mis bultos en la parrilla de un vagón de tercera, atiborrado de gentes tumultuosa, cuando dos gendarmes sin mediar explicación, me cogieron por delincuente. Y, me bajaron amarrado, ante un centenar de mirones inquisidores rebosantes de morbo instantáneo, brotado en coro de esa turba acusadora. Toda la estación apreciaba el espectáculo matutino ante claros cuchicheos y murmurios sobre mi persona. Me imputaban como único sospechoso de asalto, robo y homicidio al carruaje de aquel día 24 de agosto… Es lo que pude entenderles a mis apresadores. Y, mientras me ensimismaba en mi ofensa y denigración, encolerizado por la injusticia resoluta, sorda, amurallada e impenetrable a mis súplicas, mi viaje se me iba… El tren se puso lentamente en marcha, los vagones avanzaban, los viajantes atestados a las ventanas me dirigían miradas llenas de odios e insultantes y, en sus voces atronadoras arreciaban las maldiciones. Erguido, flanqueado por los gendarmes, quise enfrentarme a cada uno de mis inquisidores. Puse el alma en mis ojos, y en ellos, toda la inocencia que me pertenecía, entonces lo vi, sentado, al maldito Demonio. Sí, allí sentado viajaba, en asiento de primera clase, en cuerpo y alma de don Avelino Araya, el hombrecillo de traje plomizo, de gafas y con su sombrerillo redondo de ala corta… Al compás del movimiento, me hace cortésmente un saludo de –“adiós nos vemos”–, con su maletín de cuero bien liado a su cuerpo, mientras el tren emprendía una rauda marcha… Bajé la mirada y me sentí culpable, El Malo ganaba otra vez…
En estas postrimerías de mi vida, podría relatarles a ustedes, cuantas historias más acontecieron en el Barranco Reinoso y muchas otras sin testigos para contarlas… Muchos años atrás, me encontré con don Vicente Valdés, forajido montado, relatador de varios hechos acontecidos en ese paso del puente, venía saliendo de la cárcel por ajuste de cuentas. Él fue mi salvador; de las aguas del río de aquella noche maldita del 24 de agosto y, fue testigo ante el juez en mi enjuiciamiento. Y, a un que sea paradójico, el mismo Satanás fue salvador de mi condena judicial, puesto que el Marrullero maldito, sin piedad, continúo cometiendo atrocidades en ese lugar… En efecto, al tinterillo chico, del traje plomizo, vestido de vendedor como siempre, hijo del sistema del Diablo, se le vio en otros lugares de la región cometiendo marrullerías. Cargaba un maletín lleno de insultos; varias pólizas de seguros, unas pomadas de planes de salud indescifrables llenos de tintas endebles y cuchufletas. Y, lo más terrible, quería robarle la afiliación al seguro obrero a un centenar de mineros pobres provenientes de las pampas salitreras… Mi decencia me condena ya en mi hora, no estoy contigo Lucifer, no con tu sistema de robar las almas de las gentes, engañándolas con tu sistema capitalista, pactando miserias y endeudamiento de por vida… Estaré viejo, pero no estoy para tu reino.
En mi abatimiento y última lucubración mental, quizás tal como a ustedes, me surgen las dudas proscritas de los hechos acontecidos en Los Barrancos del Diablo; ¿cuales asaltos fueron de Lucifer y cuales de Vicente, y que pacto tendrían entre ellos?… Es mejor que te deje marchar de mi mente, ser insípido e indecente, en mis conceptos ya no cabes; ni alma, ni desprecio. Tú naciste malo, y yo nací humano… Ya estoy cruzando el puente y me voy por el camino sereno añorado.
Hola!!!!
ResponderEliminarMuy interesante e informativo
Gracias por subir esta leyenda
Besos desde el más allá ♥♥♥♥
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