EL DIABLO EN LA CAPILLA
Por, Clenardo Zepeda Cortes.
Esta historia ocurrió en una aldea vecina al
este de la Villa de San Francisco de
Borja de Combarbalá, distante a una legua y media y, por hoy se le
conoce con el nombre de “La Capilla”. Sin pecar de presunción ni
tampoco en lo banal de lo que puede ser una leyenda, y siendo mesurado y en su
justo equilibrio de las cosas, podría pensarse que la construcción de su
capilla y el nombre que dio su origen a
esta localidad “La Capilla” tiene sus
inicios, si no es cierto, en el siguiente relato:
Corrían los primeros días de Abril del año
1876, para ser más exacto era el día domingo 2, a media mañana. Se les veía
reunidos a un grupo de compungidos vecinos sobre un promontorio, donde
preparaban una estación del Vía Crucis, acechaban acaloradamente al párroco de
actitud intranquila y confundida. -¡¡Debemos expulsar al diablo de este lugar, no podemos permitir
que se lleve nuestras mujeres y nuestras almas!! ¡¡Hay que implorar a Dios,
bendecir las tierras, algo debemos hacer urgente!! De esta manera se manifestaban en rogativas
al representante de la iglesia, ante la eminente presencia del Lucifer que
asolaba la tranquilidad del poblado.
Lo que conocemos hoy por “La Capilla”, en aquel tiempo era un asentamiento de campesinos,
poseedores de hijuelas de riego heredadas de la repartición de tierras. Sus
gentes vivían tranquilamente del producto de sus chacras y huertas, mantenían
hermosas arboledas, cosechaban abundantes y exquisitos frutos regados por las
aguas claras y cantarinas del río de Combarbalá. Además de los alfalfares, cultivaban
con buen rinde, la cebada y el trigo en potreros de rulos ubicados en las
explanadas de los cerros centinelas del valle. Todos los años, en el tiempo de las
cosechas, los vecinos trabajaban en grupos apoyándose mutuamente en tareas de
recolección de los frutos y productos. A esta acción grupal, le llamaban
“mingas” o “mingacos”. Siendo las fiestas de “Las Trillas” y la “Pela de
Durazno”, las más celebradas y tradicionales en su época.
Las Trillas del trigo era una fiesta
que duraba dos o tres días, una vez segado el trigo y con las gavillas en la
era, se anunciaba el esperado día de la Trilla. La faena empezaba a la salida del
sol cuando llegaban los concurrentes; huasos, labriegos y peones aparecían de
diversos lares de la comarca. Se soltaban en la era una veintena de yeguas arreadas
por una pareja de huasos, se les hacía correr dando vueltas en troya, sobre los
manojos del cereal hasta desprenderse de su espiga. La Trilla terminaba con una
gran parva de grano y paja apilada en el centro del ruedo. Durante los días de faena
abundaba la comida y al termino de esta, se concluía con una gran fiesta y
tragos para los participantes.
En cambio, la Pela de Durazno, para huesillos y descarozados, era más íntima y
duraban varias tardes y noches. Se daba en varios huertos simultáneo y,
dependiendo de la afabilidad de los dueños de casa, o intereses de los
asistentes, unos eran más concurridos que otros. El dueño de la cosecha admitía
a vecinos, amigos y algún forastero estival enamorado, que llegaran a la Pela de Durazno. Estos trabajos se
iniciaban al amanecer cuando se recogían los frutos para llevarlos a una
enramada de culenes, donde la fruta se apilaba sobre una cama de yerbabuena o alfalfa.
Una vez que los duraznos estaban cosechados y apilados, se esperaba la llegada
de los participantes. Hombres, mujeres y niños, sentados alrededor de la pila,
con cuchillos y canastos iniciaban el pelambre de los frutos. Mientras afanaban
alegres, se entretejían amenas tertulias, cahuines cotidianos y amoríos
juveniles, lo que hacía muy animada la velada entre los asistentes. Conforme la
cantidad de la cosecha, se ofrecía una fiesta al final, de lo contrario se les
daba chicha y mistelas durante la jornada diaria, también se compartía el mate
con queso de cabra y churrascas entrada la media noche. Hambre no pasaban podían comer la fruta a destajo. En
otros casos de mayor abundancia, los frutos apilados escondían una vasija o
fudre, con vino o chicha, que era abierto bien entrada la tarde, casi a la
oración, cuando la pila se reducía al mínimo y el líquido se dejaba ver ante
los ojos de los sedientos comensales. Al terminar la media noche, varios
marchaban emborrachados a sus hogares en medio de los frondosos caminos
enmontañados de árboles y trepaderas. Algunos jóvenes galanes, caminaban muchos
kilómetros sorteando cerros y quebradas para llegar a la peladura y, más de
alguno en su largo caminar vio espeluznantes espectros, apariciones y hasta al
mismo Demonio.
De los vecinos del sector, el más potentado
era don Antonio Carrasco de Alzamora,
quien tenía un duraznero de varias cuadras y cosechaba decenas de quintales de
fruto seco. Sin embargo, era una persona parca y avara, le invadía un aire
rancio de estirpe extinguida. Si no fuera por su mujer afable y sus cinco
hermosas hijas, en edad de noviazgo, pocos se le se acercarían a su chacra. El
era bastante estricto con sus hijas, no les admitía relacionarse con el común
de los vecinos, solo les permitía por las tarde bañarse en las posas del río y asistir
a las tertulias y bailes que daban las casas patronales de las haciendas
vecinas de “Centinelas” y “Ramadillas”. A
ellas, solamente se les veía en los veranos, dado que estudiaban internadas en Illapel y La Serena. Al menos dos de las
hermanas se educaban para Maestras de Enseñanza Primaria, en la Escuela Normal
de Preceptoras de La Serena, recién fundada el año 1874. Lo comentaba
orgullosamente a los vecinos su madre Sra. Carmencita
Aguilera. Tenían de criada una vieja esclava negra, llamada Julia de Sousa, quien acompañaba a las
hijas donde fueren. La criada se la dejó por herencia su madre cuando se casó
con Antonio. Esta mujer de color
practicaba ciertas hechicerías y sanaciones, obteniendo resultados comprobados
por los mismos enfermos y, más de alguna magia negra ejerció en favor del
ganado y de las cosechas del patrón Antonio,
según el comentillo del viejo Juan un
carbonero que trabajaba con él de mediero.
En aquel año del 1876, a don Antonio Carrasco de Alzamora se le
manifestó una desmedida codicia contra sus vecinos. Todo ocurrió en la cosecha
del durazno, las hijuelas de los demás lugareños se llenaban de voluntarios, de
distintos géneros y edades concurrían alegremente por las tardes a las cosechas.
En cambio con él, no era caso, se había esmerado en invitar a la gente y solo
se presentaron un par de mocetones jóvenes afuerinos, flojos y despabilados que
lo hacían por el solo interés a sus hijas. Al verse un tanto desesperado, por
la suerte que corrían sus cosechas al paso de los días, recurrió a la negra Julia, le contó solo en parte sus
intenciones, ésta convencida de las rogativas de su patroncito accedió y le
entregó el arte de invocar a Satanás. En esa misma tarde, Antonio instruyo al mediero Juan
para que cumpliera lo siguiente: -«Corta dos maderos de higuera seca para hacer
una cruz de tu tamaño, luego ve y degollad un chivo negro, el más grande, deja
la sangre correr y embadurna el cuero con un manojo de palqui. Luego me cargas
todo sobre el macho negro aparejado». Al
anochecer, el indiscreto mediero vio al patrón cabalgar hacia el cerro
Centinela con el macho cargado de tiro. A media noche, a la distancia en la
cima del cerro Juan observó una gran
fogata nacida de la nada, era un fuego distinto, de color rojo granate
chispeante y de humos verdes, refulgían dos figuras negras que acaloradamente
transaban un pacto. Asustado se persigno y corrió a encerrarse en su morada,
atragantado con el comentillo de lo visto, al tiempo que se desataba un
vendaval de llantos de perros acusando la existencia del Satanás en las
frondosidades del río. Llantos agudos de miedos nocturnos, desesperados y
desgarradores que no pararon hasta el amanecer.
Al día siguiente y en adelante, las cosas
empezaron a cambiar en la aldea. Antes de radiar el sol, se les vio en la
chacra de los Carrasco de Alzamora,
afanar raudamente a un grupo de media docena de personas jóvenes y fuertes, de
buen trato y prestancia al juzgar por sus voces a la distancia. Vestían
hábitos, parecían pertenecer a una orden religiosa por sus atuendos similares a
los frailes franciscanos, sus capuchas impedían ver sus caras. Trabajaban en la
recolección y peladura de los duraznos. Obraban en silencio y metódicamente en
dos jornadas; desde el alba hasta la salida del sol y de la puesta hasta las
doce de la noche, el resto del día no se les ve. Ni siquiera Juan, de lengua azuzada para el chismeo pudo explicar sus
permanencias en la chacra.
Durante las noches, los perros cargados de
miedo no paraban de llorar y sus aullidos se replicaban envolventes por los ecos
del cajón del valle. En los habitantes se infundió el miedo como una ráfaga de
terror negro, y más aún cuando empezaron las primeras apariciones de espectros
y bestias tenebrosas. Las primeras visitaciones se iniciaron al atardecer, en los
callejones oscuros y frondosos de matorrales que daban hacia Pueblo Hundido, al cruzar los vados del
río. En estos pasos obligados, el mal reinaba y nadie se atrevía a cruzar el
río por las noches. A los caminantes se les atacaba impidiendo el paso, se les
obligaba a devolverse. Las personas dejaron de caminar por la noche y
abandonaron las peladuras de durazno. Y, a medida que avanzaban los días, el
demonio también se tomó los caminos principales que conducían al poblado de
Ramadillas y hacia la villa Combarbalá cometiendo asaltos y ultrajes a los
carromatos y carruajes. Los viajeros, peatones y jinetes víctimas de los
ataques, muy despirituados y aterrados coincidían en un descripción; decían que
un hombre sin cabeza, vestido de negro con una enorme cruz de fuego y atado a
gruesas cadenas doradas les interceptaba el paso, les asaltaba despojándole de
sus pertenencias y les obligaba a devolverse. Otras veces era un hombre oso con
ojos de fuego y garras de acero, del porte de un buey y rugido de león que
saltaba de los sauces sobre las cabalgaduras derribando a los jinetes y
arañando las bestias. Y otras apariciones se daban en pleno día; aves gigantes
tipo Piuchen, Cueros de agua y otros espectros cadavéricos se les aparecían a
orillas del río a los bañistas, robaban sus ropas dejando grupos completos
desnudos.
Durante el día, los hombres temerosos y
agrupados buscaban pistas para descubrir al demonio, nada encontraban, solo
unas vacas por aquí y otras ovejas por allá sin cabezas, destripadas y sin
sangre, sin contar las mortandades completas en los corrales de cerdos y
gallinas. Las cosechas de duraznos de
los vecinos, por los acontecimientos ocurridos se había perdido en gran parte,
solo la chacra de don Antonio
cosechaba sin contratiempo. No había respuesta a los ataques del diablo,
tampoco había noticias de la identidad de los trabajadores encapuchados de los Carrasco de Alzamora.
Los vecinos decidieron organizarse, se
turnaron para hacer una vigía por las noches,
mientras en todas las casas y chozas se guardaban temprano, con las puertas y
ventanas trancadas y luces apagadas para no motivar la presencia del demonio. Todas
las moradas permanecían en silencio, sin embargo, les resultó misterioso que en
la chacra de don Antonio la peladura
continuaba con normalidad hasta la media noche entre conversaciones y risas, en
esa casa el diablo no reinaba. Decidieron no perderle vista a ese grupo de
peladores, se dieron cuenta que al terminar la jornada y al iniciar la mañana,
no se le veía salir ni llegar de la chacra. - ¿es raro, muy raro? -¡con lo
fregado y estricto que es el viejo es imposible que se alojen allí! –
comentaban los vigilantes.
El diablo, desde el inicio de las vigilias de
los vecinos, se aparecía poco por la noche. Se sentían herraduras de caballos
chispear por las piedras, unos gritos embellacados y risas a la distancia en
medio de la noche en alguna quebrada lejana, como si el demonio estuviera
enamorado deleitándose con el cuerpo de alguien. Parece que había cumplido su
objetivo de evitar la cosecha de los lugareños y cobraba su pacto.
La noche que don Antonio terminó de cosechar, ocurrieron hechos esclarecedores. Juan el carbonero, durante el día avisó
a los lugareños de que sería el último día de cosecha, y por lo visto terminarían
más temprano. Ello motivó a los más valientes de la aldea a organizar una
redada y caerles de sorpresa a los afuerinos encapuchados. Desde la oración
permanecieron ocultos, aguardaron en unos corrales de piedra cercanos a la
chacra y, tan pronto obscureció, en silencio se acercaron lo más próximo a la zona de trabajo. Juan temerosamente, había destrancados
los portones de acceso. El grupo provisto de mantas y lazos, sigilosamente se
prepararon para aprehender a cada encapuchado
y en el momento preciso a la orden de: -¡¡Ahora ya¡¡ irrumpieron el lugar
sorpresivamente cayéndoles encima con
sus mantas y apoderándose de cada uno de ellos. Al fragor de los forcejeos y
trifulca las lámparas de luz rodaron por el suelo dejando toda la ramada a
oscuras, en medio de la zalagarda se escuchaban griteríos confusos de hombres y
mujeres.
Mientras duraba la trifulca, a la luz de la
luna nocturna, un brioso caballo negro arrancaba de las pesebreras de la chacra
y a toda fuerza galopaba bufando por la callejuela alejándose como un rayo, lo
montaba un jinete emponchado, obscuro y sin rostro, se llevaba asida por
delante a la más hermosa de las hijas de don Antonio y, ante los ojos del padre se perdió en el abismo de la
noche… Los cascos y el tintinear de las espuelas de a poco se fueron atenuando
en la distancia de la noche embebida.
Con la bullanga ocurrida en la chacra de los Carrasco de Alzamora, se congregaron rápidamente
varios vecinos con antorchas, pensaron que habían atrapado al diablo. Fue
grande la sorpresa cuando ante la lumbre de la luz descubriéndose bajo los
atuendos franciscanos, muy trémulas y en desatado llanto a cuatro de las hijas
de don Antonio, muy nerviosas y
avergonzadas ante la familiar concurrencia. En esos momentos, sin reparar en
los hechos don Antonio llegaba
desesperado por el flanco sur, a todo trote montado en su viejo macho negro
disfrazado con cueros de ovejas negros y arrastrando unos costales con piedras y, del callejón que daba al río apareció muy
cansada jadeando la negra Julia
disfrazada de un enorme oso, era tal su parentesco que los propios perros de la
casa desataron agudos aullidos al verla.
La familia entre llantos trataban de
explicarles a los exaltados vecinos varios puntos que parecían indescifrables:
Primero, la familia estaba en banca rota, se habían endeudado en varios
créditos para mantener las apariencias, estatus y educación de sus hijas ante la
exigente aristocracia de la ciudad. Y, ante la desesperación de perder la
cosecha de durazno al no tener la ayuda suficiente de los vecinos, la familia
había decidido hacer ellos mismos el sacrificio de cosechar. El punto estaba, que no debían ser vistos, no
podían exponerse a que se les viera, para no caer en el desprestigio y la
vergüenza de la pobreza, en honor y honra a su prosapia y abolengo. Se debía
mantener las apariencias. Las hijas inventaron lo de los atuendos de monjes
Franciscanos y don Antonio con la
negra Julia, se encargarían de
infundir inocentemente por las noches la existencia del demonio, con el único
fin de que los lugareños se recogieran temprano y no salieran de sus hogares,
ni mucho menos asistieran a la pela de fruta nocturna, para que no se les viera
a tan noble familia descrestarse trabajando de madrugada y por las noches. En
cuanto a la invocación de Satanás en el cerro centinela, no fue más que un acto
premeditado para engañar al Juan el
mediero, a sabiendas que difundiría ese acto a todo el vecindario, dada su
amplia fama de conventillero.
A pesar de las sinceras explicaciones de esta
familia, y todas las rogativas de perdones hacia el poblado, que es cosa
aparte, y que solo la benevolencia del pueblo juzgará. Lo cierto y tétrico es
que ocurrieron cosas extremas inexplicables, la invocación al demonio resultó,
el diablo estaba en La Capilla y
actúo a su laya… Era imposible, que don Antonio
montado en un macho viejo hubiera cometido todos los desmanes y menos la vieja Julia, que por su edad y gordura apenas
podía desplazarse. El diablo estuvo en esas tierras, se burló de todos los
habitantes y les cobró con el terror y la tortura de sus almas por varios días
y en donde pagaron por ellos, sus pecados varios animales degollados y la
desaparición de dos hijas de don Antonio
Carrasco de Alzamora. La segunda hija desapareció de la chacra al amanecer
de la mañana siguiente sin dejar ningún rastro.
Estos tristes episodios vividos por los
aldeanos, les permitió unirse devotamente en la fe religiosa, y el día domingo
2 de abril cuando en la estación del Vía Crucis interpelaron al párroco
visitante, demostraron su necesidad imperiosa y pidieron suplicantemente que se
construyera pronto una capilla, en ese mismo lugar de la estación, para poder
rezar y pedir la misericordia de Dios. Siendo don Antonio Carrasco de Alzamora el más devoto y colaborador en la
construcción de la misma.
La construcción de la capilla fue impulsada
por la existencia del diablo, los vecinos debían practicar y ser fieles devotos
de la fe católica. Se le veía como la salvación de sus pecados y única forma de
expulsar al demonio de sus tierras. Colaboraron todos en la edificación de ese
humilde templo y no claudicaron hasta verle terminado. En esa capilla, se
celebraban domingo a domingos liturgias y misas mensuales, aparte de los bautizos
y casorios. Para esta leyenda, una de las misas que incuba el misterio fue la
celebrada el día domingo 24 de agosto de 1884, para las exequias del funeral de
don Antonio Carrasco de Alzamora, en
donde resaltó la presencia de dos hermosas damas muy elegantes vestidas
completamente de negro, con velo y fino sombrero de ala ancha, no derramaron
lágrimas y permanecieron impávidas ante toda la concurrencia, eran sus dos
hijas desaparecidas, aquellas que hace ocho años atrás se las había llevado el
diablo.
En la actualidad, en la localidad de “La Capilla”, todos los años en octubre se
celebra una concurrida fiesta religiosa en celebración a nuestra “Sra. Virgen de la Misericordia”, en
honor a la imagen de esta virgen encontrada por un arriero en las cordilleras
de Ramadilla, hace más de 100 años. La imagen permanece al interior de la
capilla en donde se puede visitar, velando por la misericordia de todos sus
devotos.