domingo, 9 de agosto de 2015

INFIERNO BLANCO



INFIERNO BLANCO

Por, Clenardo Zepeda C.

A medida que penetrábamos cordillera adentro, el paisaje se iba haciendo más sombrío e inquietante, cada vez las nubes húmedas y grises nos envolvían y las ráfagas emborrascadas nos volteaban de los caballos. La estrechez de los pasos cordilleranos destemplaba el ánimo y hasta las bestias paraban las orejas, atemorizadas de algo que no se veía, pero que estaba allí tan vivo como la roca desnuda que empezaba a blanquearse con la ventisca. Sin duda el Infierno Blanco estaba acercándose.

Nuestro camino bordeaba el abismo, y ante la visión escabrosa del acantilado, allá abajo en lo profundo, se vislumbraba un hilo de río verdoso que clamaba con su fragor un alma desbarrancada. Hombre y bestia quedábamos suspendido por unos instantes, tratando de agarrarnos contra la pared de piedra que nos empujaba con su grávida fuerza hacia el precipicio.  Entonces no éramos nada en aquel limbo; por instinto nos aferrábamos a la tuza y riendas, hendiendo las espuelas bajo las caronas de la montura, y, el caballo por sí sólo jadeando quejidos, salía tranqueando con impávida firmeza sobre las resbaladizas rocas escarchadas.

Las borrascas de la embebida y oscura tarde nos despedía del territorio chileno, mientras la cerrazón de agua nieve empujaba con fuerza nuestros ponchos hacia un recodo argentino. Ahora, comprendíamos, la desapacible inquietud que nos embargaba la montaña a medida que nos internábamos en ese desolado paisaje.  Entonces voltee la mirada contra el viento, mi última mirada a los montes chilenos y, sólo vi veloces nubes negras que aplastaban la noche amenazante… Hay paisajes como instantes de la vida, que no se borran jamás de la mente; vuelven siempre a traspasarnos desde adentro, y cada vez con mayor intensidad cuando le evocamos. Esta primera vez que pasé la cordillera, fue como mi última mirada imborrable. Allí volvimos la cabeza para no perder la postrera visión de esa tierra amada y entrar de lleno en aquellos parajes desconocidos.

El último contacto con aldeanos fue en la cantina de Las Barrancas. Previamente habíamos dejado atrás los pueblos de Cogotí  y la calle del Chineo, para llegar sedientos a esa posada y saciarnos con los últimos tragos de la temporada.  Luego de dos horas de escanciar cervezas, emprendimos el viaje con paso seguro, en silencio, interrumpidos por las quejumbres de la tropa. Y, cuando los últimos caseríos del Durazno se ocultaban en la lejanía, quedamos frente a la soledad de La Crucita y la orfandad de nuestro largo viaje.

Nos esperaban cuatro meses de veranada en la cordillera argentina de Donoso. Era mi primer viaje, me contrataron como marucho de tropa, íbamos de avanzada con las mulas de carga para preparar el refugio de la majada, el ganado llegaría una semana después.  Fue nuestro último trago en esa cantina, el bullicio de ese corrillo de comensales me quedó ululando varios días, sería mi despido de lo mundano.

En la soledad de la cordillera de los Andes, nos esperaban las almas y los espíritus en una desolada travesía. Debíamos vencer las altas cumbres embriagadas por las borrascas del clima. Debíamos vencer la falta de oxígeno y el viento reventando nuestros pulmones. Sin más compañía que la majestuosidad del cóndor, adueñado de las alturas, oteando al acecho la vida entre valles y farellones de piedras... Sin duda era un mundo agreste y bello, sólo las piedras como excrecencia del suelo rompen la mente del hombre en la soledad desierta. Rucos de piedras, corrales de piedras, asnos color de piedra, cabras en medio de la piedra. Piedras callando piedras y desgarrando su tiempo sobre el hielo, sobre la nada, sobre el silencio.

Había entrado en su quincena el mes de noviembre del año 1981, cuando salimos del fundo La Tapina de Pama Bajo. El patrón nos dio las indicaciones a los troperos; de cómo vencer el frío, la soledad y los espíritus que acechaban las manadas de animales en las venteadas noches. El ganado; era el conjunto de mil trescientas cabras, doscientas ovejas y unas trescientas bestias entre caballares, mulares y vacunos. Los arrieros éramos ocho y cada uno cumplía varias funciones; en mi caso, además de ayudante tropero, lidiaba con los aparejos y las cargas. Me ofrecía con mucha voluntad para hacer el fuego mañanero, hervía los choqueros, calentaba el charquí y cebaba el mate. Esa actividad me permitía desentumirme del frío arrimándome al inocuo fuego desprendido de las yaretas. El trabajo a diario era duro y terminábamos muy rendidos al término de la faena. Cuando el frío nos calaba los huesos al atardecer, nos acostábamos temprano buscando abrigo entre cueros y mantas, mientras el susurrar del viento parecía ensañarse sobre la toldería del refugio.

Antes de salir de La Tapina, ya me habían apodado el Tropelito, por mi asignación a la tropa a mis escasos quince años. Me encomendaron  de ayudante del Huaso, un experimentado jinete y laceador.  El reunía muchos atributos en su persona;  era rudo pero tenía alma de niño, era ameno y cariñoso, radiaba confianza y respeto. Me trataba como su amigo y me guiaba en mi nueva aventura. Con su persona hasta el más duro trabajo se hacía agradable, ello nos llevó a cabalgar quince días de viaje sin reparar en molestias; aguantando estoicos las inclemencias de las alturas de los Andes.  Al transmontar La Crucita, subimos serpenteamos las nacientes  el río Cogotí hasta el límite, cruzamos  el paso cordillerano El Azufre a 3.600 metros de altura, desafiando acantilados y borrascas de viento y nieve, sin más testigos que las bestias de la tropa y las encomendaciones de nuestras almas a la Virgencita de la Piedra.

Durante la travesía por las cumbres el clima fue implacable; la nieve cubría kilómetros de montañas, parecía interminable y eterna, fue un noviembre de invierno rezagado. Las cerrazones y las ventiscas retrasaban los deshielos y la primavera no llegaba a la esquiva  montaña. Una vez que dejamos las montañas nacionales, en una postura acostumbrada de argentina instalamos un campamento y esperamos el ganado. Sin embargo, cuando llegaron unos días después,  el patrón determinó seguir avanzando hacia las llanuras. El refugio en ese lugar no era seguro por las condiciones climáticas declaradas. Según su experiencia, debíamos capear las alturas e instalarnos en una majada más resguardada y con mejores praderas para el ganado. Y, avanzamos y avanzamos muy al interior de la Provincia de San Juan escapando de las nieves.

Mientras entraba el verano, los días transcurrían muy lentamente, los deshielos argentinos poco a poco se retraían a las cumbres y los caudales de los ríos crecieron y se hicieron infranqueables. Las faldas de las montañas iban mostrándose de colores blancos a verdosos sepia. Los pastos en las hondonadas flanqueadas del viento, eran las posturas propicias para el ganado y las preferidas del patrón, en aquellos días de enero.

Fue un día cualquiera, cuando el patrón Armando, resolvió retroceder y acercarse a Chile ocupando las majadas más altas de la montaña, El Sepulcro de la Ollada, para cuando llegara marzo cruzar sin contratiempo el límite de regreso.

Así fueron pasando los días de la veranada, entre el arduo trabajo de los arrieros con el ganado y la grandeza de la naturaleza. No sin librarnos de las permanentes y amenazantes tormentas del invierno altiplánico, el cual nos traía un mal presentimiento. Varios animales fueron alcanzados por los rayos  de las tormentas eléctricas y, asustados y dispersos buscaron refugio entre los peñascos rocosos de los montes titánicos. Los estruendosos truenos parecían partir la montaña y los rayos  por la noche iluminaban hermosamente el Infierno Blanco, y, enseguida volvían las frías cerrazones agua nieve calando los huesos enhiestos del más intrépido arriero.

Recuerdo nítidamente el inicio del Infierno Blanco. Durante toda la noche sentimos caer la nieve sobre la carpa del ruco. Arreciaba un viento suave, el sonido de la nieve en el silencio crispaba en un eterno chasquido envolvente, embriagador y mortecino. Era mediado de marzo de 1982. Durante los últimos tres días  nos habíamos preparado para el regreso, teníamos todo listo; las vituallas en los aparejos, los quesos encajonados y el arreo junto. En dos días más nos regresábamos a Chile.  La mañana nos sorprendió con medio metro de nieve, el ganado rumiaba de pie avizorando  la magnitud del temporal. Ninguno de los más experimentados arrieros vislumbraba su dimensión. Ese día, la nieve no menguó y seguía sumando en altura, nos lo pasamos tratando de mantener reunido el ganado, el cual no dejaba de bramar en una creciente desesperación. Tomamos turnos de relevos; mientras unos afrontaban el temporal a duras penas rodeando los animales, los otros se cobijaban en el refugio, secaban sus mojadas ropas y preparaban algo de comer.

El refugio no era más que un ruco de piedra pircada, de tres por cuatro metros de superficie y de poca altura. Por techo tenía, unos lazos amarrados de lado a lado y, sobre éstos unas carpas de lona, hendidas con el peso de la nieve. Su objetivo era guardar los víveres y los quesos, y uno que otro arriero friolento dormía en él. Los más avezados dormían a la intemperie, arrimados a unos corrales de piedras protegiéndose del viento. Solo cuando llovía o nevaba nos refugiábamos todos bajo la lona del ruco.

La segunda noche se hizo interminable, el viento reventaba y arreciaba con terror. El ganado con desesperación empezó a esparcirse a tientas, en medio de nevazón y obscuridad. Buscaban guarecerse en algún barranco lejano, muchos quedaron sepultados por la nieve a pocos metros. Nosotros permanecíamos al abrigo de un pequeño fuego, asustados bajo el temerario e insistente silbido del viento. Sus azotes en la montaña no dejaban escucharnos a más de un metro, debíamos gritar para comunicarnos. La maldita noche era interminable, dormitábamos nerviosos, preparados para cualquier desgracia.  La nieve sobre la lona del ruco amenazaba con desplomarse y sepultarnos vivos.  Los perros mojados y asustados buscaban nuestro abrigo bajo los ponchos, su jadeó lo sentíamos en nuestras narices con un hedor desagradable. Entendí, por su actitud y lloriqueos, que la cosa era para grande… Traté de dormir tapándome completamente con las mantas, pero un ruido de maderas resquebrajándose me despertó. Era El Huaso que despedazaba un cajón quesero para mantener vivo el fuego a duras penas. Esas débiles llamas mantenían la claridad y las esperanzas de vida en medio del Infierno Blanco.

El Huaso y su primo, hicieron vigía toda la noche. Cada cierto tiempo salían a tientas a botar la nieve del techo, que parecía desplomar el refugio con su peso. Al abrir la improvisada puerta de cajones, entraba un chiflón de viento que parecía levantarnos y hacernos desaparecer por sobre los montes andinos. Sin duda, afuera, nadie podría soportar esa magnitud de tormenta. Estos dos centinelas no aflojaban, entibiaban sus húmedos ponchos en las llamas y entre sorbos de aguardiente mantenían su aplomo desafiando al temporal, solo su experiencia aclimatada a esas batallas les daba el temple y el coraje para desafiar la montaña… La noche fue de desvelos en desvelos,  el agua había penetrado inundando la mitad del refugio. Fue un amanecer lento el tercer día, el alma se nos venía al cuerpo al ver clarear la mañana… era todo blanco y las plumillas caían tupidas sobre el manto infernal del horizonte.

Muchos de los animales buscaron sus antiguos alojos bajando hacia Las Cortaderas, empujados por el viento y la pendiente. Los otros, fueron parte de un espectáculo tétrico, quedaron de pié congelados a medio enterrar de nieve. El patrón al ver esa mortandad, con lágrimas congeladas en sus ojos, dio la orden de abandonar y emprender montaña abajo, bordeando el Río  Blanco, hacia el refugio El Molle de los gendarmes argentinos, distantes a unos cincuenta kilómetros.

La peara había soportado amarrada. Apretujadas a unos barrancos protectores de un corral de piedra, eran doce mulares silleros, lo mejor que tenían los arrieros para su monta. A duras penas logramos ensillar las necesarias y cargar las otras con lo mínimo de supervivencia. Los aperos se resbalaban sobre los lomos escarchados, las cinchas no apretaban sus vientres tiesos de frío, fue un martirio lograrlo. Cuando iniciamos el descenso la nieve caía en calma, eran las ocho de la mañana, volteé la vista hacia el ruco, la carpa había cedido y se mostraba sepultado de nieve, pensé en el adiós a mis pertenencias y a los cajones con quesos. Los mulares estaban tullidos, no querían caminar, y, apunta de rebencazos y gritos se fueron soltando de a poco. Dos de ellas cayeron para no levantarse más, allí quedaron aparejadas como ofrenda a la naturaleza.

Gracias a Dios, que los mulares eran baqueanos y cuando entraron en calor comprendieron que enfilaban hacia la salvación. Debíamos descender unos mil doscientos metros en altura para llegar a Pirca Las Juntas, en donde pensábamos que había otros arrieros protegidos en un cañadón de piedra. El problema era vencer la travesía, soportar el viento y la nevazón sobre nuestros cuerpos. Las manos y las piernas no las sentíamos y nos vencía un apacible sueño helado sobre las cabalgaduras. De súbito, un rebencazo o un trago de aguardiente nos despertaba y cada cierto tiempo debíamos bajarnos a caminar con el mular de tiro, no avanzamos mucho. Entregábamos todas nuestras fuerzas para vencer el Infierno Blanco.

A eso, de las cuatro de la tarde, y después de ocho horas habíamos avanzado unos diez y ocho kilómetros y descendido unos mil metros, el viento era menos bravo, la nieve era más delgada y la lluvia se manifestaba con propiedad. Nos faltaban cuatro kilómetros para llegar a Pirca Las Juntas. Se decidió que tres baqueanos se adelantaran.  Fue idea del Huaso preparar el lugar en donde pasaríamos la noche, mi mular estaba más entero, por mi peso. Yo le acompañaría y otro arriero. Apuramos los animales al máximo y en dos horas estábamos en el cañadón… No había nadie en la majada, ya habían bajado al refugio El Molle. Encontramos algo  de leña seca y una enramada cubierta de montes y coirones. Lo bueno del cañadón eran los farellones rocosos que daban bastante protección de la lluvia y el viento. Encontramos salvación en los coirones secos, para las bestias y para encender  fuego. Fue lo primero que hicimos, quemar los troncos de la enramada en una gran fogata, chisporreteaba endiabladamente al caerles las gotas de lluvias, aquello era un pequeño respiro para nuestras ateridas almas.

Largo rato después llegaron los demás compañeros casi congelados y sin ningún perro, los perdieron en el trayecto, debimos ayudarles a desmontarse, les servimos sorbos de café hirviendo.   Los mulares les paseamos alrededor de la fogata para abrigarlos y les forrajeamos con manojos de coirones… Permanecimos apiñados alrededor del fuego vencidos por el cansancio, escuchando el masticar de las bestias.

Al día siguiente, nos marchamos tan pronto aclaró. La tormenta de nieve nos seguía los talones, teníamos que llegar al refugio de los gendarmes. Los próximos kilómetros faltantes debíamos hacerlo en el día para salvarnos. Esta última etapa no sería fácil, el terreno era escabroso, estábamos muy cansados, con sueño y mal comidos… En la travesía, el viento y el agua nieve nos tenía entumidos, la cara y las manos partidas, los dedos de los pies nos ardían, el hielo los quemaba, perdíamos sensibilidad y no podíamos mantenernos de pié… No quiero recordar este último tramo infame, solo recuerdo que escuchaba una voz leve muy lejana –…el Tropelito, se nos va, no responde… ¡ayúdenle!... mi  cuerpo no lo sentía, mi mente aterida tenía como imagen el regazo de mi madre y a mis hermanos jugando en las verdes chacras de la casa…

Por misericordia de Dios y de la Virgen llegamos al refugio de los gendarmes al oscurecerse, estos no estaban, se habían retirado de la montaña. Allí encontramos una veintena de arrieros de otras majadas, que al igual que nosotros, habían buscado protección en ese lugar, pero con tres días de antelación. El encuentro fue un intercambio de llantos y felicidad, nos contaron de sus desgracias padecidas; que los pocos animales en pié se juntaron con otros ganados sobrevivientes y buscaban hacia los campos de Barreales de la Provincia de San Juan.

El refugio El Molle, era una construcción de piedras de unos cuatro por ocho metros, con techo de zinc que parecía romperse con las granizadas.  Se le adosaba una rancha  de cocina de cuatro por tres y unas caballerizas corrales para un par de mulas, conforme a las necesidades de las patrullas de gendarmes.  Cada uno de los arrieros se acurrucaba a su manera en sus pellones, los enfermos y heridos tenían prioridades en el piso, los otros solo  trataban de descansar como fuere. Se compartía el poco alimento existente, de los animales congelados se extraían lonjas de carne y se colgaban ahumándose en la cocina, había café, azúcar y unas galletas de pan duro. Los mulares los soltamos a su deriva, como lo habían hecho los demás arrieros.

Lo más preocupante de todo, era la salud y lamentaciones de varios arrieros, tenían sus pies heridos y su vista cegada, no soportaban ver un cruel horizonte blanco, la nieve les quemaba como brasas en carne viva… Ellos, permanecían acurrucados y desolados sin avistar la claridad del día. Por la noche, se entregaban sin freno a su tormento, se escuchaban gritos y llantos despiadados, quejidos y murmurios de rezos sin respuestas, era un velorio tétrico y desesperante, mientras las granizadas contagiadas por el llanto rompían el techo de calaminas.

El invierno del 1982, fue uno de los más lluviosos y largos que se recuerde para la cuarta y tercera región. En Combarbalá, sólo en tres días cayeron más de doscientos mm. El pueblo permaneció aislado más de tres semanas. Los caminos se cortaron y las lluvias caían cada fin de semana. Hubo de hacer puentes aéreos con helicópteros para abastecer la población. El camino hacia Santiago desapareció entre Canela y Los Pozos, hacia Punitaqui la Quebrada Grande y la cuesta  de Los Mantos no dejaban pasar, y por Monte Patria la quebrada de Cárcamo había arrasado con la ruta. Las autoridades de esas regiones, decretaron alerta roja de emergencia.

Las pobres familias de los arrieros, desesperadas, al ver que no volvían de las veranadas y ante el prematuro y fuerte temporal acaecido en el altiplano, pusieron en alerta a las autoridades. Los últimos cabreros que alcanzaron regresar dieron cuenta del estado de la cordillera. Por ellos, se estaba al tanto de los arreos rezagados en Argentina.

Cuando empezó el temporal hubo intentos con helicópteros pumas de rescatar a los arrieros de la Provincia del Elquí,  los del Limarí y Choapa no tuvieron la misma suerte. El tiempo no les permitió seguir con el rescate, las nevazones llegaron muy temprano y no se pudo continuar con los sobrevuelos por el lado chileno. Sin embargo, hubo comunicación con las autoridades de San Juan, se les dio cuenta de los arrieros que había quedado atrapado en las cordilleras argentinas. Fue entonces, que el gobierno trasandino hizo todo un operativo por tierra y por aire dando resultados solo treinta días después de iniciado el temporal.

Las radios locales de la región, todos los días transmitían los infructuosos intentos por ubicar a estos arrieros. Sus familiares estaban muy angustiados, día a día les rezaban a las vírgenes de La Piedra y Andacollo para que protegiera a estos arrieros y se les encontrara con vida, entre ellos, mi madre.

Al cuarto día, en el refugio, empezó a escasear la leña y los cereales, sólo teníamos carne de los animales congelados que ya nos resultaba difícil digerir. Durante la sexta noche ocurrió una desgracia, un aluvión que bajó de la montaña inundó con medio metro de agua y barro el refugio. Por suerte, alguien desde la cocina logró percatarse, ante el ruido ensordecedor del rodado, y, dio gritos de aviso para que se levantaran. Nos pasamos toda la noche construyendo un altillo con mantas y cuerdas, para dormir colgados del techo como murciélagos, ni te cuento como se sentía el zinc a medio metro de tus oídos. Valía la pena prevenirse, el aluvión podía volver y con más fuerza a pesar de que el refugio estaba construido en un lugar estratégicamente seguro. Yo dormí, sentado en mi montura, la amarré a las vigas del techo como un columpio. Desde esa noche y las siguientes, dormiríamos con la luz encendida, las noches parecían velorios, nos amanecíamos dormitando entre murmurios cortadores de la noche, escuchando tos y ronquidos...

No era fácil la convivencia entre todos los refugiados, los primeros días eran soportables pero después de veinte días de nevazones y lluvias, los ánimos y desazón se hicieron notar, y las heridas por las quemaduras de la nieve se alimentaban y crecían como lepra. Los menos, los más avezados prometían que en cuanto escampara arrancarían rio abajo hasta Barreales, no obstante al día siguiente y sucesivamente los vientos soplaban más fuerte y nadie se atrevía sacar la nariz  fuera del refugio… Una simple radio onda corta nos sacaba de la introspección,  nos abstraía del infierno, entre chirridos tomaba un rato al anochecer. Escuchábamos unas milongas y muy poco se hablaba del temporal, la noticia más gratificante de ese medio argentino, fue que Chile estaba clasificado para el Mundial de España.

Mi patrón, poco se movía del fuego de la cocina, permanecían mateando con El Huaso día y noche y dormían cortos espacios de tiempo sentados sin abandonar su lugar, al parecer, estaba más preocupado del destino de sus animales que el de su propia suerte, se le veía cabizbajo.

Lo positivo, la actitud de los cocineros, estos no faltaban y los fondos con caldos sin verdura sobraban… Añorábamos un buen cocho guisado y un trozo de queso. –Bueno, tendremos que pasar todo el invierno aquí-, se reían los más pelusones.

Después de veinte y tres días de temporal, logro escampar un día y ninguno de nosotros insinuó ni siquiera intentar salir. Al mirar hacia el horizonte, se entreveían  enormes montañas blancas convertidas en témpanos, eran infinitas y sin límites, comunicadas entre sí en complicidad con el susurrar del viento, nadie querría dejar sus huesos en esa inmensidad mortal. Al segundo día sin tormenta, a eso del medio día, se sintió como un milagro el ronroneo de un motor a la distancia, jamás de por vida se borrará de mis oídos, se trataba de un helicóptero que irrumpió quebrando la montaña en ruidos ametralladores, sin duda avistó el humo de nuestro refugio, sobrevoló dos o tres veces sobre nosotros y se marchó… el tiempo de espera fue eterno, entre alegrías y llantos, no puedo explicar la sensación de salvación, -¿…si no volvían?...

Alrededor de las tres de la tarde volvió un helicóptero del ejército más grande y dejó caer tres bultos paracaídas cerca del refugio, corrimos hacia ellos, eran pertrechos de guerra; alimentos, medicinas y ropas térmicas. Lo que más nos alegró fue la ropa seca y abrigada, la comida y medicina traían sus instrucciones en las raciones, por lo que cada cual, y poco letrados, se atendió a su manera. Había una nota que me toco leer, decía: “Los rescataremos por tierra pronto, por las inclemencias y topografía no podemos aterrizar…” Y así fue, por que las borrascas de vientos continuaron amenazante tan pronto el helicóptero providencial se marchó... Pasaron seis días más, sin lluvia, y llegaron por tierra abriendo el camino hacia el refugio, dos bulldozer barrenieve y tres tanquetas blindadas del ejército Argentino. Sin perder un segundo nos bajaron hasta el pueblo de Barreales y  desde allí nos trasladaron en camillas al hospital de San Juan, en donde permanecimos cuarenta y cinco días más…

Los ocho arrieros que iniciaron esta historia y soportaron el Infierno Blanco, una vez que  se les dio el alta en el hospital de San Juan no pudieron regresar de inmediato a Chile por tierra, los pasos fronterizos permanecieron cerrado casi todo ese invierno. Y, a pesar de disponerles traslado en avión,  decidieron  quedarse escondidos  en las cercanías de Barreales, a excepción de Tropelito que tomó el primer avión de regreso, tuvo la oportunidad de conocer  fugazmente Mendoza y Santiago. Fue recibido como héroe a su llegada, sobre todo por sus compañeros del Liceo.

Los arrieros mantuvieron comunicación con sus familias y Tropelito fue el nexo de los contactos vía cartas enviadas directamente al correo de Barreales.

Al paso del tiempo, se les vio deambulando a los arrieros chilenos por los llanos de Barreales, por las Tamberías, Calingasta y Las Juntas, buscaban el ganado sobreviviente. Su amor a los animales, a la montaña y a la libertad les llevó a tomar esa opción. En un principio caminaron errantes, más tarde se les avistó bien montado en caballos alzados. Bajaban de cuando en vez a vender quesos y comprar víveres al pueblo de Barreales.

En la medida que el invierno se retraía lo mismo que las nieves, los ríos con los deshielos aumentaban su caudal cortando los pasos, sin embargo, los arrieros ascendían hacia la montaña arreando ganado. Nadie se explica cómo sortearon los ríos Los Patos, Colorado y Blanco, se presume que cruzaban el ganado a puro lazo tirando al piño arrastrado por la corriente del agua. Y fue así, arreaban hasta una orilla aguas arriba de un vado, empujaban los animales al agua y en la orilla opuesta esperaban la correntada y los laceaban, con un gran porcentaje de acierto.

Al inicio de la primavera se les vio en el El Sepulcro de la Ollada, cerca de la cumbre del cerro Mercenario bajando animales alzados y multiplicando su ganado en las cimas de la montaña. Y ya de regreso, continuaron su travesía por  El Pachón y Los Erizos, cruzaron el límite chileno – argentino por Pelambres, bajaron el cerro Las Totoras para descolgarse por el río Illapel hacia las cordilleras chilenas.

A fines de diciembre del año 1982 se les vio cruzar el río Huentelauquén hacia el norte por Canela dirigiéndose a los llanos de la costa hasta el fundo de Peñablanca. Dejaron el grueso del ganado bobino y caballares en ese lugar de la costa y volvieron con una parte de los animales pequeños a Pama, después de catorce meses de su partida. Llegaron al fundo Las Piedras en donde arrendaron un par de años sin volver nunca más a la montaña de Los Andes. Tropelito les visitaba de cuando en vez  y comentaban largas horas mateando la travesía del Infierno Blanco. Y, entre animadas charlas en la apacibilidad del campo de Las Piedras, don Armando a su avanzada edad soñaba con volver a la cordillera y contemplar las juntas de los enormes ríos argentinos. El Huaso continuó cabalgando en solitario por las altas montañas sin detener jamás su espíritu de libertad, mientras que a Tropelito le desvelaba su futuro, le esperaba su primer año de universidad.

    




     

viernes, 8 de marzo de 2013

LA PROFESORA Y PINOCHET





LA PROFESORA Y PINOCHET

Por, Clenardo Zepeda C.

 
En la vida nos ocurren episodios que son difíciles de olvidar: quizás no por el hecho mismo del acontecimiento real. Si no más bien, por la huella trascendente que deja en lo humano y en lo divino. Y, aquella vivencia que puede ser normal o cotidiana termina aquilatando los valores de la persona que presencia tal vivencia.

En el presente episodio que relato, ello me ocurrió, en donde pude experimentar a mi corta edad el antagonismo de dos personas; en una, la humildad y la entrega incondicional, en la otra el desmedido odio enfermizo al prójimo.

Mes de noviembre de 1978, Combarbalá estaba convulsionada, se había confirmado la visita del presidente de la República de Chile Augusto Pinochet Ugarte, quien había sido designado por La Junta Militar de Gobierno el año 1974.  El pueblo estaba nervioso, su gente preocupada por tan controvertida visita de gobierno. Desde el año 1946 que no se recibía en la ciudad una figura de tal talante, cuando les visitó el presidente Gabriel González Videla, y, como olvidar ese airado discurso lleno de localismo esperanzador proclamado desde un balcón de la casa de los Fernández, dirigido hacia la multitud de gente apostada en la Plaza de Armas, quienes jubilosos vitorearon las promesas incumplidas del radical… La mayoría de los habitantes consideraba la actual visita como un acontecimiento histórico después de González Videla, quizás otros presidentes no visitaron la comuna o pasaron inadvertidos en su connotación.

Un Decreto Municipal ordenaba limpiar las calles, pintar las fachadas de las viviendas y abanderar la ciudad para ese día. El Alcalde designado del entonces, a mí entender quería dar una buena impresión a la visita, o tal vez la emoción del miedo infundido en la figura de Pinochet le hacía actuar con natural nerviosismo, al igual que a una gran parte de los habitantes del pueblo. Y, no era para menos, puesto que por primera vez le veríamos en persona; para unos era el “General salvador del país” y para otros un “tirano dictador”.

Según mi recuerdo en lo que me ha tocado vivir a mis once años de edad, ya han pasado cinco desde el día del Golpe Militar de 1973, y de aquel tiempo he venido por las noches escuchando en las habituales cadenas radiales y televisivas, los discursos militarizados del Comandante en Jefe de Las Fuerzas Armadas. En estas declaraciones al país denotaba climas hostiles de guerra civil por alzamientos de grupos guerrilleros subversivos, y en muchos discursos decía; con sus palabras: - “… declaro mi más profundo repudio a los marxista-leninistas, son traidores a la patria y deben ser expulsado de este país”-, y otras tantas xenofobias dirigidas a esas ideologías comunistas. Para luego proceder con el reiterativo mensaje de que “Las fuerzas Armadas y de Orden actuaron bajo la inspiración patriótica y defenderán con su vida los intereses de la nación”. En otras palabras, por bien o por mal, nos estábamos habituándonos a la imagen hitleriana del gobernante. La figura de Pinochet motivaba a la población, por diversas razones, asistir ese día a los eventos programados para la ciudadanía, era la oportunidad única de conocerle en persona.

En el año 1978 ocurrieron cosas que conservo en la retina: vimos desplazarse cuadrillas de aviones desde las bases aéreas del norte hacia el sur, surcaban los cielos del valle como bandadas de aves migratorias. Como niños nos llamaban la atención ver este espectáculo por primera vez en nuestras cortas vidas. Sin permiso de la Profesora, tan  pronto escuchábamos los lejanos ruidos rotundos y la insipiente tembladera de vidrios en las frágiles ventanas, abandonábamos la sala de clases de la escuela rural de Pama, para observar desde el patio a los poderosos aviones Hawker Hunter romper la apacibilidad de los cerros. Hacíamos caso omiso a los perturbados ruegos de nuestra anciana Maestra, quién a rogativas de miedos y súplicas nos pedía refugiarnos en el aula de la indefensa escuela. Quizás, ella sabía el destino de esas cuadrillas de mortíferos cazas, pero no lo comentó con sus alumnos.  Para nosotros, el conflicto chileno argentino por las islas en el Canal Beagle era tan lejano como las estrellas nocturnas de nuestro diáfano valle. Escasamente entendíamos los comentarios de nuestros mayores, referidos a los noticieros cargados de intervencionismo sobre el tema. Nos quedamos con el recuerdo de aquellos aviones estruendosos que remecían la apacibilidad del campo y nuestros corazones se henchían de orgullo al verlos volar en cuadrillas hacia el sur en defensa de nuestra soberanía… También recuerdo en ese mismo año, escuchar en el mes de noviembre en las radios nacionales el lema “Logremos el Milagro”, se haría la primera Teletón en Chile en ayuda de los niños minusválidos, no entendíamos el concepto de “Teletón”, al parecer se trataba una obra de beneficio solidario, era lo opuesto al conflicto armado.

Los días de noviembre transcurrían plácidamente en la escuela rural unidocente de Pama, la veintena de alumnos de primero a sexto básico compartíamos una sala en común y el bullicio propio de las edades. Nuestra respetada Profesora, superaba los sesenta y tantos años de edad. Y la mayor parte de ellos los ha pasado como docente en nuestra escuela educando a varias generaciones de alumnos. Desconocíamos de donde y cuando llegó a estas tierras para hacerse cargo de la escuela. Al parecer, por su método pedagógico, deducíamos que era normalista y que provenía de una buena familia; a juzgar por sus modales y valores reflejados en su persona. No recuerdo haberle conocido familia o si tenía hijos en algún lugar lejano, sólo nos queda la remembranza de su entrega total hacia nosotros, nos llamaba “mis niños” y así lo notábamos en su actitud y cariño.

La Maestra dedicaba sus días completos a sus alumnos, trabajaba desde muy temprano hasta el anochecer; se preocupaba de nuestra alimentación escolar, de las clases y actividades extra programáticas. No le importaba su tiempo empleado, puesto que vivía en el recinto escolar en una casita anexa para este propósito. Ella era una viejita muy tierna, de modales nerviosos y de habla locuaz en su comunicación. Le conjugaba a su tez blanca sus cabellos encanecidos y ojos azulados, chispeantes e inquietos. Su personalidad era acentuadamente aprensiva y nerviosa con sus alumnos, les cuidaba en demasía al punto de no separarse ni perderle de vista a ninguno de nosotros. Y, a pesar de ser irritable y estridente en su actuar tenía un alma sensible, llena de amor y bondad hacia el prójimo, y más aún hacia sus pupilos a quienes les quería como a sus propios hijos, volcaba todo su amor de madre, abuela y maestra.

El propósito de la visita de Pinochet era la de inaugurar el nuevo Hospital San Juan de Dios de Combarbalá. En aquel tiempo sería el más moderno de Sudamérica. Fue el primero implementado con un sistema de energía solar, siendo un gran avance tecnológico en beneficio de la salud. Y esto lo recalcó muy categórico el presidente en su discurso el día de la inauguración. Lo cierto, es que el nuevo hospital era una obra emblemática para la comunidad, y sin duda era bien acogida por toda la población.

Una semana antes al día de la inauguración, empezaron a llegar los militares de avanzada al pueblo, se observaron varios vuelos de helicópteros que aterrizaban y despegaban. Además se vieron patrullas terrestres custodiando y transitando por los caminos principales conducentes a Combarbalá. La novedad para los curiosos y, en los cuales me incluyo, fue visitar dos aeronaves que habían aterrizado en los terrenos del reciente construido Liceo C-13 (hoy Samuel Román) y permanecieron allí más de tres días. A los niños, nos daban permiso para subirnos a ellos; se trataba de un viejo helicóptero Puma y un BELL H-1. Estos modelos combatieron en la Guerra de Vietnam, fueron reacondicionados y posteriormente adquiridos por el ejército de Chile… Sólo los años me han permitido comprender el origen de estos helicópteros y lo que significó esa guerra, y la absurda carga fatídica de muerte y horror que llevaban a cuestas esas naves espectrales.     

Recuerdo que fue el día lunes por la mañana, llegamos con nuestros apoderados a la escuela cuando se nos dio la noticia. La Profesora se había preocupado de citarnos personalmente el domingo anterior para la mañana siguiente, había recorrido todas las casas de los alumnos que formaba la comunidad escolar. Ese día temprano ante la concurrencia, se le veía muy nerviosa y sus articulaciones denotaban tensión, nos comunicó que por orden ministerial debíamos asistir a Combarbalá a los actos de recibimiento con motivo de la visita del Presidente de La República Augusto Pinochet Ugarte. Debíamos estar el citado día a las nueve de la mañana, asistirían todos los alumnos de las escuelas rurales de la comuna. Luego de que los apoderados de buena o mala gana asintieron su consentimiento se leyó un listado de procedimientos protocolares y de comportamiento de los alumnos para ese día.

Desde ese mismo día empezaron nuestros preparativos para el acontecimiento, sólo teníamos una semana de tiempo. Ensayábamos la canción nacional una y otra vez y nos formábamos de varias maneras según el protocolo instruido. En nuestras casas, las madres nos cortaron el pelo y el uniforme se había lavado y planchado con una prolijidad inusual. Nosotros, como niños, sentíamos ansias de ver al presidente, sólo le conocíamos en un retrato institucional colgado en la pared de la sala de clases. Vestía un flamante traje militar blanco con una banda presidencial tricolor. Y, en realidad más que ansias por ver al presidente, lo entendíamos como una opción de ir de paseo al pueblo, dado que no teníamos más de dos o tres oportunidades al año de viajar a Combarbalá... Ahora pienso, que esto debió ocurrir en muchas escuelas de Chile, en donde se les obligó a profesores y alumnos apostarse en las calles y lugares públicos, aspando banderitas chilenas para saludarlo por donde él pasaba. Se les instruía esperarlo en el aeropuerto y en el trayecto a la ciudad, como ocurría en sus visitas a la ciudad de La Serena. Para los alumnos y profesores fueron muchas las esperas y fatigas. Varios desmayos ocurrieron cuando el vuelo no llegaba o cuando cambiaban el recorrido de la comitiva presidencial y nunca pasó por esa avenida testada de espera.

El día por fin llegó, con mi hermano nos levantamos a las seis de las mañana, por suerte el día estaba agradable. Nos vestimos con mayor pulcritud que los otros días, los uniformes estaban radiantes y los roídos zapatos recobraron parte de su color negro. Luego tomamos el desayuno que había preparado mi madre y marchamos hacia la cercana escuela. La Profesora andaba presurosa de aquí para allá, muy nerviosa y despotricando palabras sueltas que poco caso le hicimos, pues su costumbre era de esa laya. Sus nervios cundieron cuando a eso de las 8:00 hrs. llegó el camión tres cuartos para trasladarnos al pueblo y, todavía faltaba más de la mitad de los alumnos. La espera era angustiosa para ella y, simplemente llegamos ocho de los veinte y dos alumnos matriculados. Éramos de los cursos mayores de cuarto a sexto básico. Los minutos pasaban y, por nosotros los presentes la Maestra se enteró de que los hermanos menores no asistirían, no tuvieron el permiso de los padres. La Profesora quiso desvanecerse a esas instancias, pero la hora nos apremiaba y dio la orden definitiva de abordar al destartalado camión.

La carrocería de madera del viejo camión estaba inmunda, quedaban sobre ella los vestigios del acarreo de ganado hacia la cordillera de Valle Hermoso, bostas frescas y restos de pastos secos en abundancia sobre el entablado. Por suerte la Maestra no se percató de ello, subió a la cabina con la cocinera de la escuela, una mocetona jovial quien no dudó en arrimarse al enamoradizo conductor. Nosotros acostumbrados al campo no nos incomodó esa suciedad y partimos en el camión alegremente. Una vez que tomado el rumbo por el camino principal, inesperadamente una patrulla militar nos adelantó a una gran velocidad y dejó una estela de polvo que no se veía a más de veinte metros. El chofer turbado, por instinto en el acto dio un inesperado frenazo rodando tres compañeros sobre el piso de la carrocería, entre las bostas y el heno levantado por la ventolera. Todos quedamos empolvados de tierra y pasto, nuestros trajes y cabellos quedaron plomizos. Pero el viaje continuaba y no declinamos, impulsados por el ronroneo del viejo vehículo que expelía a petróleo y a polvo.

La hora pasaba y nos aproximábamos a las 9:00 hrs. Todos mentalmente ayudábamos al camión para estar a la hora citada… Fue grande la sorpresa cuando llegamos a la entrada de Combarbalá por la calle Del Comercio; los militares nos detuvieron, no dejaron pasar a nuestro camión, a esa hora ya no se permitía ni la entrada ni la salida de vehículos al pueblo. Tuvimos que bajarnos de éste y abrirnos paso caminando entre el cerco de militares del Regimiento Arica de La Serena. Nos miraron indiferentes ante la gallardía marcial de la Profesora y sus polluelos que avanzaban formando una fila intacta.

El pueblo estaba enarbolado de banderas y banderines tricolores, más que en cualquiera de las fiestas patrias que recuerde. Pero no era fiesta, era algo extraño y contrapuesto, era una fiesta mortecina implantada, de tricolor apesumbrado. Estaba atestado de militares por las calles y había control en cada esquina. Por la calle Del Comercio, frente al nuevo hospital San Juan de Dios, se había construido un gran escenario alfombrado, demasiado custodiado por hombres de civiles vestidos con trajes negros. Al pasar por ese lugar nos miraron sospechosamente, tal vez dudaron de nuestra esencia, nosotros los diez gallardamente continuamos nuestra marcha ensayada avanzando rápidamente por la calle principal en dirección a la Plaza de Armas. Nuestra Profesora llevaba aferradamente en sus manos el estandarte que nos representaba, y a pesar de su edad y sus resuellos jadeantes nos llevaba la delantera, le seguíamos en su ímpetu de cumplimiento de la misión. Nos dieron las 9:20 hrs. estábamos atrasados, las delegaciones de las escuelas rurales debían juntarse, en la Escuela América N° 1 de Combarbalá. Aún nos faltaban seis cuadras para llegar al punto de encuentro y en cada esquina nos detenían y nos preguntaban para donde íbamos tan rápido. Vi unos militares que tenían dudas, al parecer el punto de encuentro no era la Escuela América, sería el Liceo C-13, quizás, en donde aterrizaron los helicópteros y tenían ese lugar como base de seguridad.

Llegamos muy cansados a la Escuela América, la tensión y ansiedad ya era individual y poco nos preocupábamos de las instrucciones de la Maestra, le vimos desorientada pero no rendida. Nos encontramos con otros grupos provenientes de escuelas rurales que andaban tan perdidos como nosotros. Los militares usaron la estrategia de cambiar todo el protocolo de la visita. A última hora invirtieron los puntos de encuentros; estaba dicho que los alumnos y profesores esperarían al presidente en la Escuela América. Pero a último minuto comunicaron que en la Escuela América, a eso de las dos de las tarde, se reuniría la señora Lucía Hiriarte de Pinochet con las Damas de colores en privado… Nosotros quedamos a la deriva con la noticia, alguien dijo: -«¡¡Al estadio, al estadio, los escolares están en el estadio!!.»- No nos quedó otra opción que correr con la turba humana desbandada hacia el estadio municipal.

En las cinco cuadras que nos restaban para llegar al estadio, se produjo una mezcladura de alumnos de distintos colegios. Allí empezó el desorden, mientras avanzábamos por las calles, los profesores rurales empezaban rezagarse. Ingenuamente nuestras profesoras pensaron que nos ubicarían en un lugar definido. Y, en la carrera les sacamos mucha ventaja, nos seguían exhaustas por la calle Pedro de Valdivia hacia la alameda…

De pronto, un ruido atronador desbordó en temblor al pueblo y, el sonido se fue acrecentando y adentrándose por el cajón del río en contra de la corriente. Y surgen emergiendo en vuelo rasante sobre el pueblo, dos potentes naves de guerra. Entonces, en ese momento alguien de la muchedumbre gritó. - «¡¡Allí viene Pinochet!!»  Y corrimos entre la multitud desenfrenada por la alameda hacia el estadio, todos queríamos ver la llegada del presidente.

A las diez de la mañana, el ruido atronador de las naves ya sobrevolaba el pueblo; despertó vivazmente a todos los militares de guardias, a los de la banda de guerra del Regimiento Arica y a cuanto guardaespaldas de civiles y francotiradores escondidos. Y, a toda la gente que se había aglomerado en las afueras del estadio. Sólo no se percataron del hecho y fueron sorprendidos incautamente los bomberos de un viejo carro-bomba. Estos regaban la arena del estadio para que no se levantara polvo al aterrizaje de los helicópteros.

Cuando los dos Pumas SA330 llegaron al estadio e intentaron aterrizar, se encontraron con el carro-bomba con todas sus mangueras y equipos esparcidos y, a una instrucción socarrona del militar de turno debieron salir arrancando con las mangueras a la rastra, con sirena y balizas encendidas como si se tratara de un demonio que les callera del cielo. En efecto, la comitiva presidencial se había adelantado a la hora del protocolo, se le esperaba a las 11:00 hrs. de la mañana. Los Pumas, después del primer intento fallido iniciaron un sobrevuelo de unos cinco minutos para luego volver y aterrizar definitivamente.

El sobrevuelo dio tiempo para que los encargados protocolares del recibimiento se ordenaran y la muchedumbre se desordenara y se reubicara a su antojo, inclusive las delegaciones abandonaron sus lugares asignados, el adelantar la llegada produjo el caos descontrolado. Rápidamente, después de la salida de los bomberos, se ubicaron nerviosamente en la cancha; la Banda de Guerra, los encargados del saludo y los conductores de una caravana de los más lujosos automóviles del pueblo. Las familias más acomodadas prestaron sus autos y estacionados en fila esperaban a los visitantes para trasladarlos. En el intertanto, muchos curiosos desbordando la guardia de carabineros se subieron en las débiles panderetas que cercaban el perímetro del estadio para tener mejor visual del aterrizaje.

Los enormes helicópteros se acercaron nuevamente al lugar y procedieron aterrizar. Estos pasaron tan cerca de los curiosos encaramados en el cerco, que con la fuerza de los vientos de las aspas derribaron a una decena de curiosos y varios paños de panderetas. Se levantó una turbulenta nube de polvo y piedrecillas, hubo que esperar unos minutos antes de descender de las naves… Se abrió la puerta del Puma, descolgaron una escala e iniciaron el descenso varios uniformados, dos damas de sombrero, y, entre ellos destacaba una figura hitleriana terrorífica envuelta en una capa militar, sin duda era Pinochet. En él centré mi atención, la capa ploma tenía botones dorados y un gran cuello azul marino ribeteado de rojo, en la solapa pendían insignias rojas con una espiga y cinco estrellas doradas. Saludó militarmente a quienes les recibían, a mi distancia no escuche los diálogos, luego raudamente salieron por la puerta del estadio custodiado por una veintena de guardaespaldas...

Cuando sentimos los helicópteros, corrimos hacia el estadio, mi Profesora se quedó atrás con su colega de San Marcos. Nosotros avanzamos siguiendo a los demás desordenadamente. Al acercarnos a las puertas del estadio, estaba todo acordonado por carabineros, no había ningún orden de ubicación, los alumnos estaban diseminado por cualquier lugar y cada cual buscaba una postura mejor. Había muchas otras instituciones a la espera en lugares de privilegios; Las Damas de Verde, Las Damas de Rojo, Cema Chile, Cruz Roja, Club de Huasos a caballo y muchos entrometidos y atropelladores periodistas. Ya a la salida del estadio, a nosotros, sólo nos quedo la opción de mirar al General entre los caballos cuando le dieron el esquinazo de bienvenida, esta ceremonia fue brevísima sólo protocolar. Mientras se producía este saludo nuestra Profesora buscaba desesperadamente a sus “niños” y los llamaba a viva voz entre la gente. Sus gritos eran desesperados, no le importó presidente ni protocolo, sólo quería rejuntar a sus niños y tenerlos a su lado. Nosotros estábamos dispersos entre tanta gente, imaginé que al terminar el acto nos acercaríamos donde estaba la Maestra. Al menos Yo, desde mi lugar no le perdía la vista. De pronto, en su desesperación, en su búsqueda traumática, rompió el cerco policial y se acercó buscándonos hasta encontrarse a un metro de Pinochet.

Entonces pude observar ese encuentro; “La Profesora y Pinochet”. Le vi desasida, en un inmenso dolor, su figura angelical desdoblada y desecha en rogativas de clemencia a un consuelo inexistente, de un alma que sufre y se desdobla por los niños, de una madre afectada... De súbito se encuentra frente a él, le mira con clemencia a los ojos y se encuentra ante la implacable mirada del General indolente, quien le mira sin alma, con odio, como a un objeto aborrecido  que se interpone en su paso y deben sacarlo de su vista, destemplado sin un guiño de sensibilidad hacia una mujer mayor, hacia una profesora de Chile… Esos segundos de mirada fueron eternos y opuestos como nunca imaginé…,  los edecanes logran apartarla de su paso y ella inmóvil parece entender que ha llegado al extremo de Sí y debe retirarse, mientras sus ojos rompían en un triste llanto...  

Desde ese episodio, de ese encuentro, me cuesta entender los extremos antagónicos a los cuales pueden llegar los humanos. Estos desequilibrios, les puede llevar al extremo del sufrir descontrolado por la bondad y, el de enfermarse de odio  al prójimo al extremo de actuar sicopáticamente sin medir las consecuencias de sus actos.

El presidente escoltado se dirigió al nuevo Hospital San Juan de Dios, el tumulto de gente le siguió corriendo por las calles para tomar una buena ubicación ante el discurso de inauguración… Cuando llegamos con mi hermano, ya había empezado el acto, nos abrimos paso entre la muchedumbre hasta lograr un lugar de privilegio, y observé: el maestro de ceremonia era un conocido profesor combarbalino quien animaba desenvuelto y con maestría tono poético, dio la palabra al alcalde. El alcalde, balbuceo un nervioso y corto discurso para dar paso a las palabras del General… En ese discurso titubeante y mal pronunciado, no hubo novedad; unas pocas alocuciones al propósito de la inauguración y lo más a lo acostumbrado; iracundas soflamas patrióticas y blasfemas en contra de los “Comunistas Leninistas”…,  dejé de escucharlo por parecerme sabido, y con mi mirada busqué a la Profesora entre el público asistente… definitivamente ella, allí no estaba.

Los cuatro compañeros que logramos juntarnos al término de la ceremonia, decidimos encaminarnos hacia nuestro destartalado camión que nos esperaba detrás del Cerro Calvario. Allí estaban los demás esperando. La cocinera muy embelesada con el chofer sin connotar la visita del presidente, el resto de alumnos cansados y la Profesora, ensimismada en sí misma, no dijo nada excepto estas palabras: - ¿Estamos todos?..., ¡vámonos ya hijos!.

El sol de media tarde cansado por el ajetreo del día, ya desplegaba de los cerros sus sombras remolonas, y por ese camino polvoriento el quejumbroso ronroneo del motor con olor a mezcla de petróleo y tierra, era lo único que alteraba nuestro regreso a Pama…, no había ánimo, permanecíamos callados en comunión con nuestra querida Profesora, ella enajenada de todo, abstraída, como si no despertara de un ensalmo y maligno sueño…, en el aire dos helicópteros Pumas abandonaban los cielos diáfanos de Combarbalá.       

 

 

jueves, 6 de diciembre de 2012

EL DIABLO EN LA CAPILLA



 

EL DIABLO EN LA CAPILLA

Por, Clenardo Zepeda Cortes.

 
Esta historia ocurrió en una aldea vecina al este de la Villa de San Francisco de Borja de Combarbalá, distante a una legua y media y, por hoy se le conoce  con el nombre de “La Capilla”. Sin pecar de presunción ni tampoco en lo banal de lo que puede ser una leyenda, y siendo mesurado y en su justo equilibrio de las cosas, podría pensarse que la construcción de su capilla y el nombre que dio  su origen a esta localidad “La Capilla” tiene sus inicios, si no es cierto, en el siguiente relato:

Corrían los primeros días de Abril del año 1876, para ser más exacto era el día domingo 2, a media mañana. Se les veía reunidos a un grupo de compungidos vecinos sobre un promontorio, donde preparaban una estación del Vía Crucis, acechaban acaloradamente al párroco de actitud intranquila y confundida. -¡¡Debemos expulsar  al diablo de este lugar, no podemos permitir que se lleve nuestras mujeres y nuestras almas!! ¡¡Hay que implorar a Dios, bendecir las tierras, algo debemos hacer urgente!!  De esta manera se manifestaban en rogativas al representante de la iglesia, ante la eminente presencia del Lucifer que asolaba la tranquilidad del poblado.

Lo que conocemos hoy por “La Capilla”, en aquel tiempo era un asentamiento de campesinos, poseedores de hijuelas de riego heredadas de la repartición de tierras. Sus gentes vivían tranquilamente del producto de sus chacras y huertas, mantenían hermosas arboledas, cosechaban abundantes y exquisitos frutos regados por las aguas claras y cantarinas del río de Combarbalá. Además de los alfalfares, cultivaban con buen rinde, la cebada y el trigo en potreros de rulos ubicados en las explanadas de los cerros centinelas del valle. Todos los años, en el tiempo de las cosechas, los vecinos trabajaban en grupos apoyándose mutuamente en tareas de recolección de los frutos y productos. A esta acción grupal, le llamaban “mingas” o “mingacos”. Siendo las fiestas de “Las Trillas” y la “Pela de Durazno”, las más celebradas y tradicionales en su época.

Las Trillas del trigo era una fiesta que duraba dos o tres días, una vez segado el trigo y con las gavillas en la era, se anunciaba el esperado día de la Trilla. La faena empezaba a la salida del sol cuando llegaban los concurrentes; huasos, labriegos y peones aparecían de diversos lares de la comarca. Se soltaban en la era una veintena de yeguas arreadas por una pareja de huasos, se les hacía correr dando vueltas en troya, sobre los manojos del cereal hasta desprenderse de su espiga. La Trilla terminaba con una gran parva de grano y paja apilada en el centro del ruedo. Durante los días de faena abundaba la comida y al termino de esta, se concluía con una gran fiesta y tragos para los participantes.

En cambio, la Pela de Durazno, para huesillos y descarozados, era más íntima y duraban varias tardes y noches. Se daba en varios huertos simultáneo y, dependiendo de la afabilidad de los dueños de casa, o intereses de los asistentes, unos eran más concurridos que otros. El dueño de la cosecha admitía a vecinos, amigos y algún forastero estival enamorado, que llegaran a la Pela de Durazno. Estos trabajos se iniciaban al amanecer cuando se recogían los frutos para llevarlos a una enramada de culenes, donde la fruta se apilaba sobre una cama de yerbabuena o alfalfa. Una vez que los duraznos estaban cosechados y apilados, se esperaba la llegada de los participantes. Hombres, mujeres y niños, sentados alrededor de la pila, con cuchillos y canastos iniciaban el pelambre de los frutos. Mientras afanaban alegres, se entretejían amenas tertulias, cahuines cotidianos y amoríos juveniles, lo que hacía muy animada la velada entre los asistentes. Conforme la cantidad de la cosecha, se ofrecía una fiesta al final, de lo contrario se les daba chicha y mistelas durante la jornada diaria, también se compartía el mate con queso de cabra y churrascas entrada la media noche. Hambre no  pasaban podían comer la fruta a destajo. En otros casos de mayor abundancia, los frutos apilados escondían una vasija o fudre, con vino o chicha, que era abierto bien entrada la tarde, casi a la oración, cuando la pila se reducía al mínimo y el líquido se dejaba ver ante los ojos de los sedientos comensales. Al terminar la media noche, varios marchaban emborrachados a sus hogares en medio de los frondosos caminos enmontañados de árboles y trepaderas. Algunos jóvenes galanes, caminaban muchos kilómetros sorteando cerros y quebradas para llegar a la peladura y, más de alguno en su largo caminar vio espeluznantes espectros, apariciones y hasta al mismo Demonio.

De los vecinos del sector, el más potentado era don Antonio Carrasco de Alzamora, quien tenía un duraznero de varias cuadras y cosechaba decenas de quintales de fruto seco. Sin embargo, era una persona parca y avara, le invadía un aire rancio de estirpe extinguida. Si no fuera por su mujer afable y sus cinco hermosas hijas, en edad de noviazgo, pocos se le se acercarían a su chacra. El era bastante estricto con sus hijas, no les admitía relacionarse con el común de los vecinos, solo les permitía por las tarde bañarse en las posas del río y asistir a las tertulias y bailes que daban las casas patronales de las haciendas vecinas  de “Centinelas” y “Ramadillas”. A ellas, solamente se les veía en los veranos, dado que estudiaban internadas en Illapel y La Serena. Al menos dos de las hermanas se educaban para Maestras de Enseñanza Primaria, en la Escuela Normal de Preceptoras de La Serena, recién fundada el año 1874. Lo comentaba orgullosamente a los vecinos su madre Sra. Carmencita Aguilera. Tenían de criada una vieja esclava negra, llamada Julia de Sousa, quien acompañaba a las hijas donde fueren. La criada se la dejó por herencia su madre cuando se casó con Antonio. Esta mujer de color practicaba ciertas hechicerías y sanaciones, obteniendo resultados comprobados por los mismos enfermos y, más de alguna magia negra ejerció en favor del ganado y de las cosechas del patrón Antonio, según el comentillo del viejo Juan un carbonero que trabajaba con él de mediero.

En aquel año del 1876, a don Antonio Carrasco de Alzamora se le manifestó una desmedida codicia contra sus vecinos. Todo ocurrió en la cosecha del durazno, las hijuelas de los demás lugareños se llenaban de voluntarios, de distintos géneros y edades concurrían alegremente por las tardes a las cosechas. En cambio con él, no era caso, se había esmerado en invitar a la gente y solo se presentaron un par de mocetones jóvenes afuerinos, flojos y despabilados que lo hacían por el solo interés a sus hijas. Al verse un tanto desesperado, por la suerte que corrían sus cosechas al paso de los días, recurrió a la negra Julia, le contó solo en parte sus intenciones, ésta convencida de las rogativas de su patroncito accedió y le entregó el arte de invocar a Satanás. En esa misma tarde, Antonio instruyo al mediero Juan para que cumpliera lo siguiente: -«Corta dos maderos de higuera seca para hacer una cruz de tu tamaño, luego ve y degollad un chivo negro, el más grande, deja la sangre correr y embadurna el cuero con un manojo de palqui. Luego me cargas todo sobre el macho negro aparejado».  Al anochecer, el indiscreto mediero vio al patrón cabalgar hacia el cerro Centinela con el macho cargado de tiro. A media noche, a la distancia en la cima del cerro Juan observó una gran fogata nacida de la nada, era un fuego distinto, de color rojo granate chispeante y de humos verdes, refulgían dos figuras negras que acaloradamente transaban un pacto. Asustado se persigno y corrió a encerrarse en su morada, atragantado con el comentillo de lo visto, al tiempo que se desataba un vendaval de llantos de perros acusando la existencia del Satanás en las frondosidades del río. Llantos agudos de miedos nocturnos, desesperados y desgarradores que no pararon hasta el amanecer.

Al día siguiente y en adelante, las cosas empezaron a cambiar en la aldea. Antes de radiar el sol, se les vio en la chacra de los Carrasco de Alzamora, afanar raudamente a un grupo de media docena de personas jóvenes y fuertes, de buen trato y prestancia al juzgar por sus voces a la distancia. Vestían hábitos, parecían pertenecer a una orden religiosa por sus atuendos similares a los frailes franciscanos, sus capuchas impedían ver sus caras. Trabajaban en la recolección y peladura de los duraznos. Obraban en silencio y metódicamente en dos jornadas; desde el alba hasta la salida del sol y de la puesta hasta las doce de la noche, el resto del día no se les ve.  Ni siquiera Juan, de lengua azuzada para el chismeo pudo explicar sus permanencias en la chacra.

Durante las noches, los perros cargados de miedo no paraban de llorar y sus aullidos se replicaban envolventes por los ecos del cajón del valle. En los habitantes se infundió el miedo como una ráfaga de terror negro, y más aún cuando empezaron las primeras apariciones de espectros y bestias tenebrosas. Las primeras visitaciones se iniciaron al atardecer, en los callejones oscuros y frondosos de matorrales que daban hacia Pueblo Hundido, al cruzar los vados del río. En estos pasos obligados, el mal reinaba y nadie se atrevía a cruzar el río por las noches. A los caminantes se les atacaba impidiendo el paso, se les obligaba a devolverse. Las personas dejaron de caminar por la noche y abandonaron las peladuras de durazno. Y, a medida que avanzaban los días, el demonio también se tomó los caminos principales que conducían al poblado de Ramadillas y hacia la villa Combarbalá cometiendo asaltos y ultrajes a los carromatos y carruajes. Los viajeros, peatones y jinetes víctimas de los ataques, muy despirituados y aterrados coincidían en un descripción; decían que un hombre sin cabeza, vestido de negro con una enorme cruz de fuego y atado a gruesas cadenas doradas les interceptaba el paso, les asaltaba despojándole de sus pertenencias y les obligaba a devolverse. Otras veces era un hombre oso con ojos de fuego y garras de acero, del porte de un buey y rugido de león que saltaba de los sauces sobre las cabalgaduras derribando a los jinetes y arañando las bestias. Y otras apariciones se daban en pleno día; aves gigantes tipo Piuchen, Cueros de agua y otros espectros cadavéricos se les aparecían a orillas del río a los bañistas, robaban sus ropas dejando grupos completos desnudos.

Durante el día, los hombres temerosos y agrupados buscaban pistas para descubrir al demonio, nada encontraban, solo unas vacas por aquí y otras ovejas por allá sin cabezas, destripadas y sin sangre, sin contar las mortandades completas en los corrales de cerdos y gallinas.  Las cosechas de duraznos de los vecinos, por los acontecimientos ocurridos se había perdido en gran parte, solo la chacra de don Antonio cosechaba sin contratiempo. No había respuesta a los ataques del diablo, tampoco había noticias de la identidad de los trabajadores encapuchados de los Carrasco de Alzamora.

Los vecinos decidieron organizarse, se turnaron para  hacer una vigía por las noches, mientras en todas las casas y chozas se guardaban temprano, con las puertas y ventanas trancadas y luces apagadas para no motivar la presencia del demonio. Todas las moradas permanecían en silencio, sin embargo, les resultó misterioso que en la chacra de don Antonio la peladura continuaba con normalidad hasta la media noche entre conversaciones y risas, en esa casa el diablo no reinaba. Decidieron no perderle vista a ese grupo de peladores, se dieron cuenta que al terminar la jornada y al iniciar la mañana, no se le veía salir ni llegar de la chacra. - ¿es raro, muy raro? -¡con lo fregado y estricto que es el viejo es imposible que se alojen allí! – comentaban los vigilantes.

El diablo, desde el inicio de las vigilias de los vecinos, se aparecía poco por la noche. Se sentían herraduras de caballos chispear por las piedras, unos gritos embellacados y risas a la distancia en medio de la noche en alguna quebrada lejana, como si el demonio estuviera enamorado deleitándose con el cuerpo de alguien. Parece que había cumplido su objetivo de evitar la cosecha de los lugareños y cobraba su pacto.

La noche que don Antonio terminó de cosechar, ocurrieron hechos esclarecedores. Juan el carbonero, durante el día avisó a los lugareños de que sería el último día de cosecha, y por lo visto terminarían más temprano. Ello motivó a los más valientes de la aldea a organizar una redada y caerles de sorpresa a los afuerinos encapuchados. Desde la oración permanecieron ocultos, aguardaron en unos corrales de piedra cercanos a la chacra y, tan pronto obscureció, en silencio se acercaron  lo más próximo a la zona de trabajo. Juan temerosamente, había destrancados los portones de acceso. El grupo provisto de mantas y lazos, sigilosamente se prepararon para aprehender  a cada encapuchado y en el momento preciso a la orden de: -¡¡Ahora ya¡¡ irrumpieron el lugar sorpresivamente cayéndoles  encima con sus mantas y apoderándose de cada uno de ellos. Al fragor de los forcejeos y trifulca las lámparas de luz rodaron por el suelo dejando toda la ramada a oscuras, en medio de la zalagarda se escuchaban griteríos confusos de hombres y mujeres.

Mientras duraba la trifulca, a la luz de la luna nocturna, un brioso caballo negro arrancaba de las pesebreras de la chacra y a toda fuerza galopaba bufando por la callejuela alejándose como un rayo, lo montaba un jinete emponchado, obscuro y sin rostro, se llevaba asida por delante a la más hermosa de las hijas de don Antonio y, ante los ojos del padre se perdió en el abismo de la noche… Los cascos y el tintinear de las espuelas de a poco se fueron atenuando en la distancia de la noche embebida.

Con la bullanga ocurrida en la chacra de los Carrasco de Alzamora, se congregaron rápidamente varios vecinos con antorchas, pensaron que habían atrapado al diablo. Fue grande la sorpresa cuando ante la lumbre de la luz descubriéndose bajo los atuendos franciscanos, muy trémulas y en desatado llanto a cuatro de las hijas de don Antonio, muy nerviosas y avergonzadas ante la familiar concurrencia. En esos momentos, sin reparar en los hechos don Antonio llegaba desesperado por el flanco sur, a todo trote montado en su viejo macho negro disfrazado con cueros de ovejas negros y arrastrando unos costales con piedras  y, del callejón que daba al río apareció muy cansada jadeando la negra Julia disfrazada de un enorme oso, era tal su parentesco que los propios perros de la casa desataron agudos aullidos al verla.

La familia entre llantos trataban de explicarles a los exaltados vecinos varios puntos que parecían indescifrables: Primero, la familia estaba en banca rota, se habían endeudado en varios créditos para mantener las apariencias, estatus y educación de sus hijas ante la exigente aristocracia de la ciudad. Y, ante la desesperación de perder la cosecha de durazno al no tener la ayuda suficiente de los vecinos, la familia había decidido hacer ellos mismos el sacrificio de cosechar.  El punto estaba, que no debían ser vistos, no podían exponerse a que se les viera, para no caer en el desprestigio y la vergüenza de la pobreza, en honor y honra a su prosapia y abolengo. Se debía mantener las apariencias. Las hijas inventaron lo de los atuendos de monjes Franciscanos y don Antonio con la negra Julia, se encargarían de infundir inocentemente por las noches la existencia del demonio, con el único fin de que los lugareños se recogieran temprano y no salieran de sus hogares, ni mucho menos asistieran a la pela de fruta nocturna, para que no se les viera a tan noble familia descrestarse trabajando de madrugada y por las noches. En cuanto a la invocación de Satanás en el cerro centinela, no fue más que un acto premeditado para engañar al Juan el mediero, a sabiendas que difundiría ese acto a todo el vecindario, dada su amplia fama de conventillero.

A pesar de las sinceras explicaciones de esta familia, y todas las rogativas de perdones hacia el poblado, que es cosa aparte, y que solo la benevolencia del pueblo juzgará. Lo cierto y tétrico es que ocurrieron cosas extremas inexplicables, la invocación al demonio resultó, el diablo estaba en La Capilla y actúo a su laya… Era imposible, que don Antonio montado en un macho viejo hubiera cometido todos los desmanes y menos la vieja Julia, que por su edad y gordura apenas podía desplazarse. El diablo estuvo en esas tierras, se burló de todos los habitantes y les cobró con el terror y la tortura de sus almas por varios días y en donde pagaron por ellos, sus pecados varios animales degollados y la desaparición de dos hijas de don Antonio Carrasco de Alzamora. La segunda hija desapareció de la chacra al amanecer de la mañana siguiente sin dejar ningún rastro.

Estos tristes episodios vividos por los aldeanos, les permitió unirse devotamente en la fe religiosa, y el día domingo 2 de abril cuando en la estación del Vía Crucis interpelaron al párroco visitante, demostraron su necesidad imperiosa y pidieron suplicantemente que se construyera pronto una capilla, en ese mismo lugar de la estación, para poder rezar y pedir la misericordia de Dios. Siendo don Antonio Carrasco de Alzamora el más devoto y colaborador en la construcción de la misma.

La construcción de la capilla fue impulsada por la existencia del diablo, los vecinos debían practicar y ser fieles devotos de la fe católica. Se le veía como la salvación de sus pecados y única forma de expulsar al demonio de sus tierras. Colaboraron todos en la edificación de ese humilde templo y no claudicaron hasta verle terminado. En esa capilla, se celebraban domingo a domingos liturgias y misas mensuales, aparte de los bautizos y casorios. Para esta leyenda, una de las misas que incuba el misterio fue la celebrada el día domingo 24 de agosto de 1884, para las exequias del funeral de don Antonio Carrasco de Alzamora, en donde resaltó la presencia de dos hermosas damas muy elegantes vestidas completamente de negro, con velo y fino sombrero de ala ancha, no derramaron lágrimas y permanecieron impávidas ante toda la concurrencia, eran sus dos hijas desaparecidas, aquellas que hace ocho años atrás se las había llevado el diablo.               

En la actualidad, en la localidad de “La Capilla”, todos los años en octubre se celebra una concurrida fiesta religiosa en celebración a nuestra “Sra. Virgen de la Misericordia”, en honor a la imagen de esta virgen encontrada por un arriero en las cordilleras de Ramadilla, hace más de 100 años. La imagen permanece al interior de la capilla en donde se puede visitar, velando por la misericordia de todos sus devotos.