Por, Clenardo Zepeda Cortés
Pama Abajo, invierno de 1823. Mientras la república de Chile, sumergida en la consolidación republicana, con sus bemoles teñidos de sangre y pobreza, la madre naturaleza, desde hace tres años que viene asolando la región con una implacable sequía. Bajo este desgraciado contexto de tragedia, no previsto y no vivido anteriormente en la región, ni en la memoria que se recuerde por generaciones anteriores. Fue aprovechado por fuerzas malignas y endemoniadas, que buscando y atraídas por la debilidad y soledad de esas humildes y apartadas campiñas, intentaron robar más de un alma de algún desdichado. Hechos que se escribieron en las memorias de su gente, que sin olvidar han permanecido en el tiempo, historias fundidas por los miedos reinantes de aquellos lugareños, que a fuerza de fe han logrado sobreponerse y vencer al mismísimo Demonio, quién en ese tiempo rondó y asoló a Pama. El mismo lugar, en donde la bruja Salomé, por los años del 1750 había dejado un manto de miedo y misterios difícil de revertir.
Desde el año 1820 que no se conocen las tan veneradas lluvias, a tal punto, que en los últimos tres años sólo llovió 2,5 mm. registrados científicamente por las autoridades de la Provincia de Coquimbo. En esos tiempos el clima era enrarecido, los cielos amenazantes se desvanecían como humo en el ocaso, las brisas de los vientos se tornaban esquivas, las nubes arremolinadas pasaban al sur livianas y juguetonas, sin detenerse, sin interés por las súplicas, sin interés por llorar su humedad sobre los campos sedientos de Pama. Los pastos escaseaban y el ganado misérrimo y angustioso bramaba el hambre y la sed. Los arrieros más aferrados a sus bestias emigraron por el tiempo que fuera necesario a territorios argentinos a las veranadas de Donoso, Los Machos y Calderón, veranadas que se transformaron en invernadas y años completos sin volver. Muchos pozos de agua se secaron y del río ni hablar, solo unas vegas harapientas e insondables se resistían entre piedras lamosas a morir, y las aves cabizbajas y humilladas en sus humedales lastimeros emigraron a hemisferios más bondadosos, antes de perecer bajo esos campos polvorientos y calcinosos.
Fue tan grande la sequía maléfica que no hubo lugar a rebrote, ni en los árboles de las huertas ni en los arbustos pobladores de cerros y aguadas, y no pudiendo ser de otra manera se perdió la totalidad de las cosechas. En las tierras resquebrajadas y agrietadas en mosaicos deformes no germinó ni un solo grano y otras semillas escudriñadas por Tordos y Queltehues en sus buches fenecieron. Y, no siendo suficiente lo que estaban viviendo esos pobres lugareños, debieron acatar sin réplica un dictamen de la autoridad gubernamental de la época de San Bartolomé de La Serena, en el cual se ordenaba requisar los granos y el poco ganado en pié que quedaba. Le ordenaron a Don Francisco Solano Lastarria cumplir este cometido en los partidos de Combarbalá y Sotaquí. Es así que los caballares, vacunos, cabras lecheras y hasta las semillas de guarda debieron entregar.
Mientras tanto el gobierno encabezado por Bernardo O’higgins, desde Santiago mostró cierta preocupación de este fenómeno climático que afectaba al Distrito de Coquimbo, pero no podían hacer mucho, sus mentes estaban puesta en la endeudada empresa emprendida, denominada “Escuadra Libertadora del Perú”, la cual tenía a la república bastante menguada en sus arcas fiscales y difícilmente podrían palear este fenómeno. Fue así, que siete años más tarde siendo don Diego Portales Ministro, determinaron por comisionar al Sr. Claudio Gay para estudiar la sequía a través de métodos científicos.
En los valles de Combarbalá, el año que entraba amenazaba seguir consecuentemente calamitoso, desde hace dos inviernos pasados se venían sucediendo días tórridos y las cosas iban de mal en peor. A pesar de dos procesiones y decenas de mandas a San Isidro Labrador, los inviernos agoreros se cumplían proféticamente. Las parvas de los trigales desaparecieron, algunas talas de maíces negruscas y calcinadas por el sol, despobladas y fantasmales aparecían a la vista en terrenos resquebrajados, eran los únicos vestigios de la fertilidad perdida. Los pocos animales famélicos y apestados, rezagados en los cerros y escapados del requisamiento, deambulaban tétricamente sin rumbo y, al no tener qué darles sus amos, hasta las hojas de maíz metidas en los colchones de los camastros debieron agotar. Los perros esqueléticos y tiñosos vagaban por los campos sin dueños y, con miradas angustiosas hacia los humanos babeaban por una migaja de pan o cualquier alimento que se dignasen tirarles. El valle era desolación y miserias, sólo los Jotes proliferaban y muy desvergonzados, atentos y vigilantes llegaban hasta a los mismos ranchos apostarse, esperando el turno de las víctimas sin importarles la humanidad.
Los hombres de Pama, quienes desempeñaban diversos oficios, debieron tomar rumbos improvisados y agónicos, en contra de todo lo forjado durante toda una vida de trabajo, y en contra de su temple, orgullo y tristeza, partieron a buscar el sustento para sus familias, así; arrieros, labriegos, gañanes y camayos, emigraron dateados a las minas y lavaderos de oro del norte y sur del país, dejando en la miseria a los niños, mujeres y ancianos, desprovistos y desvalidos de las inclemencias de la naturaleza y fuerzas maléficas que acechaban sin tregua… Así entre la lentitud del día a día pasa el tiempo, y de los hombres que salieron por una sobrevivencia inmediata, demoraban en volver, en dar una señal, en enviar una noticia o remeza… en otros casos nunca más volvieron, sepa Dios la razones, «se dice que algunos aprovechando el hecho y motivados por el “Malo” optaron por cambiar a su mujer, por otra más alegre y lisonjera, de aquellas que no padecen penas y eligen machos a su gusto sin mayores atavíos», lo cierto que a esa gente atumultuada y abatida, la desgracia les persistía y los llevaba a un abismo de impotencia, de una clemencia no escuchada.
El viejo Nicanor Díaz Cortés, taciturno y agobiado, al ver que sus dos hijos no volvían de los lavaderos y, ante la quejumbrosa situación de su vieja postrada, media ida y moribunda desde ya una decena de años, y de sus nueras que solo aportaban nietos, no menor en número a la usanza de ese tiempo, tomó la decisión de salir a buscar el sustento... Esa noche no durmió, sus cavilaciones lo transportaron en recuerdos de su vida y andanzas por un sin número de lugares buenos y malos, conocidos y extraños y en son de recapitulación, entendió que en su vida había sido un bruto sin Dios ni Ley, nunca reflexionó del bien y el mal. Y es más aún, siempre en son de picardía o simpatía le pedía a “don Sata” que lo sacara de sus embrollos. – «por lo menos de su boca se escuchaba más la palabra el Malo, que una misericordia por Dios» – .
Desde el tiempo que se accidentó, en su oficio de barretero, en las minas de oro Los Fonditos de Pama, (actuales Minas de Oro), se había dedicado al oficio de trenzador de lazos y talabartero, puesto que podía hacerlo en su casa sentado en una silla y no mortificarse tanto como en otras actividades brutas desarrolladas en el campo. Tenía habilidades suficientes para ello, adquiridas y aprendidas cuando niño en sus largos ratos de pastoreo por los cerros cercanos. Su pasar era tranquilo y los requerimientos por su oficio no faltaban en un valle eminente agrícola y ganadero, en donde todo tipo de trenzados para cualquier tipo de labores eran elementos necesarios; aparte de los costales, monturas y aperos demandados por huasos y arrieros. Pero, con esta inmutable sequía, la agricultura en los campos y la actividad ganadera ya no existían y su oficio también se fue con ella, ya no había el requerimiento por sus servicios quedando en la absoluta cesantía.
En toda la noche no pudo conciliar el sueño, dormitó y dormitó y, cuando un gallo raquítico último valuarte de lo que quedaba entre aves alzadas en los chilcales del río, muy a la distancia y con un esfuerzo estoico y operéstico cantó por tercera vez en esa lánguida noche, don Nicanor se levantó.
El viejo Nicanor, de actitud tosca y parca, de muy poco hablar y escuchar, encorvado por sus 73 años de edad, de altura no despreciable, resaltaba por una descoordinada cojera, se hacía notar por sus defectos reflejados en una estampa que no era desapercibida en un montón de gente común. De mirada gacha, ocultante de unos ojos turbios, plomizos y desechos, a veces se veían rojizos cuando la ira los invadía en sangre; sus barbas desgreñadas y amarillentas cubrían sus mejillas enjutas cicatrizadas de arrugas sobre una piel curtida, seca y gruesa. Bajo sus ropas desabrochadas, se hacía ver, su cuello envuelto en tendones descarnados y fibrosos a punto de cortarse. Sus manos gruesas y encalladas, confundían sus dedos con los corriones del trenzado que obraba con rapidez entre movimientos coordinados y ágiles.
Fue esa noche de insomnio y de vueltas y revueltas en su camastro, que de tanto buscar una solución, su pasado de barretero lo llevó a ella. Se le ocurrió, ir a pallaquear en esos antiguos desmontes de la mina Los Fonditos. Si encontraba un par de piedras con oro claveteado, le daría el palo al gato y, tendría unos reales de inmediato al vendérselas al “Míster” de Combarbalá. Estaba dateado por algunos mineros conocidos, que don David Smith compraba piedras con pintas, que después de observarlas a través de su monóculo de cristal y si le parecían interesantes, recurría a su lupa como última prueba exhaustiva y fehaciente, y cuando estas le resultaban buenas, parsimoniosamente abría una pequeña bolsita de cuero y sacaba una o más monedas, de acuerdo a su conciencia y, se las extendía al iluso vendedor, quién esperaba atónito y esperanzado el resultado de las piedras. Las rocas que no pasaban el examen terminaban arrojadas en una sumativa pila al fondo del patio, previa motivación y arengas del Míster para que el oferente le trajera más metales y entre conversas dicharacheras les trataba de sacar algún dato de orientación en donde se ubicaban las vetas, a lo cual el vendedor se resistía a dar cualquier señal ya que en muchos casos eran robadas de algún yacimiento cercano y conocido.
También sabía Nicanor, que don David, no compraba oro de lavadero, por lo cual rechazó esa alternativa de ir a lavar oro en las vegas de Las Carpas y, por lo demás, el río de Pama no tenía agua y aquella empresa demandaba de una gran cantidad de esta para lavar la tierra en el vaivén de la challa.
Su pasado de barretero accidentado, ocurrió cuando trabajando en las minas, un compañero apír subiendo las escaleras calló chimenea a bajo con capacho y todo, arrastrándolo a las profundidades del pique y fue salvado por el mismísimo “Colúo” «como el mismo comentaba una vez repuesto de las quebraduras de algunas costillas y extremidad derecha». Y, al parecer, no sólo fue esa escapada de ochenta pies de altura, hubieron otras situaciones de peligro en esa mina en las cuales se había salvado ileso, y según él, al no ser creyente debió encomendarse. – «A tal punto fueron las escapadas compadrito que me hicieron encomendarme al mismísimo “Cachúo”»–. La verdad es que siempre fue opositor a la práctica y devoción católica, consideraba quienes la profesaban en nombre de Dios y el Rey, no eran ningunos santos y la imposición por la fuerza no iba con su pensamiento, solía a menudo citar de ejemplo, la Inquisición Católica y sus malas prácticas en estas colonias americanas, y de puro porfiado el viejo, por contrariar al común de los mineros y, en son de valentía ante estos se jactaba de los trances, encomiendes y otros lugullos que tenía con el Diablo.
Cuando el alba se hacía notar con una tenue claridad eventual sobre su rancho, Nicanor se levanta y alegremente se prepara para ir a su nuevo trabajo. Se acerca al lugar del fogón, toma un atizador y escudriña entre los rescoldos y desentraña de las cenizas unas brazas de Colliguay agonizantes de la noche anterior. Con un soplido desarrancado y desasido por los pelos de su barba, con poco esfuerzo y ayudado de unas matas de Pichanilla logra dar vida a un fuego verdoso y soñoliento. Sobre un entramado de alambres destartalados y sin orden, coloca una pequeña lonja de charqui desgrasado de alguna oveja moribunda degollada antes de morir de sed. Le suma en esa parrilla improvisada un trozo de pan duro, su posición en ese conjunto no tiene otro objeto que el ablandarse y asimilarse a lo que fue hace una semana atrás. Tan pronto devoró su menguada merienda, y con su morral presto, incluyendo una bota de cuero con agua escasa, enfila hacia el norte, a los desmontes de las minas.
Partió desde el valle con rumbo hacia el Cerro Amarillo, cruza por media falda el Guallongo, al llegar al Llano empieza a subir en dirección al Cerro Negro por la falda oriente, para descolgarse hasta las Minas de Oro por la falda poniente. Había transcurrido una hora de tranqueo y a lo menos una legua andada (cuatro kilómetros). En su marcha se había detenido en algunos puntos hitos que le traían recuerdos desde su niñez. En esos tiempos cuando se iniciaba en los pastoreos por aquellos cerros y, posteriormente mas adolescente el camino a diario andado por muchos años en su época de barretero.
Ese día en el desmonte, se lo pasó dando vueltas y otras vueltas sobre cerros de piedras, tratando de entrar en algún punto franqueable que le permitiera encontrar el tesoro buscado. Al pasar las horas, las piedras les parecían esquivas, agotadas, desvalijadas y terrosas. No eran las que antaño brillaron en el interior de la mina, no era el oro claveteado en formas de rayos petrificados sobre piedras rojas, no eran hilos de vertientes de aguas descolgándose de las paredes rocosas. No veía el oro extraído de las entrañas de las rocas por los Diaguitas a pura fuerza con barrenos de Colliguay y Puños de piedras del río, ya no estaban los malacates trituradores brillantes y dorados por el polvo del oro rebosante y esparcido por el machaqueo. Ya no estaban las decenas de indios que servilmente le trabajaban la dote al Inca Tupac Yupanqui y, donde estaban las centenas de indios que forzosamente obligados le trabajaban a los Gobernadores españoles. Se encontraba en los desmontes, sobre los cantos y llantos de una historia pasada de muchos hermanos muertos a punta de lanzas y de hambre, entregados al capricho y a la fuerza del poder opresor. Se encontraba sobre unos escombros verdosos deformes y polvorientos, extraídos como resaca vomitada de la mina. No era su costumbre el pallaquear, no era su costumbre profanar tumbas de sus antepasados enterrados en el recuerdo, enterrados por la codicia del oro.
Por un instante, sentado sobre una cima del desmonte, con su cuello enarcado miró hacia abajo y denotó el río, una hilera de vaguada seca al fondo del precipicio lejano y ausente de aguas y, al frente en unos farellones rocosos, a más de doscientos metros por sobre el fondo del nivel de las otroras pozas de aguas, entre Los Caletones, aún permanecía inmutable y milenaria la “Cueva del Buitre”, y al sur la “Puerta del Potrero”. Lugares místicos de historias y leyendas acontecidas en torno al Camino del Inca, transmitidas por sus antepasados desde los tiempos incásicos. Suspiró profundamente y nimbado por el recuerdo, le pareció todo tan distinto a esos años cerrilles de adolescencia indómita… luego, otros suspiros más fuertes, antes de emitir una tos socarrona. Acomodó su sombrero tomándolo con firmeza y con decisión puso su cuerpo en posición de trabajo y, tomó un puño de piedra, olvidado de la época de los indios, y empezó a machacar y machacar, piedra contra piedra, angustia contra esperanza… hasta que las sombras del cerro Las Piedras anunciaban la tarde en retiro… y así termino el día, entre recuerdos removidos, entre soberbia herida, sin beneficio de oro alguno pero con un punto preparado para el día siguiente.
Así, día a día, salía de madrugada a la mina, su trayecto era una procesión; De su rancho caminaba en dirección noroeste una legua hasta los desmontes. Pasaba medio día escarbando y cateando entre cerros de piedras y una vez seleccionadas varias rocas y convencido de su maquila, llenaba un pequeño capacho de cuero de unas 30 libras, que el mismo en su oficio había fabricado para diferentes menesteres, y emprendía el tranco al pueblo para venderle a “don Míster” lo que aparentemente tenía valor. Debía caminar hacia el este con su carga a la espalda unas tres leguas, a la usanza de sus viejos compañeros apires. En su trayecto tranqueado, avanzaba por los llanos de los Patos Reales, lugar agradable y placentero hasta llegar a Las Lomas, en donde las bajadas y subidas de estas se comparan a un tobogán fatigado. Luego, sucesivamente debe cruzar por Los Chañares, La Pampilla hasta llegar muy aquejumbrado a la Villa de San Francisco de Borja de Combarbalá. Cada día, apostólicamente hacía su entrega inamisible, y con menos suerte cada vez, sin saber si las piedras valían menos o al Míster se le agotaba su generosidad inicial. Lo cierto es que por la tarde infaltablemente debía regresar con los suyos, trayendo consigo algunos panes y de medio a dos kilos de trigo para el cocho y el mortereado, vital sustento de la dieta familiar. Y, cuando las sombras tardías del cerro Calvario empezaban a iniciarse e invadían lentamente las campiñas combarbalinas, apresuraba su marcha cojeante
oscilante en las partes llanas de La Pampilla, para subir dificultosamente la Cuesta Blanca. En tanto, en el horizonte se quemaban los últimos rescoldos del atardecer. Ya bajando con el frescor de las primeras estrellas titilante en su frente, llegaba a su rancho aturullando a sus nietos y con una frágil satisfacción de un trabajo cumplido, después de caminar lastimeramente unos 32 kilómetros diarios.
En la empresa emprendida, en donde depositaba toda su fe y encomendaciones, su suerte era incierta. Pasaban dos o tres días que el mineral no daba la ley esperada, y volvía al anochecer sin una miga de pan. Varias veces en sus divagaciones, recordó todos los cuentos de entierros que sus abuelos le contaban y teniendo a su favor los puntos geográficos no lograba recordar las oraciones y maulas para desenterrarlos. Se arrepentía de su desinterés y mala memoria y no ser fiel creyente de los encantos y hechicerías que sus finados le imponían a fuerzas del miedo. Pensó, en echar a correr una vela encendida para la noche de San Juan, a las doce de la noche, los puntos eran claros; Las Piedras Blancas, El Quiscal y la Cuesta de Los Perros. Recordaba que eran sólo tres intentos y a fuerza de palabras la vela se desplazaría suspendida a ras de suelo y se posaría en el lugar del entierro. Imaginó grandes tesoros y riquezas, grandes sueños realizados y el oro brilló en sus ojos un par de minutos, de pronto recordó que la vela debía ser de cebo de oveja y ser cargada por una persona desconocida y que manejara las artes de la magia negra o brujería. Sus sueños se desvanecieron ante estas complicaciones de la vela y peor aún, los perros se habían comido los últimos símiles de cebo que se encontraban al interior de un canastito de mimbre que colgaba en un horcón de la ramada.
El Míster Smith, se dedicaba a recopilar entre sus amigos mineros muestras de metales de valor, en otros casos les compraba a los pirquineros o conseguía prestadas y, luego de seleccionar algunas de ellas, con sus datos y códigos respectivos las enviaba a Inglaterra a unas empresas mineras quienes las analizaban y, en la mayoría de los casos resultaban yacimientos importantes para ellos, según los escritos del historial enviados por Smith. A cambio de la información, le depositaban buenas remesas de dineros, para que las investigaciones y exploraciones en Chile continuaran a cargo del improvisado explorador, quien esforzadamente con un grupo de especialistas y todos los aperos respectivos supuestamente permanecían por meses en la cordillera andina estudiando la mineralogía. Sin embargo, este no se movía de las chinganas y de los grupos de amistades. Era aficionado al juego y al buen pasar, vivía cómodamente entre la gente de Combarbalá, relacionándose con todos ellos, sin distinción de estirpes ni de clases sociales, lo que le valió ser muy querido y recordado en esas comarcas.
Inglaterra tenía los ojos puestos en Chile, después de todas las tierras descubiertas y las historias del oro encontrado en estas colonias, que enriquecieron y aumentaron el poderío del Reino de España y, en donde Inglaterra no había podido entrar ni usufructuar de estos descubrimientos apoteósicos en extensiones y riquezas naturales. Con la independencia de Chile y su buen aliado O’higgins, varias compañías de inversionistas estaban dispuestas a invertir en tremendas empresas para explotar yacimientos en el norte chileno o cualquier tipo de empresas que le signifique grandes ganancias como después la historia lo dirá. Es así, que don David Smith la estaba haciéndo de maravillas, socios no le faltaban como tampoco las palabras, el ingenio y picardía que sin duda la adquirió de sus amigos chilenos.
En una oportunidad don Míster había viajado a La Serena a recibir un coterráneo que llegaba de Europa, en representación de una prestigiosa casa de inversiones para ver esos yacimientos descritos con lujo de detalle en las misivas enviadas por Smith. Y, al parecer lo desvió del destino inicial ya que se entretuvieron más de la cuenta en los sectores de Andacollo y Los Mantos de Punitaquí. Según se cuenta, lo que pretendía el Míster, era maravillarlo con esos yacimientos y no acercarlo a Combarbalá ya que los mineros de esta parte, eran sus amigos y podrían delatarlo y es más mucho de los yacimientos no existían.
No se sabe con certeza de las conclusiones que determinó el enviado de Europa, lo cierto es que el Míster regresó en gloria y majestad y trajo en sus arcas más divisas que las que llevó de ida, y además, llegó en un elegante coche ingles Landau de esos con habitáculo independiente para cochero y lacayo, tirado por cuatro caballos Hackneys de un brioso color negro. Luego de pasearse un par de días elegantemente en su Landau al compás y ritmo de los caballos de pasos, por las calles de Combarbalá, debió venderlos, caballos y coche incluido, en una ganga a un amigo hacendado de Cogotí, por no tener pesebrera donde tenerlos y lo de las bostas y el forraje no iba con su persona. Y a pesar de todo, el negocio no fue tan malo para él, ya que su amigo frecuentemente desde la Hacienda Arriba lo mandaba a buscar y a dejar en su ex coche, para departir de mineralogías y cordilleras, siempre acompañados de asados de corderos y un buen vino cosechado en las mismas tierras. Y en otras oportunidades, para viajes ineludibles fuera del pueblo le prestaban por semanas el coche, cochero y lacayo.
Debió pasar unas semanas, de la ausencia del gringo y en ese lapso Nicanor sufrió las mayores miserias de esos tiempos, con clemencia y ruegos buscó ayuda y solo un conocido joven tendero amigo del Míster le fió algo de alimento, dejando por empeño las piedras del gringo… su desesperanza cundía a diario, su procesión a la mina era manda, no flaqueaba su andar, sus brazos escudriñaban el cerro… sus ojos se humedecían y su alma se desolaba… por primera vez su impotencia le doblegaba su orgullo, sus lágrimas rompieron la permeabilidad de su alma y humedecieron los llampos de piedras y en ese acto de entrega y de soledad, solo un buitre con sus alas abiertas observaba del otro lado del río, desde su cueva, como un fantasma alado que viene a buscar el alma de un desgraciado, como una sombra oscura que espera pacientemente que transcurra el tiempo hasta la llegada de la fatídica noche.
Nicanor no claudicaba, día a día su procesión apostólica se repetía. Se le veía fatigoso y disminuido por la falta de alimentos, se le notaba en su cuerpo maltrecho un desapego por la vida terrenal, sus sienes ardientes e invadidas de incoherencias lo apartaban del mundanal humano. Su alma desvalida la encomendaba a sus creencias inexistentes y buscaba en el cenit una puerta con respuestas, un manto de misericordia que cubriera su alma y abrigara su cuerpo de esos fríos demenciales. A pesar de que en su juventud recia y dura había terminado por no creer y no encomendarse a nadie, su autosuficiencia lo llevó a un ser sin necesidades espirituales, quizás su poca mollera no admitía a otro ser si no así mismo.
Una tarde más temprano de la primera semana de mayo, volvía cadenciosamente de Combarbalá, subiendo por la Cuesta Blanca. Sin nada que aportar, abatido, entregado y, cuando el repecho cambió la pendiente y su cuerpo caminó con un poco más de soltura dentro de su fatiga, mientras avanzaba y su vista enfrentaba la topografía, evocó su pasado en cada una de las lomas que componían el Cerro Grande. Sus años de niñez transcurrieron entre días de pastoreo y trabajo en el campo, esa felicidad irrenunciable a través de juegos infantiles entre quebradas, piedras, los montes, los Cebollines y los sinnúmeros de pájaros que componían el lugar, le recuerdan su etapa más feliz de la vida…. Continuando con su tranqueo desproporcionado por el camino solitario y arrevueltado, dejando atrás grandes siluetas de copados, asimilados a figuras humanas desterradas a mutantes brotados de piedras petrificadas. Al pasar por el Pozo de la Zorra, seco desde hace tres años, miró hacia el norte y allí a mitad de cerro, centenaria, erguida e inmutable estaba la ¡¡Piedra de Horno!!. La observó a la distancia sintiendo un deseo de llegar a ella, la tarde no le daba tiempo, pero intentó con una impulsividad inusual por lo menos alcanzar un acercamiento de comunión y como una última instancia en redención enfiló hacia la piedra. La pendiente cada vez pesaba más en su pecho fatigado y su pierna izquierda soportaba el mayor esfuerzo de su cuerpo vetusto. Parecía flaquear y cada vez que avanzaba y miraba hacia lo alto se oponían a su paso obstáculos naturales convertidos en sombras amenazantes; piedras, Chapines, Carbonillos, Inciensos, Colliguayes, Guayacanes y muchos otros no identificados por sus colores, todos estaban plomizos y quemados por el sol, quedándoles pocos vestigios de los que fueron verdes en su tiempo de normalidad.
En su trepadura recordaba la gran piedra de forma asimilada a un inmenso horno, de unos ocho metros de alto por unos iguales de diámetro. Este horno petrificado tenía una roca en su puerta, más alta que él, y sobre su manto envolvente varias toberas en desniveles, en donde los Pequenes anidaban sus nidos y en otros tiempos, él les robaba sus huevos por la simple sensación de maldad, por esos juegos inconscientes que producen daños irreparables a criaturas indefensas.
El hambre, el recuerdo y la inconciencia lo hacían subir y subir. Cansado y a media falda del trayecto se sentó al lado de unas matas de Pacules indiferentes y aferradas al suelo, crecidas entre las piedras a nivel de rasante mimetizadas entre matas de Coirones. Al disminuir su resuello y recobrada a la normalidad sus palpitaciones, buscó un mejor acomodo empujando la tierra con sus zapatos entaquillados y de tres capas de cuero de buey, desplazando a un arbusto resistido y enojón, dejándose ver unas pequeñas semillas bajo sus arrepolladas ramas, escarbó bajo ellas y aparecieron más semillas, similares al gusto de la nuez. Se entretuvo buscando Pacules y logró juntar dos bolsillos de su paletó.
La noche envolvente lo comprometía y desde lo alto miró hacia el caserío, una brisa fresca tardía sintió en su cara, cuando algunas fogatas pálidamente empezaban a nacer. El crepúsculo entregaba su ultimo suspiro de sueño para entregarse al manto de la noche, el silencio se interrumpía con unos lejanos ladridos de perros de esos que no intimidan, mas bien son lastimeros. Y, abandonando el objetivo de la subida, decidió bajar al rancho, en su rostro sentía cierta felicidad, había recordado su infancia y en sus bolsillos llevaba un pequeño tesoro para los suyos.
Al llegar, la aldea estaba exacerbada, sus habitantes, casi todas mujeres y niños comentaban el acontecimiento del día, se trataba de la ilustre visita de un Sr. Diputado del distrito de San Bartolomé de La Serena, acompañado de otros políticos locales de esos que le sirven para llevarle el bombo y hacerles arrumacos. Este señor, en viaje desde Santiago a la capital de la provincia, traía en sus discursos varias nuevas que la gente no entendía mucho, pero era un acontecimiento ver a estos señores endiosados que parecían ser de otro mundo. Aparte de repartirles unos géneros y unas golosinas con gusto a cacao traídas de Brasil, repartió unos vales pocos por canje de harina, para retirar en algún molino cercano y conocido, perteneciente a algún coño del partido como era la costumbre. Lo que más comentaban las mujeres era de su facha, pircha y simpatía. Este Sr. Gregorio Cordovez, del partido pelucón, les comentó de la abdicación de Bernardo O’higgins, en el mes de enero pasado y que delegó el mando a una junta de gobierno presidida por don Agustín de Eyzaguirre, esta junta nombró por decreto a nuevos ministros con sus respectivos mandatos para enfrentar la contingencia de la república. En fin, y varias otras cosas más de la política que los aldeanos olvidaron y que no es el caso de recordar. Quizás, lo más importante de la visita fue el compromiso del Diputado, para restituir, en la medida de lo posible, los granos y ganados requisados, también trataría de ubicar a los hombres que salieron en busca de trabajo, en los distintos lugares que supuestamente se encontraban… El viejo escuchaba ausente, su felicidad se trasladaba al descubrimiento de una mancha de Pacules, con ello tendría para entretener a sus nietos.
Los vales por harina, duraron racionado una semana, la novedad fueron unas cartas de algunos esposos con seis meses de atraso, que al parecer, permanecieron abandonadas en el correo local y aparecieron mágicamente después de la visita del Diputado. Algunas provenían de Huasco y Copiapó, los que marcharon al sur ni hablar, nada se supo. Las cartas no decían mucho, volverían cuando el futre les pagara lo poco recolectado y, pareciera que el descalabro sumaba a gran parte del país. La deuda externa con Inglaterra, por los prestamos en apoyo a la causa de la independencia y a la Escuadra Libertadora del Perú, tenía a Chile desfinanciado. Al respecto, en el año 1822, O’higgins comisionó a don Antonio José de Irrisarri para que consiguiera un préstamo en Inglaterra por un Millón de Libras de Esterlinas, negociaciones que no fueron nada de fáciles y de los intereses ni hablar.
Durante la primera semana de mayo, no hubo mayores novedades en el campo, con la salvedad de que apareció uno de los esposos ausentes y se llevó a su familia a unos lavaderos de oro por el sector de Cabildo. Ese simple acto cundió la envidia, la esperanza y angustia de quienes marchitamente quedaban en Pama. También se apersonaron algunos emisarios enviados por los nuevos ministros, con el objeto de tomar en conocimiento y levantar un censo de las personas afectadas. Se comprometieron a la entrega de una ración de alimento; consistente en charquí y pescado seco, que llegaría de la Provincia de Talca de una conocida faenadota estatal de Constitución que apertrechaba al ejército. Novedades que le contaban al abuelo cuando este volvía al anochecer y, sentados en familia alrededor del fuego mientras aguardaban que el agua hirviera para el sagrado mate, repartía sus puñados de pacules y cada cual procedía con sus propias técnicas a romperlos y comer sus pequeñas semillas. Así rumiando en coro y luego de contar viejas leyendas de Combarbalá, les iba invadiendo el sueño y en forma escalada se retiraban a sus camastros para dormir aborregadamente como un piño de alpacas bajo una noche altiplánica.
Desde las cumbres plomizas de los Andes, el sol soñoliento despertaba abrazando la tierra de Combarbalá. Su tibia caricia, de fulgurante luz, había dorado con sus resplandores las cumbres de los cerros aledaños, disipando con su presencia unas brumas flotantes, borradas como el despertar de un sueño en la mañana que amanece. El rodeo, La Capilla y el Algarrobal, iluminados y despertados, enviaban a Combarbalá los reflejos luminosos que rebotaban en la cima rocosa del cerro Caracho y penetrante por las tejas de los aleros ensardinados protectores de corredores coloniales, rápidamente el sol llegaba a los jardines a las calles hasta la pileta de la plaza, no escapaba a la calidez de sus rayos. En esta plaza colonial, en donde la pila borboteaba un menguado hilo de agua, y que en su recorrido sin prisa terminaba en los bebederos de los caballos. Se concentraban en los domingos de misa gran parte de la gente del pueblo, incluyéndose vendedores ambulantes ofreciendo diversos tipos de mercaderías desde velas hasta ojotas. Y frente al Cabildo Combarbalino en unos murales de madera de álamo, era habitual la exhibición de noticias y proclamas. En esta oportunidad se exhibían: los detalles de la abdicación de O’higgins con su arenga patriótica expuesta ante la nueva Junta de Gobierno. Unas citaciones a reunión para los vecinos más influyentes y unos periódicos ingleses regalados por el Míster.
En esos días, pareció curiosa la llegada de dos carromatos Wagonette nuevos tirado por seis mulares cada uno, traídos por personal de una empresa de transporte de Valparaíso, cargados con pertrechos de exploración minera. Hasta el mismo Míster fue sorprendido, se las enviaba del Reino Unido su amigo emisario que recibió en La Serena y más sorprendido aún cuando los transportistas se devolvieron al sur dejándoles los carromatos con mulas y todo en la plaza apostados. Luego de leer los documentos entendió que estos eran para los viajes exploratorios, e incluso de las tres cajas de Whisky Escocés mencionadas sólo llegaron dos. Los demás pertrechos ni siquiera los descargó quedaron por mucho tiempo sobre los carros bajo un corredor de la Hacienda de La Capilla y las mulas en un potrero de esta. Solo revisó levemente el inventario ordenado alfabéticamente llamándole la atención la palabra “Teodolitos” pero no se dignó a buscarlos entre los bultos y se dijo a si mismo, – «…bueno, ya veremos que hacemos, por ahora probaremos este legítimo escocés…» –.
Desde el inicio de la segunda semana de mayo, sus nietos y nueras trataban de complacer al abuelo en forma salamera e interesada. El objeto era obtener el permiso para viajar con una caravana de feligreses hasta Cuz Cuz, localidad distante a legua y media de Illapel, y participar devotamente en la procesión del Santo San Isidro el Labrador. La caravana partía de Andacollo trayendo un mensaje esperanzador de la Virgen de Andacollo, se le unirían en su trayecto muchos feligreses de lugares aledaños al Camino del Inca por donde se desplazaría la caravana hasta el destino Illapel, especialmente campesinos quienes eran los más interesados y necesitados de rogativas para el Santo Patrono.
La comitiva pasaría por Pama, al amanecer del día 13, se unirían varias mujeres con sus hijos más crecidos, mayores de diez años y lo suficientemente fuertes para caminar en todo el viaje, de ida y vuelta. El trayecto alcanzaba unas 20 leguas desde Pama, se haría en dos días de camino, en la primera noche pernoctarían a mitad de camino en un viejo tambo ubicado en la cima de la Cuesta de Hornos (Actual Cuesta del Espino), para descolgarse al valle de Illapel a primera hora del día siguiente, e inexorablemente estar presente en la festividad del 15 de mayo; le comentaban. Entendió, que las razones eran justificadas y accedió. Y, hoy más que nunca se requería de un milagro del Santo. Sin embargo, no comprendía, como a un hombre común después de 450 años de su muerte lo convertían en Santo, quizás la iglesia cada cierto tiempo necesitaba posicionar los votos de confianza de sus feligreses utilizando la beatificación y santificación de figuras no cuestionables, por que el tiempo había limpiado sus imágenes…
Caminó divagando alrededor del rancho, buscando respuestas a preguntas vagas y en forma inconciente se encontró mirando las profundidades de ese pozo seco desde hace dos años, e imploró sin mucha convicción a San Isidro para que subiera las aguas del pozo, tal como lo hizo en ese milagro cuando salvó a su propio hijo caído a las aguas de un pozo similar… al no tener respuesta, abandonó el lugar de imploración y entre otros pensamientos se dio cuenta que, quizás muchas veces éste le había ayudado, cuando es sus tiempos de gañán surcaba los campos a punta de yunta y, sin darse cuenta los mismísimos ángeles araban la tierra mientras Isidro rezaba, como se le reconociera universalmente este otro milagro.
Después de cinco días, los de su familia volvieron de la procesión muy contentos y esperanzados de su manda. Habían compartido con gentes de muchos lugares y el recorrido del Santo por los campos de Cuz Cuz, había sido muy emotivo, con rogativas cantos y bailes. Todos inmaculados por la devoción y fe mancomunada se sostenían bajo una misma causa y a pesar de las miserias envolventes las gentes se fortalecían unas otras en esa plegaria. A Nicanor estas cosas lentamente le empezaban a rondar y ablandar su dura cabeza.
Ese día 25 del mes de mayo del año 1823, mientras Nicanor esperaba la claridad del alba para levantarse, después de una interminable noche de insomnio, soportando tantos quejidos de una vieja achacosa por quien en sus tiempos pasados llegó a sentir cariño y por hoy, era una costumbre de compromiso el permanecer en el mismo techo. Y extrañamente, esa claridad habitual de la mañana no llegaba, comprendió para sí que algo pasaba. Pues al levantarse, una espesa bruma rociaba suavemente el aura del amanecer. Las esperanzas de que las lluvias vendrían cundieron, y a pesar de una visibilidad escasa y por segundos estática, salió a cumplir su rutina apostólica. Sin más brújula que los impulsos de su corazón y con más lentitud de lo acostumbrado, cumplió su ritual en la mina, llenó su capacho y siguió con su marcha enfilante.
Por la tarde, sin saber la hora exacta del regreso a casa, la niebla aún permanecía y durante todo el día no se había levantado. Los habitantes de Combarbalá parecían diferentes, sesgos de felicidad se notaban en los rostros, caminaban más a prisa por las calles, los saludos se respondían mutuamente y los niños aumentaban el bullicio jugando a carreras en la plaza y a las escondidas en los muros contrafuertes de la iglesia e incluso una improvisada banda de músicos tocaba sones marciales reconocidos pertenecientes a un batallón del Ejército Libertador, mientras otros niños descordinadamente y con mucha gallardía desfilaban en círculos alrededor de la pileta, mientras los perros ladraban jugueteando. Hasta el gringo fue más generoso, le regaló un par de botas rotas del número 46 y un paletó largo de paño chillón. Todo un contexto de escenas mundanas se vivía por un simple día de niebla esperanzadora.
Al regresar, la subida de la Cuesta Blanca le resultó tremendamente fatigosa la niebla invadía su visión y penetraba en sus nasales hasta sus pulmones. Se sintió perdido varias veces, el camino lo herraba y volvía a encontrarlo, solo en el sentido de la pendiente le daba algo de orientación, varios obstáculos impedían su camino, siendo un peligro las matas de quiscos y romeros. De pronto resbaló y cayó unos metros, se encontró en el fondo de una quebrada, pensó rendirse y pasar la oscura noche en ese lugar.
Las luces nocturnas de Combarbalá estaban extinguidas, la niebla las envolvió y, junto con las estrellas permanecieron inmóviles por largas horas. Una brisa nortina calaba su gruesa piel y unos fríos interiores desde sus huesos quebrados se hicieron sentir y, sus oídos retumbantes escucharon a lo lejos llantos de perros desencadenados, llevados por ventoleras endemoniadas y repartidas en el silencio penetrante. Su vista la levantó inconciente y divisó en la cumbre de la cuesta un enorme fuego de llamas rojas y envolventes, su resplandor le permitió identificar el camino y, unas ansias inexplicables le invitaban hacia esa luz. Esa mata visualizada de chaguar ardiendo estaba retirada y no tenía la seguridad de alcanzar esas llamas. Entonces se levantó con lentitud de la quebrada y forzosamente caminó en la dirección del fuego, que al avanzar, suavemente se iban extinguiendo, y ya pronto a llegar a la cumbre el fuego se extinguió. No pudo encontrarlo pero estaba claro que era la cumbre.
Su estrepitosa subida le cobró cansancio, se dispuso a sentarse sobre unas rocas, en medio de la niebla, en medio de la nada… se preguntó que estaba haciendo, no encontró respuestas, recordó a su familia y se sintió culpable del padecer de ellos, no eran sus culpas, el destino pudo haber sido diferente… sus ojos humedecidos entraron en un desconsolado llanto… ¡¡ y súbitamente un hombre grande de negro, de poncho y sombrero, sin rostro visible, sin alma y sin vida, con una voz estrepitosa y lejana!!, – le dijo –, «…debes seguir el camino de los chaguares en fuego y encontrarás lo que buscas para los tuyos…, Yo te conozco desde mozo, y me adeudas cuestiones pendientes, cuando no quieras pagarlas el 24 de agosto me recordarás…». Pareció despertar de un sueño de llantos, se puso de pié y en medio de la bruma y casi por costumbre y con mucho esfuerzo logró llegar a su casa, sin capacho y sin comida. Cuando el gallo dormidamente entonaba su segundo canto y la niebla en retirada daba indicios de claros por donde penetraban tenues rayos de luna.
Los días se sucedieron y las noches fueron misterios, por las noches alguien rondaba los cerros, los ecos extraños y alimañanados desprendían gritos tormentosos e indescifrables y entre penumbras de sones algunos gritos de gatos eran algo más asimilable. Por la caja del río seco y contra los farellones rocosos el viento penetraba desasiendo gritos estruendosos y encadenados provenientes del Barranco Reinoso, gritos estrangulados y aflautados como pitos al pasar por el gálibo del viejo puente de Pama. Y, los días continuaban lastimeros y agobiantes por el hambre y el frío infranqueable.
Un día desolado, Nicanor se retrasó esperando al Míster y la tarde de junio calló más rápido de lo normal y a pesar de sus apurados pasos, la noche simplemente le envolvió con su manto frío y estrellado. Un presentimiento helado corría por su sangre y aún que quisiera olvidarse, el recuerdo y las palabras de aquella noche no le daban libertad, sintiéndose en crucijada se armó de valor y se encomienda a Dios por primera vez, por si algo le esperaba y, en esa revuelta tan corta donde las penaduras eran parte de la rutina, pensó que lo encontraría, que le acecharía por la espalda cayéndole desde el pronunciado talud del cerro. No fue así, solo un halo de susto encrispaba su cuerpo… vencida ya la revuelta de las penaduras y a pasos de trotes como un pájaro maneado, frente y a lo alto del Pozo de la Zorra, una mata de chaguar encendida suspendía sus palpitaciones, se detiene a observarla y al inclinar más la vista ve dos o tres fuegos más pequeños a media falda del cerro… Entendió la señal y no pudo renunciar al hecho, la hora había llegado.
Su cuerpo mojado en un sudor frío, su respiración entrecortada y jadeante, sus palpitaciones a montones rebasaban y apretaban su pecho con un dolor apuntalado y desenfrenado. Intentó mantener su mente fría, pero no le era posible con todos los temblores en sus piernas y nauseas estomacales, anunciantes de un desmayamiento a su estructura, una rotura a la fragilidad de su cuerpo… nadie rompía el silencio, nadie invadía el contexto, solo sus pasos lentos resquebrajeando piedras se hacían sentir en todo un universo a cuestas… la noche se iluminaba por esos fuegos encendidos desprendidos de humos ardientes, de llamas envolventes y chispas endemoniadas… continuó su camino entre los fuegos cruzados que le guiaban en medio de la noche y, de pronto ante sus ojos de incredulidad y estupefacto a una cuadra en pendiente, esa gran ¡¡Piedra!! está convertida en un gran ¡¡Horno!! iluminado por las brazas y fuego interior, a la distancia se escuchaban chillidos infernales, pensó que cien demonios en su interior se quemaban y, al más avanzar, aquellos fuegos cruzados escapando de las brazas por el viento forzado, lentamente declinaban ante su presencia. Se sintió en el infierno mismo y no dudó en llegar hasta las cercanías del Horno. Una brisa caliente y una suave aroma despertó la sensibilidad de los sentidos, ese exquisito y atrayente olor a pan amasado no le hicieron dudar y se acercó. Ante tamaño y monumental Horno, pudo ver en su interior una camada con decenas de tortillas bronceadas y tornasoladas por la manteca y los chicharrones, redondas y grandes como del tamaño de un costal, le invitaban.
Unas lágrimas rodaron por sus barbas y no queriendo despertar de un sueño, cogió una con esfuerzo por su tamaño, quemándose las manos y antebrazos, la soltó en el acto y esta rodó cerro abajo despedazándose entre las piedras y Carbonillos. Y, entendió que no era un sueño eran de verdad, – «¡¡ era la mismísima verdad presente…!!» –.
Para salir de su empacho y saciar su boca babeante, tomo un buen trozo y se lo devoró, nunca había probado tan exquisito pan. Dudativo por un momento y, al reaccionar un miedo lo volvió a la realidad, sin perder un segundo se sacó su paletó chillón, lo ubicó sobre una piedra lajeada con las mangas abiertas como un manto que recibe un deseo, de una en una apiló sobre éste cinco tortillas, hizo un nudo por las mangas logrando atar su preciado cargamento de unas treinta libras de peso. Lo cargó sobre sus hombros y rápidamente enfiló por los desechos hacia abajo y, descolgándose por la Quebrada de los Gatos sin importar obstáculos logró llegar a la explanada del valle. Aún incrédulo de lo ocurrido, dio vuelta y miró hacia el cerro y en la oscuridad de la noche aún ardía un enorme fuego de unas matas de chaguares quemándose.
Al llegar a su rancho, unos galgos raquíticos y gemebundos salieron muy contentos a recibirlo, gulusmeaban el pan a cuestas. De su carga guardó tres de ellas en el pozo seco y las cubrió con un aparejo en desuso, pensó con una felicidad irónica – «¡¡ ojalá por hoy, a San Isidro no se le ocurra subir el agua del pozo!!» –, las dos restantes se las presentó a su prole quienes en medio del regolaje se dieron un gran festín. – « ¡Se las compré a una misía en el pueblo!» –, «¡…y todavía vienen calentita…!» – dijo radiando de alborozo una de las madres.
Esa noche todos fueron felices y se quedaron hasta tarde charlando al lado de la fogata, excepto el viejo, cabizbajo y taciturno con sentimiento de conciencia no podía dejar de ver por debajo de esas gruesas cejas el fuego que ardía allá el lo alto, en La Piedra de Horno. Atolondrado por los sucesos vividos en ese día indescifrable, la fatiga y el sueño lo vencían y antes de iniciar su primer ronquido estruendoso su última y soñolienta mirada de la noche fue hacia la Piedra de Horno, al fuego que aún crepitaba.
Al despertar temprano, su primer acto fue mirar hacia el Cerro Grande, allí estaba y como siempre lo estuvo La Piedra de Horno, recorrió con su vista por la falda del cerro si encontraba algún rastro, todo era normal. De pronto recuerda su guardería y corre al pozo, allí estaban sus tres tortillas y antes que nadie despertara de los suyos las cogió y las fue a repartir a los pocos vecinos de Pama, en una actitud mesiánica y de impetración al Mesías cuando multiplicó los panes en ese monte desierto cercano a la ciudad de Betsalia. Ese día no salió de su hogar se pasó todo el día sentado debajo de la ramada en actitud de confesión.
Al amanecer del día subsiguiente decidió retomar su rutina, hizo el trayecto a la mina y al pueblo, al atardecer durante su regreso, una fuerte presión y sentido de culpabilidad invadían su mente y, a su vez una creciente curiosidad por develar esa incredulidad floreciente en espacios efímeros de cordura ante tanto tormento bullido en un estado de ansiedad abrumadora. Quería que volviera a ocurrir ese suceso, su inconciencia lo quería, estaba preparado y entregado, quería que aquello no fuera sueño si no una verdad irreal una existencia imaginaria, un infierno bondadoso. Y, tan pronto las revueltas del camino le permitieron visualizar la falda del cerro, se encontró súbitamente con los fuegos encendidos, le pareció más familiar que tres días atrás, no por ello, su cuerpo sudó helado y el vaho resultante olía a difunto. Quiso enfrentarse a la muerte y se apresuró a su objetivo, el gran Horno más calmado que antes le ofrecía esa maravillosa ofrenda irrenunciable. Sin tiempo para dudas y sin detenerse en su obrar armó su bulto de tortillas y enfiló a su hogar dejando atrás esos fuegos declinantes por la distancia que paso a paso sumaba.
Los vientos tardíos denotaban noches brumosas envueltas en fríos secos que empezaban a calar los huesos. Brumas pasajeras y nocturnas que escapaban ante la llegada de los tenues rayos de sol mañaneros. Los días de junio se sucedían sin una gota de lluvia y la desesperanza no amainaba, las enfermedades rondaban en esos campos contaminados de miserias. El viejo ya no tenía la misma voluntad diaria de ir a los desmontes, cada tres días lo usaba de pretexto para evadir las miserias sicológicas que cundían en su rancho producto de las histerias y nervios de esas pobres mujeres que hasta el pelo se les caía por la angustia y depresión. Y, por supuesto para obtener del Horno el sustento que los mantenía con vida a todas las familias, –«…como buen minero, encontré un puntito con oro claveteado y con esos pesitos podemos comer buen pan…» – decía el abuelo a las mujeres y niños de la aldea. Sin embargo, Nicanor entendía, que si bien el no recordara ningún pacto, tarde o temprano esto se acabaría y debía pagar, situación que no podía soslayar y lo fue llevando a un abismo irremontable.
Las ligaduras de su conciencia lo amarraban a una profunda tristeza, sentíase culpable de aquella maldición que asolaba la región y el debía pagar sus culpas o entregarse en ofrenda a la madre naturaleza. Sin saber cual de ellas era la razón, sus años le decían que en sus manos estaba el maleficio. Y en el fondo de su máxima tristeza, en medio de la maldición, e implorando a Dios su perdón tomo la decisión de entregarse al Horno.
Lo había planeado con calma y no quiso esperar tanto, el 24 de agosto parecía lejano, su gente ya no podría soportar más y no estaba dispuesto que otros padecieran antes que él, el maleficio debía terminar y cada vez que retiraba esos panes, sentía un impulso tremendo de entrar a ese rescoldo y en medio de ese infierno ardiente encontrarse con el ¡¡mismísimo Satanás!!.
Aquel 26 de junio el día había amanecido enrarecido, los misterios cundían en el día de San Juan, el día transcurría en actos de plegarias de los lugareños invocando a la lluvia, fue un día largo para el abuelo. Recorrió contemplativamente varios rincones de su rancho, observó cada uno de los pocos objetos que componían su hogar, miró sus nietos correr y su alma llena de emoción hizo brotar lágrimas en sus ojos. Sentándose bajo la ramada, su vista recorrió el valle detenidamente y con un profundo recogimiento y agradecimiento a su Pama, evocó los mejores tiempos de cosechas y bramidos de animales y, a la distancia escuchó el caudal del río cantando los charcos sobre las piedras pulidas y opalinas por las aguas de septiembre…
Con todos sus mejores recuerdos esperó la noche, el ocaso de la tarde no tardo en opacar la claridad amarillenta del sol de invierno y una espesa camanchaca entro por la Cuesta de Hornos invadiendo rápidamente el valle, no quiso avisar ni despedirse de nadie, atento mirando hacia las Cejas de Piedra, esperaba la señal. Súbitamente a la distancia de la noche unas inmensas llamas consumían un chaguar y su resplandor indicaba el camino de subida. Acomodó su sombrero con firmeza sobre su cabeza y con decisión emprendió su marcha, tomo el repecho más corto, por la Quebrada de los Gatos, tras sus espaldas empezaba a reciar un fuerte viento norte, su mente en su objetivo, tranquilo y entregado, agradeció a Dios por su vida y solo quería saldar su última cuenta.
El Horno llameante y rojizo desprendía humaredas azufradas y envolventes confundianse con nubes negras cargadas de misterios, se desató una descomunal lucha en los cielos, truenos ensordecedores y rayos mortíferos bombardeaban el cerro, el Horno cobraba vida como nunca y el fuerte viento silbaba en las toberas abocanadas de fuegos. Subía estoicamente, con resuello forzado y el corazón a punto de explotar, el anciano no declinaba, era llamado por esas fuerzas malignas que estaban a punto de vencer y perpetuarse en ese valle desolado.
Se encontraba a una cuadra de su objetivo, de pronto al esquivar un copado, resbala su cuerpo y rueda cerro abajo, quedó enredado en unos montes con su pierna mala imposibilitada de continuar. Sin importarle el dolor, se desliza arrastradose sobre piedras y Chapines, su avance es lento y agota sus últimas fuerzas redentoras para llegar. La lucha consigo mismo es titánica, mientras en la atmósfera se libra la guerra de los cielos. Muy herido y mal trecho, se enfrenta a la puerta del Horno ardiente y antes de su último intento de arrastrase a las entrañas del infierno, las nubes rompen en llanto y se desenfrena un diluvio de aguas cayendo mortíferamente sobre la tierra sedienta. La fuerza y el peso de la cortina de aguas que cae, con un ruido ensordecedor, como un hierro caliente al entrar a un líquido de temple, petrificó en segundos al Horno ardiente. Desprendiéndose humos y chillidos endiablados y ensordecedores como si un ejército de miles de demonios quedaran fulminados en un mar de lavas ardientes y, como acto de remate un gran rayo estruendoso y letal cayó sobre la piedra partiendo una gran parte de ella por el lado más alto del cerro. La lluvia no da tregua y la tormenta Bendita es una de las más hermosas que se tenga memoria…
Los vientos huracanados ondulantes y silbantes, compuestos en ráfagas coquetas y desafiantes, acompasaban al son de la lluvia fresca y persistente… todo un conjunto envuelto en un aura húmeda y fértil, componían un arrebol de un paraíso cercano… En su sueño aletargado y lejano Nicanor escuchaba cadencioso, este concierto terrenal distante y, entregado en cuerpo y alma a la placidez de su música, lentamente se incorporaban ángeles en la melodía celestial…
Después de dos días de lluvias sin detención, entre nubes ligeras y algodonadas se filtran los primeros rayos de sol y en los campos abiertos e inundados se dejan ver charcos de aguas desprendidos de los cerros. Como cual vertientes emergidas sin pausas, forman quebradillas y quebradas las cuales unidas y en cauces sumados vertían sus aguas a un inmenso río turbio y ensordecedor, que con su furia de torrente bravío terminaba por erosionar terrenos ribereños y arrastrar álamos y sauces hasta un punto de saciedad incontenible.
En ese invierno, se sucedieron varios aguaceros siendo muy calamitoso para los decrépitos habitantes. Las noches frías parecían interminables, la escasez de alimentos, las plagas de bichos germinados y resucitados en lodazales aparecieron por efecto de las lluvias y sin existir animales ni pájaros depredadores para mantener el equilibrio natural, se desbordaron sin control. Las enfermedades como la tuberculosis y epidemias de fiebres incoercibles comenzaron a cundir. Y, solo después de tres meses, pasado septiembre los campos empezaron a verdear lentamente. Los árboles tardíamente empezaron a florecer y las caprichosas ventoleras de octubre despojaban las tímidas y frágiles flores de los perales y durazneros, mientras que los pastos y chacras eran devorados por cuncunas y langostas. Sólo un par de granados e higueras al inicio de la vuelta de año lograron dar sus frutos y, en el cerro la vida empieza a renacer y así germinaron los Illabes, Rumpas, Pingo-Pingo y Pacules.
Al tercer día al escampar, cuando pudieron sortear las aguas de la Quebrada de Los Gatos salieron a buscar al abuelo Nicanor ante su mensaje indefectible. Al nieto retraído que le ayudaba en la trenzadura de lazos, en medio de la ruidosa tempestad de la noche, y en la oscuridad absoluta, el espectro del abuelo depositó en sus pequeñas manos un puñadito de Pacules… Se le encontró sentado, sin vida, apoyado en el manto de la piedra mirando hacia el valle, sumido en un semblante apacible, una aura interior nimbaba en su faz angelical la comunión y el encuentro con esa paz, esa paz que solo otorga Dios cuando logramos entregar toda nuestra alma para realizar la más alta esperanza.
Solo a la vuelta del año, cuando la fuerza de la vida le ganó a las plagas, los lugareños despertados de un vendaval de desolación cayéndoles sobre sus miserias, vuelven a reiniciar sus vidas simplemente desde la nada.
Allí petrificada y fría, milenaria y dormida, testigo presencial de muchas historias y leyendas, permaneciendo más allá de las generaciones de hombres, está simplemente La Piedra de Horno.
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PIEDRA DE HORNO CERRO GRANDE PAMA ABAJO |